Tiempo de odio (34 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

—Gar'ean —dijo como advertencia la dríada de cabellos verdosos al tiempo que alzaba el arco—. ¡N'te va, Gwynbleidd! ¡Ki'rin!

—Thaess aep, Fauve —repuso el brujo con voz inesperadamente fuerte—. M'aespar que va'en, ¿ell'ea? Venga, dispara. Si no, cállate y no intentes asustarme, porque a mí ya no se me puede asustar con nada. Tengo que hablar con Milva Barring y lo haré, tanto si te gusta como si no. Quédate, Jaskier.

La dríada bajó la cabeza. El arco también.

De la neblina surgieron nueve caballos y Jaskier vio que, efectivamente, sólo seis llevaban jinete. Entrevió la silueta de las dríadas que surgían de los matorrales y se acercaban a su encuentro. Advirtió que era necesario ayudar a tres de los jinetes a bajarse de las monturas y que era necesario sujetarlos para que fueran capaces de ir en dirección a los árboles salvadores de Brokilón. Otras dríadas atravesaron la pradera barrida por el viento y la pendiente como si fueran espíritus, se perdieron en la niebla del Cintillas. Desde la orilla le llegó el sonido de gritos, relinchos de caballos, chapoteos de agua. Al poeta le pareció también escuchar el silbido de las flechas. Pero no estaba seguro.

—Los han perseguido... —murmuró. Fauve se dio la vuelta, apretando el arco con la mano.

—Tú canta tal canción, táedh —gritó—. N'te shaent a'minne, no sobre Ettariel. Amantes no. No es tiempo. Ahora tiempo de matar, sí. ¡Tal canción, sí!

—Yo —masculló él— no soy culpable de lo que está pasando...

La dríada se calló durante un instante, mirando a un lado.

—Yo tampoco —dijo, y se introdujo en la espesura con rapidez.

El brujo volvió antes de que pasara una hora. Llevaba dos caballos ensillados: Pegaso y una yegua baya. El telliz de la yegua tenía manchas de sangre.

—Es un caballo de los elfos, ¿verdad? ¿De ésos que cruzaron el río?

—Sí —respondió Geralt. Tenía el rostro y la voz transformados y ajenos—. Es una yegua de los elfos. Por el momento, sin embargo, me sirve a mí. Y cuando tenga ocasión la cambiaré por un caballo que sepa llevar a un herido y que cuando el herido caiga, se quede junto a él. A esta yegua por lo visto nadie se lo ha enseñado.

—¿Nos vamos de aquí?

—Tú te vas. —El brujo le echó al poeta las riendas de Pegaso—. Adiós, Jaskier. Las dríadas te conducirán dos millas río arriba para que no caigas en manos de la soldadesca de Brugge, que seguro que todavía anda dando vueltas en aquella orilla.

—¿Y tú? ¿Te quedas aquí?

—No. No me quedo.

—Te has enterado de algo. Por los Ardillas. Te has enterado de algo acerca de Ciri, ¿verdad?

—Adiós, Jaskier.

—Geralt... Escúchame...

—¿Qué es lo que tengo que escuchar? —gritó el brujo y tartamudeó de pronto—. Es que yo a ella... Es que no puedo dejarla a merced del destino. Está completamente sola... Ella no puede estar sola, Jaskier. No lo entiendes. Nadie lo entiende, pero yo lo sé. Si ella está sola le pasará lo mismo que... Lo mismo que me sucedió a mí... No lo entiendes...

—Lo entiendo. Y por eso voy contigo.

—Te has vuelto loco. ¿Sabes acaso adonde me dirijo?

—Lo sé. Geralt, yo... Yo no te he dicho todo. Soy... Me siento culpable. No hice nada, no sabía qué había que hacer... pero ahora lo sé. Quiero ir contigo. Quiero acompañarte. No te conté... acerca de Ciri, de los rumores que corren. Encontré a unos amigos de Kovir que a su vez habían escuchado los informes de los embajadores que volvían de Nilfgaard... Imagino que estos rumores pueden haberles llegado incluso a los Ardillas. Que ya sabes todo gracias a esos elfos que han cruzado el Cintillas. Pero permite que... que yo... que yo te lo cuente...

El brujo guardó silencio largo rato, con los brazos caídos, impotentes.

—Súbete a la silla —dijo por fin, con la voz cambiada—. Me lo contarás por el camino.

 

Aquella mañana en el palacio de Loc Grim, la residencia de verano del emperador, reinaba una agitación inusual. Tanto más inusual cuanto que toda agitación, movimiento y animación eran completamente ajenas a las costumbres de la nobleza nilfgaardiana, y el mostrar inquietud o excitación se consideraba una muestra de falta de madurez. Los magnates nilfgaardianos trataban este comportamiento con tanta censura y desprecio, que hasta la juventud inmadura se avergonzaba de demostrar inquietud o excitación, aunque pocos eran los que esperaban de ellos un comportamiento decoroso.

Aquella mañana en Loc Grim no había, sin embargo, jóvenes. Los jóvenes no tenían nada que hacer en Loc Grim. La gigantesca sala del trono del palacio la llenaban serios y severos aristócratas, caballeros y cortesanos, todos vestidos igual, en el ceremonioso negro palaciego, roto tan sólo por el cuello y las mangas de color blanco. A los hombres les acompañaban unas pocas damas, también serias y severas, a las que la costumbre les permitía alegrar el negro del vestido con algo de severa bisutería. Todos fingían ser dignos, serios y severos. Y sin embargo estaban extraordinariamente agitados.

—Dicen que es fea. Delgada y fea.

—Pero parece ser que es de sangre real.

—¿De cama ilegítima?

—Nada de eso. Legítima.

—¿Subirá pues al trono?

—Si el emperador así lo quiere...

—Truenos, mirad a Ardal aep Dahy y al príncipe de Wett... Vaya unos morros que ponen... Ni que hubieran bebido vinagre...

—Más bajo, conde... ¿Te extrañas de sus morros? Si los rumores se confirman, Emhyr va a abofetear a las viejas familias. Las humillará...

—¡Los rumores no se confirmarán. ¡El cesar no se casará con esa expósita! No puede hacer eso...

—Emhyr puede hacer todo. Prestad atención a vuestras palabras, barón. Fijaos en lo que decís. Ya hubo quienes afirmaron que Emhyr no podía aquello ni lo otro. Terminaron en el cadalso.

—Dicen que ya ha firmado el decreto de capitulaciones para ella. Trescientos ases de renta, ¿os imagináis?

—Y el título de princesa. ¿Alguno de vosotros la ha visto ya?

—Nada más llegar la dieron al cuidado de la condesa Liddertal y rodearon la casa de guardias.

—Se la confiaron a la condesa para que ésta metiera en la mocosa alguna idea de lo que son las buenas maneras. Dicen que esa vuestra princesa se comporta como una moza de aldea...

—¿Y qué tiene eso de raro? Proviene del norte, de la bárbara Cintra...

—Lo que hace menos verosímil los rumores acerca del matrimonio de Emhyr. No, no, eso es absolutamente imposible. El cesar tomará como esposa a la hija menor de Wett. Tal y como estaba planeado. ¡No se casará con esa usurpadora!

—Ya es hora de que por fin se case con alguien. En atención a la dinastía... Ya es hora de que por fin tengamos un pequeño infante...

—¡Que se case, pero no con esa vagabunda!

—Más bajo, sin exaltarse. Os prometo, nobles señores, que no se llegará a ese enlace. ¿A qué fin tendría que obedecer tal matrimonio?

—Es la política, conde. Estamos llevando a cabo una guerra. Esa unión tendría importancia política y estratégica... La dinastía de la que procede la princesa tiene título legal y derechos de vasallaje confirmados sobre las tierras del Bajo Yarra. Si se convirtiera en la consorte del césar... Ja, ésa sería una solución perfecta. Mirad allí, a los enviados del rey Esterad, cómo hablan en susurros...

—¿Apoyáis entonces ese extraño parentesco, noble príncipe? Es posible que hasta se lo hayáis aconsejado a Emhyr, ¿no?

—Lo que apoye o no es cosa mía, margrave. Y no os aconsejaría cuestionar las decisiones del emperador.

—¿Lo que quiere decir que ya ha tomado una decisión?

—No creo.

—Entonces estáis en un error, si no lo creéis.

—¿Qué es lo que queréis decir con eso, señor?

—Emhyr ha hecho marcharse de la corte a la condesa Broinne. Le ordenó que regresara con su marido.

—¿Ha roto con Dervla Tryffin Broinne? ¡No puede ser! Dervla era su favorita desde hacía tres años...

—Repito, la hizo marcharse de la corte.

—Es cierto. Dicen que Dervla la Rubia montó un terrible escándalo. Cuatro guardias tuvieron que meterla en la carroza por la fuerza...

—Su marido se enfadará.

—Lo dudo.

—¡Por el Gran Sol! ¿Emhyr ha roto con Dervla? ¿Ha roto con ella por esa expósita? ¿Por esa salvaje del norte?

—Más bajo... Más bajo, demonios...

—¿Quién apoya esto? ¿Qué partido lo apoya?

—Más bajo, he pedido. Nos están mirando...

—Esa rapaz... Quiero decir, princesa... Al parecer es fea... Cuando el cesar la vea...

—¿Queréis decirme que todavía no la ha visto?

—No ha tenido tiempo. Ha llegado de Darn Ruach hace una hora.

—A Emhyr nunca le han gustado las feas. Aine Dermott... Clara aep Gwydolyn Gor... Y Dervla Tryffin Broinne es una verdadera belleza...

—Puede que esa expósita mejore con el tiempo...

—¿Cuando se la lave? Al parecer las princesas del norte se lavan raramente...

—Cuidad vuestras palabras. Habláis, pudiera ser, de la consorte del cesar...

—Todavía es una niña. No tiene más de catorce años.

—Repito, se trataría de una unión política... Puramente formal...

—Si hubiera sido así, Dervla la Rubia se hubiera quedado en la corte. La expósita de Cintra se sentaría política y formalmente en el trono junto a Emhyr... Pero por las tardes, Emhyr le daría para entretenerse la tiara y las joyas de la corona y él se iría al dormitorio de Dervla... Al menos hasta el momento en que la mocosa alcanzara la edad en que se da a luz sin peligro.

—Humm... Sí... Algo hay en ello. ¿Cómo se llama esa... princesa?

—Therella o algo así.

—Qué dices, no es verdad. Se llama... Zirilla. Sí, creo que Zirilla.

—Un nombre bárbaro.

—Más bajo, por los dioses...

—Y más seriedad. ¡Os estáis comportando como crios!

—¡Cuidad vuestras palabras! ¡Cuidad para que nadie las considere un insulto!

—¡Si queréis una satisfacción sabéis dónde encontrarme, margrave!

—¡Más bajo! ¡Tranquilidad! El césar...

El heraldo no tuvo que hacer demasiados esfuerzos. Bastó con un golpe del bastón sobre el pavimento para que las cabezas decoradas con negras gorras de los aristócratas y caballeros se inclinaran como espigas golpeadas por el viento. En la sala del trono reinaba tal silencio que la voz del heraldo tampoco tuvo que elevarse especialmente.

—¡Emhyr var Emreis, Deithwen Addan yn Carn aep Morvudd!

El Fuego Blanco que Baila sobre los Túmulos de sus Enemigos entró en la sala. Atravesó junto a las filas de nobles con su acostumbrado paso vivo, agitando enérgicamente la mano derecha. Su negro traje no se diferenciaba del traje de los cortesanos, excepción hecha de la falta de cuelo. Los cabellos oscuros del emperador, como siempre sin peinar, los sujetaba una fina y relativamente hermosa diadema de oro, en su cuello brillaba el toisón imperial.

Emhyr se sentó en el trono elevado bastante desmañadamente, apoyó el codo en el brazo del trono y la barbilla en la mano. No echó un pie por encima del otro brazo del sillón, lo que quería decir que todavía se mantenía el ceremonial. Ninguna de las cabezas inclinadas se alzó siquiera una pulgada.

El césar carraspeó fuerte, sin cambiar su posición. Los cortesanos espiraron y se enderezaron. El heraldo golpeó de nuevo con el bastón en el pavimento.

—¡Cirilla Fiona Elen Riannon, reina de Cintra, princesa de Brugge y duquesa de Sodden, heredera de Inis Ard Skellig y de Inis An Skellig, señora de Attre y Abb Yarra!

Todos los ojos se volvieron hacia la puerta, en la que se encontraba, alta y gallarda, Stella Congreve, condesa de Liddertal. Al lado de la condesa caminaba la poseedora de todos aquellos imponentes títulos mencionados hacía un momento. Delgada, rubia, extraordinariamente pálida, ligeramente encorvada, con un largo vestido azul celeste. Se veía con claridad que se sentía mal vistiendo aquel traje.

Emhyr Deithwen se incorporó en el trono y los cortesanos se doblaron de inmediato en una reverencia. Stella Congreve empujó imperceptiblemente a la muchacha rubia, ambas desfilaron a lo largo de las filas de aristócratas sumidos en reverencia, representantes de las primeras familias de Nilfgaard. La muchacha se acercó en forma rígida e insegura. Se va a tropezar, pensó la condesa.

Cirilla Fiona Elen Riannon se tropezó.

Feúcha y delgada, pensó la condesa según se iban acercando al trono. Desmañada y para colmo poco espabilada. Pero haré de ella una belleza. Haré de ella una reina, Emhyr, tal y como ordenaste.

El Fuego Blanco de Nilfgaard la observó desde lo alto de su trono. Como de costumbre, tenía los ojos ligeramente entrecerrados, en los labios le bailaba la sombra de una sonrisa burlona.

La reina de Cintra se tropezó por segunda vez. El cesar apoyó el codo sobre el brazo del trono, se tocó las mejillas con la mano. Sonrió. Stella Congreve estaba ya tan cerca como para reconocer aquella sonrisa. Se quedó helada de espanto. Algo no está bien, pensó con aprensión, algo no está bien. Rodarán cabezas. Por el Gran Sol, rodarán cabezas...

Recuperó la consciencia, hizo una reverencia, obligando también a doblarse a la muchacha.

Emhyr var Emreis no se levantó del trono. Pero inclinó ligeramente la cabeza. Los cortesanos contuvieron el aliento.

—Reina —declamó Emhyr. La muchacha se encogió. El cesar no la miraba. Miraba a la nobleza congregada en la sala.

—Reina —repitió—. Soy feliz de poder recibirte en mi palacio y en mi país. Te aseguro con mi palabra de emperador que cercano está el día en que todos los títulos que te pertenecen regresarán a ti junto con las tierras que son tu herencia legal, que te pertenecen irrenunciablemente ante la ley. Los usurpadores que gobiernan tales posesiones me declararon la guerra a mí. Me atacaron diciendo que defienden tus derechos y razones justas. Que todo el mundo se entere de que a mí, y no a ellos, tornas tus ojos a pedir socorro. Que todo el mundo sepa que tú, en mi país, disfrutas del homenaje y el tratamiento real que corresponde a tu señorío, mientras que entre mis enemigos no eras más que una exiliada. Que todo el mundo sepa que en mi país estás segura, mientras que mis enemigos no sólo te negaban la corona sino que intentaban atentar contra tu vida.

La mirada del emperador de Nilfgaard se detuvo sobre los embajadores de Esterad Thyssen, señor de Kovir y sobre el embajador de Niedamir, rey de la Liga de Hengfors.

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