—Gracias, señor. —El jefe enrojeció un tanto—. Liberal sois, y a cambio nosotros... Perdonad que os dejemos solo, pero...
—No es nada. Adiós.
El bardo se colocó con arrogancia el sombrerillo sobre la oreja izquierda, espoleó al caballo con los tacones y bajó por el barranco, silbando la melodía "La boda de Bullerlyn", famosa y extremadamente impúdica canción caballeresca.
—Y dijo en el fuerte el corneta —escuchó todavía las palabras del sombrío— que éste era un gorrón, cobarde y gelipollas. Y resulta que es caballero esforzado y osado, aunque rimador.
—Ciertamente, razón tienes —respondió el jefe—. Miedoso no es, no puede decirse. Ni los párpados le temblaban, fíjeme. Y hasta silba, ¿lo oyes? Ja, ja... ¿Atendiste a lo que dijo? Que embarajador es. No temas, que no nombran embarajador a cualquiera. Hay que tener la testa bien puesta para llegar a ser embarajador...
Jaskier cabalgó más deprisa para alejarse lo más rápidamente posible. No quería echar abajo la reputación que acababa de crearse. Y sabía que para silbar más no le bastaba ya la humedad de los labios que se le estaban secando por el espanto.
El barranco era sombrío y húmedo, el barro mojado y la alfombra que lo cubría de hojas caídas amortiguaba el golpeteo de los cascos del castrado bayomoro al que el poeta había bautizado con el nombre de Pegaso. Pegaso avanzaba despacio, con la cabeza caída. Era uno de esos pocos caballos a los que siempre todo les da igual.
El bosque se acabó, pero del lecho del río, señalado por un cinturón de alisos, le separaba a Jaskier todavía una amplia pradera cubierta de juncos. El poeta detuvo el caballo. Miró atentamente a los lados, pero no distinguió nada. Aguzó el oído, pero no escuchó más que el croar de las ranas.
—Bueno, caballito —carraspeó—. Sólo se muere una vez. Adelante.
Pegaso alzó algo la testa y levantó interrogante las por lo común caídas orejas.
—Has oído bien. Adelante.
El castrado se movió con renuencia, bajo sus cascos se oía el chapoteo del pantano. Las ranas escapaban con largos saltos bajo los pies del caballo. Algunos pasos por delante de ellos, un pato se elevó con estruendo y graznidos, provocando que el corazón del trovador dejara de trabajar durante un momento, después de lo cual comenzó a trabajar con mucha rapidez e intensidad. Pegaso no se inmutó en absoluto por el pato.
—Cabalgaba el héroe... —murmuraba Jaskier, mientras se limpiaba el cuello anegado en sudor frío con un trapo que había sacado de su pecho—. Impávido cabalgaba por el monte, sin prestar atención a los anfibios saltantes ni a los dragones voladores... Cabalgaba y cabalgaba... Hasta que llegó a una inmensurable extensión de agua...
Pegaso bufó y se detuvo. Estaban junto al río entre juncos y cañas que alcanzaban hasta por encima de las espuelas. Jaskier se limpió los párpados, se ató el pañuelo al cuello. Durante mucho tiempo, hasta que le lloraron los ojos, estuvo mirando los profundos alisares al otro lado del río. No vio nada ni a nadie. La superficie del agua estaba arrugada por algas que se movían al albur de la corriente, junto a ellas revoloteaban unos alciones de color turquesa y naranja. El ambiente tremolaba a causa de los enjambres de insectos. Los peces tragaban efémeras, dejando en el agua unos grandes círculos.
Por todos lados, hasta donde alcanzaba la vista, se veían las construcciones de los castores, montones de ramas cortadas y troncos derribados y roídos, bañados por la perezosa corriente. Pero cuántos castores hay aquí, pensó el poeta, una increíble riqueza. Y no es de extrañar. Nadie molesta aquí a estos malditos roeárboles. Aquí no llegan los bandoleros, ni los cazadores ni los apicultores, ni siquiera los siempre presentes tramperos ponen aquí sus cepos. Los que lo probaron recibieron una flecha en la garganta, los cangrejos los devoraron entre el légamo ribereño. Y yo, idiota, me meto aquí por mi propia voluntad, aquí, en el Cintillas, junto al río del que se eleva el hedor de los cadáveres, un hedor que no es capaz de matar ni siquiera el olor de los ácoros y la hierbabuena...
Respiró profundamente.
Pegaso entró poco a poco en el agua con las patas delanteras, bajó el morro hacia la superficie, bebió largo rato, luego volvió la cabeza y miró a Jaskier. El agua le chorreaba por el morro y los ollares. El poeta meneó la cabeza, aspiró de nuevo, se limpió las narices con fuerte ruido.
—Miró el héroe la agitada vorágine —declamó en voz baja, intentando no castañetear los dientes—. Miró y cabalgó hacia adelante puesto que su corazón no conocía el temor.
Pegaso bajó la cabeza y las orejas.
—No conocía el temor, digo.
Pegaso agitó la testa, haciendo tintinear los anillos de las riendas y del bocado. Jaskier lo espoleó dándole con los talones en los costados. El castrado se introdujo en el agua con dramática resignación.
El Cintillas era llano, pero bastante atosigado por la vegetación. Antes de que llegaran al centro de la corriente, iban arrastrándose ya largas trenzas de plantas por detrás de las patas de Pegaso. El caballo avanzaba despacio y con esfuerzo. Antes de dar cada paso intentaba sacudir las algas que le estorbaban.
Los juncares y alisares de la orilla derecha ya no estaban lejos. Tan cerca estaban, que Jaskier sentía cómo el estómago se le iba bajando, muy abajo, hasta la silla. Era consciente de que en el centro del río, aprisionado entre la vegetación, constituía un objetivo magnífico e imposible de fallar. Con los ojos de su imaginación veía ya los arcos que se doblaban, las cuerdas tensándose y las afiladas puntas de la flecha dirigida hacia él.
Apretó los costados del caballo con las pantorrillas, pero a Pegaso esto le importaba un pito. En vez de apresurarse, se detuvo y levantó la cola. Manzanitas de estiércol chapotearon en el agua. Jaskier blasfemó durante largo rato.
—El héroe —murmuró, entornando los ojos— no pudo atravesar los rápidos atronadores. Murió de muerte heroica, cosido por innumerables saetas. Lo cubrió para siglos una arcilla azul, le estrecharon en sus brazos las algas, verdes como el jade. Desapareció sin dejar huella alguna, quedó tan sólo la mierda de su caballo, llevada por la corriente hasta el lejano mar...
Pegaso, que a todas luces se sentía más ligero, se movió hacia la orilla a paso vivo y sin vacilar, y junto a la ribera, libre de algas, se permitió incluso retozar, a resultas de lo cual resultaron minuciosamente mojadas las botas y el pantalón de Jaskier. El poeta ni siquiera se dio cuenta: la visión de las flechas dirigidas a su tripa no le había dejado ni un momento y la aprensión se arrastraba por la espalda y el cuello como si fuera una sanguijuela grande, fría y viscosa. Porque detrás de los alisos, a menos de cien pasos detrás del jugoso cinturón verde de las hierbas ribereñas, surgía del brezal la pared perpendicular, negra y amenazadora del bosque.
Brokilón.
En la orilla, a algunos pasos del lecho del río, blanqueaba sus huesos un esqueleto de caballo. Las ortigas y las cañas crecían a través de la jaula de las costillas. También yacían allí unos cuantos huesos más pequeños, que no parecían de caballo. Jaskier tembló y volvió la vista.
El presuroso castrado salió de las pantanosas orillas con chasquidos y chapoteos, el légamo apestaba terriblemente. Las ranas dejaron de cantar. Si hizo un profundo silencio. Jaskier cerró los ojos. Ya no declamaba, no improvisaba. La inspiración y la fantasía habían volado hacia una lejanía desconocida. Sólo quedaba un miedo frío, repugnante, un sentimiento muy fuerte pero completamente privado de impulsos creadores.
Pegaso meneó sus caídas orejas y arrastró las patas impasible hacia el Bosque de las Dríadas. Llamado por muchos el Bosque de la Muerte.
He cruzado la frontera, pensó el poeta. Ahora se decidirá todo. Mientras estaba al otro lado del río y en el agua, podían permitirse ser magnánimas. Pero ahora ya no. Ahora soy un intruso. Como aquel otro... Puede que de mí tampoco quede más que el esqueleto... Una advertencia para los siguientes... Si las dríadas están aquí... Si me observan...
Recordó los torneos de arqueros que había visto, los concursos de ferias y las demostraciones de tiradores, los escudos de paja y los maniquíes, atravesados y acribillados por las flechas. ¿Qué es lo que siente alguien al que le alcanza una flecha? ¿Un golpe? ¿Dolor? ¿O quizá... nada?
No había dríadas en los alrededores o no habían decidido todavía qué hacer con el solitario jinete, porque el poeta se acercaba al bosque pasmado de miedo pero vivo, entero y sano. La entrada a los árboles estaba protegida por una pradera llena de arbustos y erizada de raíces y ramas arrancadas por el viento, pero Jaskier no tenía ni la más mínima intención de cabalgar hasta el mismo borde ni mucho menos introducirse en lo profundo del bosque. Podía obligarse a sí mismo a arriesgarse, pero no al suicidio.
Desmontó muy lentamente, ató las riendas a unas raíces que se alzaban hacia arriba. Por lo general no hacía esto, Pegaso no solía alejarse de su propietario. Jaskier, sin embargo, no estaba seguro de cómo iba a reaccionar el caballo al silbido y el zumbido de las flechas. Hasta entonces ni él ni Pegaso se habían expuesto a tales sonidos.
Descolgó el laúd del arzón de la silla. Era un instrumento único, de primera calidad, de mástil esbelto. El regalo de un elfo, pensó, acariciando la madera labrada. Puede suceder que vuelva al Antiguo Pueblo... A menos que las dríadas lo dejen junto a mi cadáver...
No muy lejos yacía un viejo árbol derribado por el viento. El poeta se sentó en el tronco, apoyó el laúd en la rodilla, se pasó la lengua por los labios, se secó el sudor de las manos en los pantalones.
El sol se acercaba al ocaso. La bruma comenzaba a alzarse desde el Cintillas, cubría la pradera con un manto gris blanquecino. Hacía más frío. Los graznidos de las grullas se atenuaron y desaparecieron, quedó tan sólo el croar de las ranas.
Jaskier tocó las cuerdas. Una vez, luego otra, luego una tercera vez. Giró las clavijas, afinó el instrumento y comenzó a tocar. Y al cabo de un momento, a cantar.
Yviss, m'evelienn vente cáelm en tell
Elaine Ettariel
Aep cor me lode deith ess'viell
Yn blath que me darienn
Aen minne vain tegen a me
Yn toin av muireánn que dis eveigh e aep Mea...
El sol desapareció detrás del bosque. Al pie de los enormes árboles de Brokilón se hizo de inmediato la oscuridad.
L'eassan Lamm feainne renn, ess'ell,
Elaine Ettariel,
Aep cor...
No la oyó. Sintió su presencia. —N'te mire daetre. Sh'aente vort.
—No dispares —susurró, obedeciendo y no mirando hacia atrás—. N'aen aespar a me... Vengo en paz...
—N'ess a tearth. Sh'aente.
Obedeció, aunque los dedos le tiritaban y le resbalaban sobre las cuerdas, y aunque la voz surgía con esfuerzo de la laringe. Pero en la voz de la dríada no había odio y él, joder, era un profesional.
L'eassan Lamm feainne renn, ess'ell,
Elaine Ettariel,
Aep cor aen tedd teviel e gwen
Yn blath que me darienn
Ess yn e evellien a me
Que shaent te cáelm a'vean minne me striscea...
Esta vez se permitió echar un vistazo con el rabillo del ojo por encima del hombro. Aquello que estaba en cuclillas junto al tronco, muy cerca, recordaba a un arbusto envuelto en musgo. Pero no era un arbusto. Los arbustos no acostumbran a tener grandes ojos brillantes.
Pegaso rebufó bajito, y Jaskier supo que detrás de él, en las tinieblas, alguien le acariciaba el morro a su caballo.
—Sh'aente vort —le pidió de nuevo la dríada agachada a su espalda. Su voz recordaba el sonido de las hojas golpeadas por la lluvia.
—Yo... —comenzó—. Yo soy amigo del brujo Geralt... Sé que Geralt... Que Gwynbleidd está entre vosotras en Brokilón. Vengo...
—N'te dice'en. Sh'aente, va.
—Sh'aent —le pidió con dulzura otra dríada a su espalda, casi a coro con una tercera. E incluso con una cuarta. No estaba seguro.
—Yea, sh'aente, táedh —dijo con una plateada voz de muchacha aquello que hacía un momento le había parecido al poeta un pequeño abedul que crecía a pocos pasos de él—. Esslaine... Táedh... Tú canta... Más sobre Ettariel... ¿Vale?
Obedeció.
Amarte a ti es el fin de mi existencia,
Mi hermosa Ettariel
Permite que guarde de recuerdos tu tesoro
Y de flores hechiceras,
Promesa de amor a ti y señal,
Regada de gotas de rosa como lágrimas...
Esta vez escuchó los pasos.
—Jaskier.
—¡Geralt!
—Sí, soy yo. Ya puedes dejar de hacer ruido.
—¿Cómo me has encontrado? ¿Cómo supiste que estaba en Brokilón?
—Me lo dijo Triss Merigold... Joder... —Jaskier tropezó de nuevo y se hubiera caído pero la dríada que iba junto a él le sujetó hábilmente con una fuerza sorprendente, dado el no excesivo tamaño de su figura.
—Gar'ean, táedh —le advirtió con voz de plata—. Va cáelm.
—Gracias. Esto está muy oscuro... ¿Geralt? ¿Dónde estás?
—Aquí. No te quedes atrás.
Jaskier aceleró el paso, tropezó de nuevo y casi cayó sobre el brujo, que se detuvo en la oscuridad delante de él. Las dríadas los pasaron sin hacer ruido.
—Vaya una oscuridad del diablo... ¿Todavía queda mucho?
—No mucho. Ya casi estamos en el campamento. ¿Quién, además de Triss, sabe que estoy aquí escondido? ¿Se lo has dicho a alguien?
—Al rey Venzlav se lo tuve que decir. Necesitaba un salvoconducto para el viaje a través de Brugge. Los tiempos están ahora que da pena hablar... Tuve que conseguir también su conformidad para entrar a Brokilón. Pero al fin y al cabo Venzlav te conoce y te aprecia... Me nombró, imagínate, enviado. Estoy seguro de que guardará el secreto, se lo pedí. No te enfades, Geralt...
El brujo se acercó más. Jaskier no veía los rasgos de su cara, sólo veía los blancos cabellos y las blancas cerdas, visibles incluso en la oscuridad, de una barba de muchos días.
—No me enfado —sintió la mano en el hombro y le pareció que la voz, que hasta entonces había sido fría, se le había cambiado un tanto—. Me alegro de que hayas venido, hijo de puta.
—Hace frío aquí. —Jaskier se estremeció, haciendo crujir las ramas sobre las que estaban sentados—. Podríamos encender...