Geralt guardaba silencio.
—Y ya que hablamos de repugnancias —dijo al cabo de un rato con la voz inesperadamente tranquila—, ¿qué ha pasado con los hechiceros, Jaskier? Me refiero a los del Capítulo y el Consejo.
—Ninguno se quedó con Demawend —comenzó el poeta un poco después—. Y Foltest expulsó de Temería a todos los que le habían servido. Filippa está en Tretogor, ayuda a la reina Hedwig a controlar el caos que todavía reina en Redania. Con ella están Triss y otros tres, no me acuerdo de sus nombres. En Kaedwen hay algunos. Muchos huyeron a Kovir y a Hengfors. Eligieron la neutralidad, porque Esterad Thyssen y Niedamir, como sabes, eran neutrales y siguen siéndolo.
—Lo sé. ¿Y Vilgefortz? ¿Y los que estaban con él?
—Vilgefortz ha desaparecido. Se esperaba que fuera a Aedirn, una vez conquistado, como vicario de Emhyr... Pero ha desaparecido sin dejar huella. Ni él ni sus compinches. Excepto...
—Habla, Jaskier.
—Excepto una hechicera que se ha convertido en reina.
Filavandrel aep Fidhail esperaba en silencio la respuesta. La reina también guardaba silencio, embebida en mirar por la ventana. La ventana daba al jardín que todavía no hacía mucho había sido el orgullo y la gloria del anterior señor de Dol Blathanna, el vicario del tirano de Vengerberg. En su huida ante los Elfos Libres, que iban a la vanguardia de los ejércitos del emperador Emhyr, el vicario, un humano, tuvo tiempo de sacar del antiquísimo palacio élfico la mayoría de las cosas valiosas, incluso una parte de los muebles. Pero los jardines no se los podía llevar. Los destruyó.
—No, Filavandrel —dijo por fin la reina—. Todavía es pronto para eso, demasiado pronto. No pienses en extender nuestras fronteras porque ni siquiera estamos todavía seguros de su discurrir. Henselt de Kaedwen no piensa respetar el acuerdo y evacuar la orilla del Dyfne. Los espías informan que ni siquiera ha dejado del todo de lado la idea de una agresión. Puede atacarnos en cualquier momento.
—Así que no hemos alcanzado nada.
La reina extendió lentamente la mano. Una mariposa que había entrado volando por la ventana se posó sobre sus mangas de encaje, abría y cerraba sus alitas terminadas en punta.
—Hemos alcanzado más de lo podíamos esperarnos —dijo la reina, bajito, para no espantar a la mariposa—. Después de cien años hemos recuperado por fin nuestro Valle de las Flores...
—No lo llamaría así ahora —sonrió triste Filavandrel—. Ahora, después del paso de los ejércitos es más bien el Valle de las Cenizas.
—Tenemos otra vez nuestro propio país —terminó la reina, mientras miraba la mariposa—. De nuevo somos el Pueblo, y no unos expatriados. Y las cenizas serán fecundas. En la primavera el Valle florecerá de nuevo.
—Esto es poco, Margarita. Demasiado poco. Hemos bajado el tono. No hace mucho alardeábamos de que íbamos a echar a los humanos al mar del que vinieron. Y ahora empequeñecemos nuestras fronteras y ambiciones a Dol Blathanna.
—Emhyr Deithwen nos ha dado Dol Blathanna como presente. ¿Qué esperas de mí, Filavandrel? ¿Tengo que exigir más? No olvides que incluso cuando se aceptan regalos hay que saber guardar la medida. Sobre todo si se trata de un regalo de Emhyr, porque Emhyr no da nada gratis. Tenemos que retener la tierra que nos ha dado. Y las fuerzas de que disponemos apenas bastan para retener Dol Blathanna.
—Retiremos los comandos de Temería, Redama y Kaedwen —propuso el elfo albino—. Retiremos todos los Scoia'tael que combaten con los humanos. Ahora eres la reina, Enid, obedecerán tus órdenes. Ahora que tenemos nuestro propio pedazo de tierra, su lucha no tiene sentido. Su obligación es volver aquí y defender el Valle de las Flores. Que luchen como un pueblo libre en defensa de sus propias fronteras. ¡Ahora están muriendo como ladrones por los bosques!
La elfa bajó la cabeza.
—Emhyr no da su consentimiento a esto —susurró—. Los comandos han de seguir luchando.
—¿Por qué? ¿Con qué fin? —Filavandrel aep Fidhail se enderezó bruscamente.
—Te diré más. No somos libres de apoyarlos ni de ayudarlos. Ésa fue la condición de Foltest y Henselt. Temería y Kaedwen respetarán nuestro dominio de Dol Blathanna sólo en caso de que condenemos oficialmente la lucha de los Ardillas y nos distanciemos de ellos.
—Esos niños están muriendo, Margarita. Mueren cada día, mueren en una lucha desigual. Después de los acuerdos secretos con Emhyr, los humanos se están lanzando sobre los comandos y los están aniquilando. ¡Son nuestros hijos, nuestro futuro! ¡Nuestra sangre! ¿Y tú me anuncias que tenemos que distanciarnos de ellos? ¿Que'ss aen me dicette, Enid? ¿Vorsaeke´llan Aen vaine?
La mariposa echó a volar, agitó las alas, se dirigió hacia la ventana, giró, movida por las corrientes de aire bochornoso. Francesca Findabair, llamada Enid an Gleanna, antes hechicera, ahora reina Aen Seidhe, de los Elfos Libres, alzó la cabeza. En sus hermosos ojos azules brillaban las lágrimas.
—Los comandos —repitió sorda— tienen que seguir luchando. Tienen que desorganizar los reinos humanos, dificultar los preparativos bélicos. Ésas fueron las órdenes de Emhyr y yo no puedo oponerme a Emhyr. Perdóname, Filavandrel.
Filavandrel aep Fidhail la miró, ejecutó una profunda reverencia. —Te perdono, Enid. Pero no sé si ellos te perdonarán.
—¿Y ni un hechicero volvió a pensarse el asunto? ¿Incluso entonces cuando Nilfgaard asesinaba y quemaba en Aedirn, ninguno de ellos abandonó a Vilgefortz y se unió a Filippa?
—Ninguno.
Geralt guardó silencio largo rato.
—No me lo creo —dijo por fin, en voz extremadamente baja—. No me creo que ninguno se alejara de Vilgefortz cuando las causas verdaderas y las consecuencias de su traición salieron a la luz. Soy, como es de todos sabido, un brujo ingenuo, irracional y anacrónico. Pero todavía no soy capaz de creer que no se le despertara la conciencia a ninguno de los hechiceros.
Tissaia de Vries puso su trabajada y adornada firma bajo la última frase de la carta. Después de pensarlo largo tiempo, añadió al lado un ideograma que simbolizaba su verdadero nombre. Un nombre que nadie conocía. Un nombre que nadie usaba desde hacía mucho tiempo. Desde el momento en que se había convertido en hechicera.
Alondra.
Dejó la pluma. Con mucho cuidado, igualada, exactamente de través con respecto al pliego de pergamino escrito. Durante largo rato se mantuvo sentada e inmóvil, mirando la esfera roja del sol poniente. Luego se levantó. Se acercó a la ventana. Estuvo mirando durante algún tiempo los tejados de las casas. Casas en las que precisamente entonces se estaban yendo a dormir personas normales, personas cansadas a consecuencia de las vidas y fatigas propias de personas normales, llenas de esa inquietud sobre el destino y el mañana que es propia de personas normales. La hechicera miró la carta que yacía sobre la mesa. Una carta dirigida a las personas normales. El que la mayoría de las personas normales no supieran leer no tenía importancia.
Se puso frente al espejo. Se ordenó los cabellos. Se ordenó el vestido. Arrancó de su manga de bullón una inexistente mota de polvo. Igualó el collar sobre su escote.
Los candeleras bajo el espejo no estaban derechos. La sirvienta debía de haberlos movido y cambiado de sitio cuando estaba limpiando. La sirvienta. Una mujer normal. Un ser humano normal con los ojos llenos de miedo por lo que estaba pasando. Una persona normal perdida en los tiempos de odio. Una persona normal que buscaba esperanza y confianza en el mañana en su casa, en la casa de la hechicera...
Una persona normal, a cuya confianza ella había fallado.
Desde la calle le alcanzó un ruido de pasos, el taconeo de pesadas botas militares. Tissaia de Vries ni siquiera pestañeó, no volvió la cabeza hacia la ventana. Le era indiferente a quién pertenecían aquellos pasos. ¿Soldados reales? ¿El corregidor con una orden de arresto para la traidora? ¿Asesinos a sueldo? ¿Esbirros de Vilgefortz? No le importaba.
Los pasos se perdieron en la lejanía.
Los candeleras bajo el espejo no estaban derechos. La hechicera los igualó, corrigió la posición de las servilletas de modo que su punta cayera exactamente en el centro y fuera simétrica con las bases cuadrangulares de las velas. Se quitó de la muñeca la pulsera de oro y la colocó derechita sobre la servilleta planchada. Miró con ojo crítico pero no halló ni el más mínimo error. Todo estaba derecho, ordenado. Tal y como debía estar.
Abrió el cajón de la cómoda, sacó de ella un corto cuchillo con mango de hueso.
Tenía el rostro altivo e inmóvil. Muerto.
En la casa reinaba el silencio. Un silencio tan profundo que hasta se podía escuchar cómo caían sobre la mesa los pétalos de un tulipán marchito.
El sol, rojo como la sangre, se escondía poco a poco detrás de los tejados de las casas.
Tissaia de Vries se sentó en un sillón junto a la mesa, apagó las velas de un soplido, ordenó otra vez la pluma que cruzaba a través de la carta y se cortó las venas de las muñecas de los dos brazos.
El cansancio de una jornada de viaje y las sensaciones se hicieron notar. Jaskier se despertó y se dio cuenta de que se debía de haber dormido mientras narraba, que se había echado a roncar a mitad de palabra. Se movió y casi se vino abajo del montón de ramas: Geralt no estaba tendido junto a él y no hacía ya de contrapeso del camastro.
—En qué... —Tosió, se sentó—. ¿En qué me había quedado? Aja, en las hechiceras... ¿Geralt? ¿Dónde estás?
—Aquí —dijo el brujo, apenas visible en la oscuridad—. Continúa, por favor. Precisamente ibas a hablarme de Yennefer.
—Escucha. —El poeta sabía perfectamente que no tenía la más mínima intención ni siquiera de mencionar a dicha persona—. Yo de verdad...
—No mientas. Te conozco.
—Si tan bien me conoces —el trovador se puso nervioso—, entonces, ¿por qué me exiges que hable? Si me conoces como si me hubieras parido, debieras saber por qué me callo, por qué no repito los rumores que he escuchado. ¡Debieras también imaginarte cómo son esos rumores y por qué quiero ahorrártelos!
—¿Que suecc's? —Una de las dríadas que dormían junto a ellos se levantó, despertada por sus voces.
—Perdona —dijo bajito el brujo—. A ti también.
Las linternillas verdes de Brokilón se habían apagado, sólo unas cuantas titilaban todavía un poco.
—Geralt —rompió Jaskier el silencio—. Siempre afirmaste que estabas a un lado, que todo te daba igual... Puede que ella lo creyera. Creía en ello cuando, junto con Vilgefortz, comenzó este juego...
—Basta —dijo Geralt—. Ni una palabra más. Cuando escucho la palabra «juego» me dan ganas de matar a alguien. Ah, dame esa navaja. Quiero afeitarme por fin.
—¿Ahora? Todavía está oscuro...
—Para mí nunca está oscuro. Soy una rareza.
Cuando el brujo le arrancó de la mano el saquito con los avíos de afeitar y se alejó en dirección a la corriente, Jaskier se dio cuenta de que se le había pasado el sueño por completo. El cielo clareaba ya anunciando el alba. Se levantó, anduvo hacia el bosque, evitando con cuidado a las dríadas, que estaban dormidas y apretadas las unas contra las otras.
—¿Perteneces a aquéllos que contribuyeron a esto?
Se dio la vuelta violentamente. La dríada apoyada sobre un pino tenía los cabellos de color de plata, se veía incluso a la media luz del amanecer.
—Una imagen terrible —dijo, mientras cruzaba los brazos sobre el pecho—. Alguien que lo ha perdido todo. Sabes, cantor, esto es curioso. Hubo un tiempo en que pensaba que no se puede perder todo, que siempre queda algo. Siempre. Incluso en tiempos de odio, en los que la ingenuidad consigue vengarse en las formas más crueles, no se puede perder todo. Y él... Él perdió algunas arrobas de sangre, la capacidad de andar eficientemente, el domino parcial de la mano izquierda, su espada de brujo, la mujer amada, la hija recuperada de forma prodigiosa, la fe... En fin, pensé, pero algo, algo al menos debe de haberle quedado. Me equivoqué. Él ya no tiene nada. Ni siquiera navaja de afeitar.
Jaskier callaba. La dríada no se movía.
—Pregunté si contribuíste a esto —siguió al cabo—. Pero veo que pregunto sin necesidad. Está claro que contribuíste. Está claro que eres su amigo. Y si uno tiene amigos y sin embargo pierde todo, está claro que los amigos tienen parte de culpa. Por lo que hicieron, en relación a lo que no hicieron. Porque no supieron lo que había que hacer.
—¿Y yo que podía...? —susurró—. ¿Y yo qué podía hacer?
—No sé —respondió la dríada.
—No le dije todo...
—Lo sé.
—No soy culpable de nada.
—Lo eres.
—¡No! No soy...
Se levantó, haciendo crujir las ramas del camastro. Geralt estaba sentado al lado, masajeándose el rostro. Olía a jabón.
—¿No eres? —preguntó con voz gélida—. Interesante, lo que puedas haber soñado. ¿Que eres una rana? Tranquilízate. No lo eres. ¿Qué eres un címbalo? Ah, en ese caso puede ser un sueño profético.
Jaskier miró a su alrededor. Estaban completamente solos en el campo.
—¿Dónde está ella... dónde están ellas?
—En el límite del bosque. Prepárate, te ha llegado el momento.
—Geralt, hace un instante yo estaba hablando con una dríada. Hablaba la común sin acento y me dijo...
—Ninguna de este grupo habla la común sin acento. Has soñado, Jaskier. Esto es Brokilón. Aquí puede soñar cualquiera.
En el límite del bosque estaba esperándolos una dríada solitaria. Jaskier la reconoció al instante. Era aquélla de los cabellos verdosos que les había traído la luz por la noche y quiso moverlo a cantar más. La dríada alzó la mano, ordenándoles detenerse. En la otra mano tenía un arco con una flecha en la cuerda. El brujo puso la mano en el hombro del trovador y apretó con fuerza.
—¿Pasa algo? —susurró Jaskier.
—Sí. Guarda silencio y no te muevas.
Una densa niebla que anegaba el valle del Cintillas amortiguaba las voces y los sonidos, pero no hasta el punto de que Jaskier no pudiera escuchar el chapoteo del agua y los relinchos de los caballos. Unos jinetes estaban cruzando el río.
—Elfos —se imaginó—. ¿Scoia´tael? ¿Huyen a Brokilón? Todo un comando...
—No —murmuró Geralt, con la vista fija en la niebla. El poeta sabía que la vista y el oído del brujo eran extraordinariamente penetrantes y sensibles, pero no era capaz de adivinar si estaba valorando los acontecimientos con la vista o con el oído—. No es un comando. Es lo que ha quedado de un comando. Cinco o seis caballos, tres de reserva. Quédate aquí, Jaskier. Voy allí.