Tiempo de odio (46 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Y los camaradas. Compañeros. Amigos. Porque el que está solo, morirá: de hambre, de espada, de flecha, de las estacas de los campesinos, en el patíbulo, por el fuego. Quien está solo, muere: acuchillado, golpeado, pateado, mancillado, pasado de mano en mano como un juguete.

Se encontraron en la Fiesta de la Cosecha. El sombrío, negruzco, flacucho Giselher. Kayleigh, delgado, de largos cabellos, con sus ojos malvados y su boca dispuesta en una mueca horrorosa. Reef, que todavía hablaba con acento nilfgaardiano. Mistle, alta, de largas piernas, con sus cabellos de color de paja cortados de forma que estaban tiesos como un cepillo. Chispa, de grandes ojos, coloreada, esbelta y ligera en el baile, rápida y mortal en la lucha, con sus delgados labios y sus pequeños dientes élficos. Asse, ancho de espaldas, con un bozo blanco y retorcido en la barba.

Giselher se convirtió en el cabecilla. Y adoptaron el nombre de los Ratas. Alguien se lo había llamado alguna vez y a ellos les gustó.

Robaban y mataban, y su crueldad se convirtió en proverbial.

Al principio los prefectos nilfgaardianos los subestimaron. Estaban seguros de que, como otras bandas, caerían pronto víctimas de las acciones concentradas de los labradores rabiosos, que se destruirían y se matarían entre ellos, cuando la cantidad de botín almacenada hiciera que la codicia triunfara sobre la solidaridad bandoleril. Los prefectos tenían razón en lo tocante a otras cuadrillas, pero se equivocaban con los Ratas. Porque los Ratas, hijos del odio, despreciaban el botín. Atacaban, robaban y mataban para divertirse, y los caballos, el ganado, el grano, la paja, la sal, la brea y los paños robados de los transportes militares los repartían por las aldeas. Con puñados de oro y plata pagaban a los sastres y artesanos las cosas que amaban por encima de todo: armas, ropas y adornos. Aquéllos a quienes pagaban bien los alimentaban, daban de beber, los cobijaban y escondían, e incluso azotados hasta hacerles brotar la sangre por los Nissiros y nilfgaardianos no traicionaban los escondrijos y rutas de los Ratas.

Los prefectos ofrecieron una gran recompensa y, al principio, hubo quienes se alegraron ante la perspectiva del oro nilfgaardiano. Pero por las noches, las chozas de los delatores se convertían en llamas y los que huían del incendio morían a causa de hojas centelleantes que empuñaban fantasmales jinetes que cabalgaban por entre el humo. Los Ratas atacaban como las ratas. En silencio, a traición, cruelmente. Los Ratas amaban matar.

Los prefectos echaron mano de métodos que habían dado resultado con otras bandas: intentaron algunas veces introducir un traidor entre los Ratas. No tuvieron éxito. Los Ratas no aceptaban a nadie. El compacto y hermanado sexteto no querían extraños. Los odiaban.

Hasta el día en que apareció una muchacha de cabellos grises, poco habladora, ágil como una acróbata y de la que los Ratas no sabían nada.

Excepto que era igual que ellos lo fueron, como cada uno de ellos. Estaba sola y llena de tristeza, tristeza por lo que le había robado el tiempo del odio.

Y en los tiempos del odio el que está solo, morirá.

Giselher, Kayleigh, Reef, Chispa, Mistle, Asse y Falka.

El prefecto de Amarillo se asombró sin medida cuando le comunicaron que eran siete los Ratas.

 

—¿Siete? —se asombró el prefecto de Amarillo mirando al soldado con incredulidad—. ¿Eran siete, no seis? ¿Estás seguro?

—Ojalá estuviera tan sano como lo estoy de seguro —dijo, poco claro, el único soldado escapado de la masacre.

El deseo era de lo más natural: la cabeza y la mitad del rostro del soldado estaban cubiertos por un vendaje sucio y cubierto de sangre. El prefecto, que había estado en más de una batalla, sabía que el soldado había sido atacado con la espalda desde arriba, con la misma punta de la hoja, un golpe de la izquierda, un golpe certero, concienzudo, que precisaba de habilidad y rapidez, asestado en la oreja derecha y el pómulo, en un lugar que no estaba protegido ni por el yelmo ni por la celada.

—Cuenta.

.-Anduvimos por la orilla del Velda, en dirección a Thurn —comenzó el soldado—. La orden era guardar uno de los convoys de transporte del señor Evertsen que se dirigía hacia el sur. Nos atacaron junto al puente roto, por donde estábamos pasando el río. Un carro se atoró, así que colocamos los caballos de otro para poder sacarlo. El resto del convoy se fue, yo me quedé con cinco y con el alguacil. Y entonces nos saltaron encima. El alguacil, antes de que lo mataran, tuvo tiempo de gritar que son los Ratas y luego ya los tenían los nuestros al cuello... Y los tumbaron a todos. Cuando lo vi...

—Cuando lo viste —el prefecto frunció el ceño— les diste leña a los caballos. Pero demasiado tarde para salvar el pellejo.

—Me atacó —el soldado bajó la cabeza— precisamente esa séptima, a la cual no vi desde el principio. Mozuela. Casi una niña. Pensé, los Ratas la han dejado al fondo porque es joven y carece de experiencia...

El visitante del prefecto salió de las tinieblas en las que estaba sentado.

—¿Era una muchacha? —preguntó—. ¿Qué aspecto tenía?

—Como todos ellos. Pintada y maquillada como una elfa, coloreada como papagayo, vestida con brillantes, terciopelos y brocados, con un gorrito con una pluma.

—¿De cabellos claros?

—Creo que sí, señor. Cuando la vi, iba deprisa con el caballo, pensando que por lo menos a una haría picadillo por sus compañeros, que sangre con sangre pagaría... Le salí desde la derecha para lanzar desde allí el tajo... Cómo lo hizo, no lo sé. Pero fallé. Como si hubiera atravesado un fantasma o un espíritu... No sé cómo lo hizo esa diablesa... Aunque se detuvo, me dio desde su detención. Directamente en los morros... Señor, yo estuve en Sodden, en Aldersberg. Y ahora tengo un recuerdo en los morros de una moza pintarrajeada para toda la vida...

—Alégrate de estar vivo —bufó el prefecto, mirando a su invitado—. Y alégrate que se te encontró herido al hacer el reconocimiento. Ahora te haras el héroe. Si hubieras evitado la lucha, si me hubieras comunicado sin el recuerdo en los morros que habías perdido la carga y los caballos, al punto te hubieras encontrado en el cadalso tocando talón con talón. Venga, en marcha. Al lazareto.

El soldado salió. El prefecto se volvió en dirección a su invitado.

—Vos mismo veis, noble señor coronel, que el servicio aquí no es fácil, que no tengo tranquilidad, que tengo las manos llenas de trabajo. Vosotros allá en la capital pensáis que en las provincias, la gente se tira peos, trasiega cerveza, mete mano a las mozas y cobra mordidas. Nunca pensáis en mandar algo más de gente o de perras, sólo se manda: da, haz, encuentra. Pon a todos en alerta, corre de la mañana a la noche... Y aquí nos rompemos la cabeza con nuestros propios problemas. Por aquí pululan cinco o seis bandas como la de los Ratas. Cierto, los Ratas son los peores, pero no hay día...

—Basta, basta. —Stefan Skellen elevó el labio superior—. Sé para qué ha de servir esa vuestra jeremiada, señor prefecto. Pero en vano. De las órdenes dadas no os va a librar nadie, no contéis con ello. Ratas o no Ratas, bandas o no bandas, tenéis que seguir manteniendo la búsqueda. Por todos los medios al alcance, hasta que se diga basta. Es una orden del emperador.

—Buscamos desde hace tres semanas. —El prefecto torció el gesto—. Sin saber, al fin y al cabo, quién o qué es lo que andamos buscando, espectro, fantasma o aguja en un pajar. ¿Y cuáles son los resultados? Sólo que unos cuantos de los míos han desaparecido sin dejar rastro, igual asesinados por rebeldes o vagantes. Os digo otra vez, señor coronel, si hasta ahora no hemos encontrado a vuestra muchacha, ya no la encontramos. Incluso si es que estaba aquí, lo que dudo. A menos que...

El prefecto se detuvo, reflexionó, mirando al coronel con el rabillo del ojo.

—Esa muchacha... Esa séptima que cabalga con los Ratas.

Antillo agitó la mano para desestimarlo, intentando que aquel gesto y mueca parecieran convincentes.

—No, señor prefecto. No os quedéis con soluciones demasiado fáciles. La medioelfa engalanada o cualquier otra bandolera con brocados no son, con toda seguridad, la muchacha que buscamos. Con seguridad. Continuad la búsqueda. Es una orden.

El prefecto murmuró, miró por la ventana.

—Y con esa banda —añadió con una voz en apariencia indiferente el coronel del emperador Emhyr, Stefan Skellen, llamado Antillo—, con esos Ratas o como se llamen... Poned orden, señor prefecto. En la provincia debe reinar el orden. Poneos a trabajar. Capturar y colgar, sin diligencias ni ceremonias. A todos.

—Es fácil decirlo —murmuró el prefecto—. Pero haré lo que esté en mi poder, asegurádselo al emperador. Sin embargo, pienso que esa séptima muchacha de los Ratas sería mejor, para asegurarnos, agarrarla viva...

—No —le interrumpió Antillo, teniendo cuidado de que la voz no le delatara—. Ninguna excepción, colgad a todos. A los siete. No queremos escuchar ni una palabra más sobre ellos. No queremos escuchar ni una palabra más.

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