—Está bien —dijo Ciri, apretando los labios y levantándose.
Cayó el silencio, roto tan sólo por los chasquidos de la lumbre. Los Ratas la miraron con curiosidad, esperaron.
—Está bien —repitió, asombrada del sonido tan ajeno de su voz—. No os necesito, no os he pedido nada... ¡Y tampoco quiero estar con vosotros! Ahora me iré...
—Así que no estás muda —afirmó Giselher sombrío—. Sabes hablar, e incluso con descaro.
—Mirad esos ojos —bufó Chispa—. Mirad cómo pone la cabeza. ¡Pajarillo de presa! ¡Joven halcón!
—Quieres irte —dijo Kayleigh—. ¿Y adonde, si puede saberse?
—¿Y a vosotros qué os importa? —gritó Ciri, y los ojos le ardieron con un brillo verdoso—. ¿Acaso yo os pregunto adonde vais? ¡A mí no me interesa! ¡No os necesito para nada! Soy capaz... ¡Sé arreglármelas yo misma! ¡Sola!
—¿Sola? —repitió Mistle, adoptando una extraña sonrisa.
Ciri se calló, bajó la cabeza. Los Ratas también guardaron silencio.
—Es de noche —dijo por fin Giselher—. Por la noche no se viaja. No se cabalga solo, muchacha. El que está solo, muere. Allí, junto a los caballos, hay gualdrapas y pieles. Elígete algo. Las noches en las montañas son frías. ¿Qué es lo que miras con esas tus linternas verdes? Prepárate un lecho y duerme. Tienes que descansar.
Al cabo de un momento de reflexión, Ciri obedeció. Cuando volvió, arrastrando una manta y un forro de piel, los Ratas ya no estaban sentados junto al fuego. Estaban de pie en semicírculo, y el brillo del fuego se reflejaba en sus ojos.
—Somos los Ratas de la Frontera —dijo con orgullo Giselher—. Olfateamos el botín a millas de distancia. Y no hay nada que no seamos capaces de roer. Somos Ratas. Acércate, muchacha.
Obedeció.
—Tú no tienes nada —añadió Giselher, al tiempo que le tendía un cinturón con adornos de plata—. Así que acepta aunque no sea más que esto.
—No tienes nada ni a nadie —dijo Mistle, arrojándole sobre los hombros con una sonrisa una almilla verde de raso y metiéndole entre las manos una blusa de tafetán.
—No tienes nada —dijo Kayleigh y su regalo fue un pequeño estilete dentro de una vaina guarnecida de ricas piedras—. Estás sola.
—No tienes a nadie —repitió después de él Asse. Ciri aceptó unos pendientes adornados.
—No tienes cercanos —dijo Reef con su acento nilfgaardiano, al tiempo que le hacía entrega de unos guantes de piel blanda—. No tienes nadie cercano y...
—En todos lados eres forastera —terminó Chispa con aparente desmaño, empaquetándole en la cabeza a Ciri con un rápido y bastante poco ceremonioso movimiento una boina con plumas de pavo—. En todos lados forastera y siempre distinta. ¿Cómo hemos de llamarte, pequeño halcón?
Ciri la miró a los ojos.
—Gvalch'ca.
La elfa sonrió.
—¡Cuando ya comienzas a hablar, resulta que hablas en muchas lenguas, pequeño halcón! Muy bien. Llevarás entonces un nombre del Antiguo Pueblo, un nombre que tú misma has decidido. Serás Falka.
Falka.
No podía dormir. Los caballos pateaban y relinchaban en la oscuridad, el viento susurraba en las coronas de los abetos. El cielo estaba cubierto de estrellas. Con mucha claridad relucía el Ojo, durante tantos días su leal guía en el desierto de roca. El Ojo señalaba al oeste. Pero Ciri ya no estaba segura de si ésa era la dirección adecuada. Ya no estaba segura de nada.
No podía dormir aunque por primera vez desde hacía muchos días se sentía segura. Ya no estaba sola. Había colocado el lecho de ramas en un rincón, lejos de los Ratas, que dormían sobre un suelo de arcilla de la arruinada huta, que estaba caliente gracias al fuego. Estaba lejos de ellos pero sentía su cercanía y presencia. No estaba sola.
Escuchó unos pasos silenciosos.
—No temas.
Kayleigh.
—No les diré —le susurró el Rata de cabellos rubios, al tiempo que se arrodillaba y se acurrucaba junto a ella— que te busca Nilfgaard. No les diré nada de la recompensa que prometió por ti el prefecto de Amarillo. Allí en la taberna, me salvaste la vida. Te recompensaré. Con algo bonito. Ahora mismo.
Se tendió junto a ella, despacio y con cuidado. Ciri intentó levantarse pero Kayleigh la obligó a tumbarse, con un movimiento que no era violento, pero fuerte y firme. Le puso delicadamente un dedo en los labios. No era necesario. Ciri estaba paralizada de miedo y de su garganta apretada y dolorosamente seca no hubiera escapado ni un grito, incluso si hubiera querido darlo. Pero no quería. El silencio y la oscuridad eran mejores. Más seguros. Más íntimos. Escondían su miedo y su vergüenza.
Gimió.
—Cállate, pequeña —le susurró Kayleigh, desanudando poco a poco su camisa. Despacio, con movimientos suaves, le bajó la tela de los hombros, y la parte baja de la camisa la levantó por encima de las caderas—. Y no temas. Ya verás qué agradable es esto.
Ciri se estremeció al contacto de aquellos dedos secos, duros y ásperos. Yacía inmóvil, tensa y estirada, llena de un miedo y de un asco tremendo, que la volvían indefensa y le robaban la voluntad, atravesada por olas de calor que le afectaban la sien y las mejillas. Kayleigh le pasó su brazo izquierdo por debajo de la cabeza, la apretó más hacia sí, intentando separar las manos de ella que, convulsivamente, tiraban de las faldas de la camisa intentando en vano bajarlas. Comenzó a temblar.
En las tinieblas que la rodeaban sintió de pronto un movimiento, sintió una sacudida y el sonido de una patada.
—¿Te has vuelto loca, Mistle? —ladró Kayleigh, incorporándose un poco.
—Déjala, cerdo.
—Lárgate. Vete a dormir.
—Déjala en paz, te he dicho.
—¿Es que la importuno o qué? ¿Acaso grita o se revuelve? Sólo quiero consolarla para que se duerma. No molestes.
—Lárgate de aquí o te rajo.
Ciri escuchó el chirrido de un estilete en su funda de metal.
—No estoy bromeando —siguió Mistle, vagamente visible en la oscuridad—. Vete con los otros. ¡Pero ya!
Kayleigh se sentó, maldijo. Se levantó sin decir palabra y se fue deprisa.
Ciri sintió las lágrimas que le corrían por las mejillas, rápido, cada vez más rápido, arrastrándose y moviéndose como gusanitos por entre los cabellos que tenía junto a las orejas. Mistle se tumbó junto a ella y la cubrió solícitamente con la piel. Pero no le colocó la camisa abierta. La dejó como estaba. Ciri comenzó a temblar de nuevo.
—Tranquila, Falka. Ya está todo bien.
Mistle estaba caliente, olía a ganado y a humo. Su mano era menor que la mano de Kayleigh, más delicada, más blandita. Más agradable. Pero el contacto hizo tensarse de nuevo a Ciri, de nuevo su cuerpo se puso rígido a causa del miedo y el asco, le apretaba las mandíbulas y le ahogaba la garganta. Mistle se pegó a ella, apretándola protectoramente y susurrando palabras tranquilizadoras, pero al mismo tiempo su fina mano se arrastraba incansable como un cálido caracol, tranquilo, seguro, decidido, consciente de su ruta y su objetivo. Ciri sintió cómo las tenazas del miedo y el asco se abrían, soltaban su presa, sintió cómo escapaba de ella la presión y caía hacia abajo, hacia abajo, profundamente, cada vez más, en un húmedo y cálido pantano de resignación y de resignada sumisión.
Gimió sorda, desesperada. El aliento de Mistle le quemaba el cuello, los labios húmedos y aterciopelados le acariciaban el hombro, la clavícula, iban bajando poco a poco. Ciri gimió de nuevo.
—Silencio, halconcillo —susurró Mistle, metiendo con cuidado el brazo por debajo de la cabeza de Ciri—. Ya no estarás sola. Ya no.
Por la mañana, Ciri se levantó al alba. Se deslizó de debajo de la piel despacio y con cuidado, para no despertar a Mistle, que dormía con los labios abiertos y el antebrazo sobre los ojos. El antebrazo tenía la piel de gallina. Ciri cubrió cuidadosamente a la muchacha. Después de un instante de vacilación se inclinó y la besó delicadamente en los cabellos cortos y tiesos como un cepillo. Mistle murmuró en sueños. Ciri se limpió una lágrima de la mejilla.
Ya no estaba sola.
El resto de los Ratas también estaba durmiendo, alguno roncaba con fuerza, otro, también con fuerza, se tiró un pedo. Chispa yacía con la mano a través del pecho de Giselher, sus exuberantes cabellos estaban esparcidos en desorden. Los caballos resoplaban y pataleaban, un pájaro carpintero daba al tronco de un pino una serie de cortos golpes.
Ciri corrió hacia el río. Se lavó largo rato, tiritando de frío. Se lavó con bruscos movimientos de sus manos tensas, intentando quitarse lo que ya no se podía quitar. Las lágrimas corrían por sus mejillas.
Falka.
El agua formaba espuma y cantaba contra las piedras, se iba, se alejaba hacia la niebla.
Todo se iba alejando. Hacia la niebla.
Todo.
Eran escoria. Eran un extraño grupo de gentuza conformado por la guerra, la desgracia y el odio. La guerra, la desgracia y el odio los habían unido y arrojado a una playa, tal y como un río desbocado arroja y lanza a las playas pedazos de madera a la deriva, negros, pulidos contra las piedras.
Kayleigh se había despertado entre el humo, el fuego 3^ la sangre, en un castillo arrasado, yaciendo entre los cadáveres de sus padres y hermanos adoptivos. Arrastrándose por el patio cubierto de cuerpos, encontró a Reef. Reef era soldado de la expedición de castigo que el emperador Emhyr var Emreis había enviado a aplastar la rebelión de Ebbing. Era uno de aquéllos que habían conquistado y arrasado el castillo después de dos días de asedio. Una vez conquistado el castillo, sus camaradas habían abandonado a Reef, aunque Reef todavía vivía. Pero el cuidado de los heridos nunca había sido costumbre en los destacamentos especiales de Nilfgaard.
Al principio Kayleigh había querido matar a Reef. Pero Kayleigh no quería estar solo. Y Reef, como Kayleigh, tenía tan sólo dieciséis años.
Juntos se lamieron las heridas. Juntos mataron y robaron a un cobrador de impuestos, juntos se regalaron con la cerveza de una posada y, luego, yendo por las aldeas montados en caballos robados, tiraron a su alrededor el resto del dinero conseguido, muriéndose de risa mientras lo hacían.
Juntos huyeron de las persecuciones de las patrullas de Nissiros y nilfgaardianos.
Giselher desertó del ejército. Seguramente se trataba del ejército del señor de Geso, que se había aliado a los alzados de Ebbing. Seguramente. Giselher no sabía muy bien adonde lo habían arrastrado los alistadores. Estaba por entonces borracho como una cuba. Cuando se serenó y en la instrucción recibió la primera hostia del sargento, se escapó. Al principio vagabundeó en solitario, pero cuando los nilfgaardianos destruyeron la confederación de los rebeldes, los bosques se llenaron de otros desertores y huidos. Los huidos pronto se unieron en bandas. Giselher se juntó a una de ellas.
La banda robaba y quemaba aldeas, atacaba a las caravanas y los transportes, se agotaba en salvajes huidas ante los escuadrones de la caballería nilfgaardiana. Durante una de aquellas huidas, la cuadrilla se encontró en la espesura con los elfos del bosque y encontraron su destrucción, encontraron la muerte invisible que silbaba con las plumas grises de las flechas que volaban desde todas partes. Una de las flechas atravesó de parte a parte el hombro de Giselher y lo clavó a un árbol. Quien por la mañana extrajo la flecha y se ocupó de la herida fue Aenyeweddien.
Giselher nunca llegó a saber por qué los elfos habían condenado a Aenyeweddien al destierro, por qué crimen la habían condenado a muerte. Porque para una elfa libre era la muerte estar sola en el estrecho cinturón de tierra de nadie que separaba al Antiguo Pueblo Libre de los humanos. Una elfa solitaria moriría. Si no encuentra compañía.
Aenyeweddien encontró compañía. Su nombre, que en traducción libre significaba «hija del fuego», era para Giselher demasiado complicado y poético. La llamó Chispa.
Mistle procedía de una rica y noble familia del señorío de Thurn, al norte de Maecht. Su padre, vasallo del conde Rudiger, se enroló en el ejército rebelde, se dejó matar y desapareció sin rastro. Cuando la población de Thurn huyó de la ciudad ante la noticia de la expedición de castigo que se acercaba, con los famosos Pacificadores de Gemmer, la familia de Mistle también huyó, pero Mistle se perdió entre el pánico que sobrecogió a la multitud. Una engalanada y delicada señorita, a la que desde su más tierna infancia la habían transportado en palanquín, no fue capaz de seguir el paso de los fugitivos. Tras tres días de solitario vagabundeo cayó en las garras de los cazadores de esclavos que seguían a los nilfgaardianos. Una muchacha de menos de diecisiete años valía mucho. Si estaba intacta. Los cazadores no tocaron a Mistle, comprobaron antes si estaba intacta. Después de aquella comprobación, Mistle sollozó toda la noche.
En el valle del río Velda, la caravana de cazadores fue atacada y destruida por una banda de desertores nilfgaardianos. Mataron a todos los cazadores y esclavos del género masculino. Sólo respetaron a las muchachas. Las muchachas no sabían por qué las respetaban. Este desconocimiento no duró mucho tiempo.
Mistle fue la única que sobrevivió. De la zanja a la que le echaron, desnuda, cubierta de señales, de porquería, barro y costras de sangre, la sacó Asse, el hijo de un herrero de aldea, que perseguía a los nilfgaardianos desde hacía tres días, enloquecido por el deseo de venganza de lo que los desertores habían hecho a su padre, a su madre y a sus hermanas, y que él había tenido que contemplar desde su escondite entre unas cañas.
Se encontraron todos un día en los festejos de Lamas, la Fiesta de la Cosecha, en una de las aldeas de Geso. La guerra y la pobreza por entonces todavía no habían devastado tanto el país del alto Velda. Los campesinos celebraban como mandaba la tradición el principio del Mes de la Hoz: con bailes y diversiones ruidosas.
No se buscaron largo rato en la multitud que se divertía. Demasiadas cosas les diferenciaban de ellos. Demasiadas cosas les unían los unos a los otros. Les unía el gusto por la vestimenta chillona, coloreada y fantástica, por los brillantes robados, los caballos hermosos, por las espadas, que no se quitaban ni siquiera para bailar. Los diferenciaba su arrogancia y su altanería, su seguridad en sí mismos, su carácter burlón, pendenciero y violento.
Y su odio.
Eran hijos de los tiempos del odio. Y para los demás sólo odio tenían. Para ellos solamente contaba la fuerza. La habilidad en el manejo del arma que adquirieron pronto en los caminos. La decisión. El caballo rápido y la espada afilada.