Tiempo de odio (44 page)

Read Tiempo de odio Online

Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Los Ratas salieron de la taberna corriendo como el rayo. Ciri no sabía qué hacer, pero no tuvo tiempo para reflexionar. Mistle, la del pelo corto, la empujó en dirección a la puerta.

Delante de la taberna, entre los restos de las jarras y los huesos mordisqueados, estaban los cadáveres de los Nissiros que vigilaban la entrada. Desde la aldea llegaban corriendo unos colonos armados de lanzas, pero a la vista de los Ratas que se les venían encima desaparecieron de inmediato entre las chozas.

—¿Sabes montar? —le gritó Mistle a Ciri.

—Sí...

—¡Entonces, venga, agarra alguno y al galope! ¡Hay una recompensa por nuestras cabezas y ésta es una aldea nilfgaardiana! ¡Ya están todos echando mano a los arcos y las picas! ¡Al galope, detrás de Giselher! ¡Por el medio de la calle! ¡Y mantente alejada de las chozas!

Ciri voló sobre la pequeña barrera, agarró las riendas de uno de los caballos de los Pilladores, saltó a la silla, le golpeó al caballo en las ancas con la hoja de la espada, la cual no había soltado de su mano. Pasó a un rápido galope, adelantando a Kayleigh y a la elfa de colorines, a quien llamaban Chispa. Corrió detrás de los Ratas en dirección al molino. Vio que desde lo oscuro de una de las casas saltaba un hombre con una ballesta, apuntando a la espalda de Giselher.

—¡Rájalo! —escuchó desde detrás—. ¡Rájalo, muchacha!

Ciri se inclinó en la silla, con un tirón de las riendas y un apretón de los talones obligó al caballo a cambiar de dirección, alzó la espada. El hombre de la ballesta se volvió en el último segundo, ella vio su rostro fruncido de miedo. La mano alzada para el golpe dudó sólo un instante, lo que bastó para que el galope la llevara al lado. Escuchó el sonido de la cuerda liberada, el caballo chilló, se le cayeron las ancas y se encabritó. Ciri saltó, sacando los pies de los estribos, aterrizó ágilmente, cayendo en cuclillas. Chispa, que se estaba acercando, lanzó desde la silla un fuerte golpe, cortó al ballestero por el occipucio. El ballestero cayó de rodillas, se inclinó hacia delante y se desplomó con la frente en un charco, salpicando barro. El caballo herido relinchaba y se retorcía al lado, al final se metió por entre las chozas, coceando con fuerza.

—¡idiota! —aulló la elfa, evitando a Ciri en su ímpetu—. ¡Estúpida idiota!

—¡Salta! —le gritó Kayleigh, acercándose a ella. Ciri corrió, agarró la mano que le tendían. El ímpetu la estremeció, la articulación del hombro casi crujió, pero consiguió saltar al caballo, colocándose a la espalda del Rata de cabellos claros. Pasaron al galope, evitando a Chispa. La elfa se volvió, persiguiendo todavía a otro ballestero, el cual arrojó el arma y huyó en dirección a las puertas del establo. Chispa lo alcanzó sin esfuerzo. Ciri volvió la cabeza. Escuchó cómo el ballestero chillaba, corto, salvaje, como una bestia.

Les alcanzó Mistle, que tiraba de un caballo de reserva ya ensillado. Gritó algo, Ciri no oía las palabras, pero lo captó al vuelo. Soltó la espalda de Kayleigh, saltó a tierra a todo galope, corrió hacia el caballo, acercándose peligrosamente a las casas. Mistle le echó las riendas, miró y gritó una advertencia. Ciri se volvió en el momento justo para evitar con una ágil media vuelta la traicionera embestida de una pica que llevaba un colono rechoncho que había surgido de una pocilga.

Lo que sucedió después la persiguió en sueños durante mucho tiempo. Recordaba todo, cada movimiento. La media vuelta que la salvó de la punta de la pica la colocó en una posición ideal. Al piquero, por su lado, que estaba muy echado hacia delante, no le era posible retroceder, ni cubrirse con el asta que sujetaba con las dos manos. Ciri dio un tajo plano, girando en una media pirueta contraria. Durante un momento vio los labios que se abrían para gritar en el rostro cubierto por la barba de unos cuantos días. Vio la frente alargada por unas entradas, vio claramente la línea que señalaba dónde la gorra o el sombrero protegían la cabeza de quemarse por el sol. Y luego, todo lo que veía lo cubrió una fuente de sangre.

Seguía sujetando al caballo por las riendas, y el caballo estalló en un chillido macabro, se revolvió y la tiró de rodillas. Ciri no soltó las riendas. El herido aullaba en un estertor agónico, se arrojaba convulsivamente entre la paja y el estiércol, y la sangre brotaba de él como de un cerdo. Ciri sintió cómo el estómago se le subía a la garganta.

Junto a ella se quedó clavado el caballo de Chispa. La elfa agarró las bridas de la montura de Ciri, que estaba pataleando, tiró de ellas, obligando a Ciri, que todavía estaba agarrada a las riendas, a ponerse de pie.

—¡A la silla! —aulló—. ¡Y a correr!

Ciri contuvo sus náuseas, saltó a la silla. En la espada, que seguía agarrando con la mano, había sangre. Contuvo con esfuerzo el deseo de arrojar el arma lo más lejos posible de sí.

Mistle apareció entre las chozas, persiguiendo a dos personas. Uno consiguió escapar, saltando la cerca, el otro, de un corto golpe, cayó de rodillas, se agarró la cabeza con las dos manos.

Las dos y la elfa se lanzaron al galope pero al poco hicieron pararse en seco a los caballos tirando con fuerza de las riendas, porque Giselher volvía desde el molino con otros Ratas. Detrás de ellos, dándose ánimos a gritos, un grupo de colonos armados.

—¡Seguidnos! —gritó Giselher al galope—. ¡Seguidnos, Mistle! ¡Al río!

Mistle, echada hacia un lado, tiró de las riendas, dio la vuelta al caballo y se fue al galope detrás de él, saltando una baja empalizada. Ciri pegó el rostro a las crines y la siguió. Junto a ella galopaba Chispa. El ímpetu de la carrera había desordenado sus hermosos cabellos negros, descubriendo unas orejas pequeñas y terminadas en punta, adornadas con unos pendientes de filigrana.

El hombre al que Mistle había herido seguía arrodillado en mitad del camino, balanceándose y sujetándose con ambas manos la cabeza ensangrentada. Chispa giró en redondo, galopó hasta él, cortó con la espada desde arriba, con todas sus fuerzas. El herido aulló. Ciri vio cómo los dedos cortados saltaban a un lado como si fueran astillas de un leño cortado, cayeron a tierra como gordos gusanos blancos.

Con mucho esfuerzo, consiguió no vomitar.

Ante el agujero de la empalizada les estaban esperando Mistle y Kayleigh, el resto de los Ratas estaba ya lejos. Los cuatro pasaron a un galope rápido y prolongado, a través del río, haciendo estallar el agua que alcanzaba hasta por encima de las testas. Inclinados, con las mejillas apretadas contra las crines de los caballos, cruzaron hasta las rocas arenosas, corrieron a través de una pradera cubierta de altramuces. Chispa, que tenía el mejor caballo, se adelantó a ellos.

Entraron en el bosque, en una húmeda oscuridad, entre los troncos de las hayas. Alcanzaron a Giselher y los otros, pero frenaron sólo un momento. Cuando cruzaron el bosque y salieron a un brezal, volvieron de nuevo al galope. Pronto Ciri y Kayleigh comenzaron a quedarse atrás, las monturas de los Pilladores no eran capaces de mantener el trote de los hermosos caballos de raza de los Ratas. Ciri tenía un problema añadido: en un caballo tan grande apenas alcanzaba con los pies a los estribos y durante el galope no podía ajustar el latiguillo. Sabía cabalgar sin estribos, y no peor que con ellos, pero sabía que en aquella posición no aguantaría el galope.

Por suerte, unos minutos después, Giselher redujo su velocidad y contuvo al grupo, permitiendo que ella y Kayleigh se les unieran. Ciri pasó al trote. Seguía sin poder ajustar el latiguillo y en la cincha faltaban agujeros. Sin frenar la marcha, pasó la pierna por encima del arzón y se sentó a la amazona.

Mistle, viendo la posición de monta de la muchacha, estalló en risas.

—¿Ves, Giselher? ¡No sólo es una acróbata, sino también una volatinera! Eh, Kayleigh, ¿de dónde has sacado a esta diablesa?

Chispa, reteniendo su hermosa yegua alazana, todavía seca y con ganas de seguir galopando, se acercó más, empujó a la yegua rucia de labor que montaba Ciri. El caballo relinchó y se separó, bajando la cabeza. Ciri tiró de las riendas, se inclinó en la silla.

—¿Sabes acaso por qué sigues viva, cretina? —ladró la elfa, al tiempo que se retiraba los cabellos de la frente—. El labradorcillo al que tan misericordiosamente respetaste la vida soltó el percutor antes de tiempo y por eso acertó al caballo en vez de a ti. ¡De otro modo tendrías ahora una saeta clavada en la espalda hasta la pena! ¿Para qué llevas esa espada?

—Déjala ya, Chispa —dijo Mistle, acariciando el cuello húmedo de sudor de su montura—. ¡Giselher, tenemos que reducir el paso o reventaremos los caballos! ¡Si ya no nos sigue nadie!.

—Quiero cruzar el Velda lo más deprisa posible —dijo Giselher—. Descansaremos al otro lado del río. Kayleigh, ¿qué tal tu caballo?

—Aguantará. No es un pura sangre, no sirve para las carreras, pero es una bestia fuerte.

—Bueno, pues a correr.

—Un momento —dijo Chispa—. ¿Y esta mocosa?

Giselher la miró, colocó su cinta escarlata en la frente, detuvo la mirada sobre Ciri. Su rostro, su expresión, recordaban un poco la de Kayleigh: el mismo gesto malvado de los labios, los mismos ojos entornados, la misma mandíbula seca y saliente. Era, sin embargo, mayor que el Rata de cabello rubio, la sombra azulada de sus mejillas atestiguaba que se afeitaba ya regularmente. —Cierto —dijo con aspereza—. ¿Qué hay contigo, rapaza?

Ciri bajó la cabeza.

—Me ayudó —intervino Kayleigh—. Si no hubiera sido por ella, ese asqueroso Pillador me hubiera clavado al poste...

—En la aldea —añadió Mistle— vieron cómo huía con nosotros. Rajó a uno, dudo que haya sobrevivido. Son colonos de Nilfgaard. Si la muchacha les cae en las manos, la matarán a golpes. No podemos dejarla.

Chispa resopló con rabia, pero Giselher alzó la mano.

—Que vaya con nosotros hasta el Velda —decidió—. Luego ya veremos. Venga, siéntate en el caballo como se debe, moza. Si te caes, no nos volveremos a mirar. ¿Entendido?

Ciri, solícita, afirmó con la cabeza.

 

—Habla, muchacha. ¿Quién eres? ¿De dónde eres? ¿Cómo te llamas? ¿Por qué viajabas bajo vigilancia?

Ciri bajó la cabeza. Durante el galope había tenido suficiente tiempo para intentar inventarse alguna historia. Había pensado algunas. Pero el cabecilla de los Ratas no tenía el aspecto de alguien que se creyera cualquier cosa.

—Venga —la apremió Giselher—. Has cabalgado con nosotros unas cuantas horas. Estás descansando con nosotros y todavía no he tenido ocasión de escuchar tu voz. ¿Estás muda?

El fuego disparó hacia arriba una nube de chispas y llamas, inundando las ruinas del chozo de pastor con una ola de brillo dorado. Como si obedeciera a una orden de Giselher, el fuego iluminó el rostro de la interrogada para que le fuera más fácil descubrir en él la mentira y la falsedad. Pero es que no puedo decirles la verdad, pensó Ciri con desesperación. Son ladrones. Bandoleros. Si se enteran de lo de los nilfgaardíanos, de que los Pilladores me capturaron para conseguir una recompensa, puede que ellos mismos quieran conseguir esa recompensa. Además, la verdad es tan increíble que no me creerían.

—Te sacamos de la aldea —siguió despacio el cabecilla de los bandidos—. Te trajimos aquí, a uno de nuestros escondites. Te dimos de comer. Estás sentada junto a nuestro fuego. ¡Así que dime quién eres!

—Déjala en paz —intervino de pronto Mistle—. Cuando te miro, Giselher, veo de pronto a un Nissir, a un Pillador o a uno de esos hijos de puta nilfgaardíanos. ¡Y me siento como si estuviera en un interrogatorio, atada a un potro de tortura en una mazmorra!

—Mistle tiene razón —dijo el rubio que llevaba una media zamarra. Ciri tembló al escuchar su acento—. Está claro que la muchacha no quiere decir quién es y tiene derecho a ello. Yo, cuando me uní a vosotros, tampoco hablaba mucho. No quería contar que era uno de esos hijos de puta nilfgaardianos...

—No jodas, Reef. —Giselher agitó una mano—. Lo tuyo era otra cosa. Y tú, Mistle, exageras. No se trata de ningún interrogatorio. Quiero que diga quién es y de dónde es. Cuando me entere, le mostraré el camino a casa y eso es todo. Cómo voy a hacerlo si no sé...

—No sabes nada. —Mistle volvió la vista—. Ni siquiera si ella tiene casa. Y yo creo que no. Los Pilladores la agarraron en el camino porque estaba sola. Eso es típico de esos cobardes. Si la obligas a irse adonde la lleve el destino, no sobrevivirá sola en las montañas. La devorarán los lobos o se morirá de hambre.

—Entonces, ¿qué es lo que tenemos que hacer con ella? —dijo con una joven voz de bajo el ancho de espaldas, mientras revolvía con un palo en el leño de la lumbre—. ¿La dejamos cerca de algún pueblo?

—Una idea estupenda, Asse —se burló Mistle—. ¿No conoces a los labradores? Ahora les faltan brazos para trabajar. Podrán a la muchacha a pastar el ganado, rompiéndole antes una pierna para que no escape. Por las noches será tratada como de nadie, es decir, propiedad común. Pagará por el sustento y el techo con la moneda que ya sabes. Y en primavera tendrá fiebres de recién parida, después de parir el bastardo de alguien en una sucia zajurda.

—Si le dejamos el caballo y la espada —pronunció despacio Giselher, todavía mirando a Ciri—, entonces no me gustaría estar en el pellejo del labrador que quisiera romperle una pierna. O hacerle un bastardo. Ya visteis la danza que bailó en la taberna con aquel Pillador al que luego Mistle rebanó el pescuezo. Él daba tajos al aire y ella bailaba como si nada... Ja, de hecho no me importan demasiado ni su nombre ni su familia, pero estaría contento de saber dónde aprendió esas artes...

—Las artes no la salvarán —intervino de pronto Chispa, que hasta entonces había estado ocupada en afilar su espada—. Ella sólo sabe bailar. Para sobrevivir hay que saber matar, y eso ella no lo sabe.

—Creo que lo sabe. —Kayleigh sonrió—. Cuando en el pueblo le rajó el cuello a aquel labradorcillo, la sangre le saltó media braza para arriba...

—Y ella al verlo por poco no se desmaya —resopló la elfa.

—Porque sigue siendo una niña —dijo Mistle—. Yo me imagino quién es y dónde aprendió esas artes. Ya he visto gente como ella antes. Es una bailarina o acróbata de alguna troupe de cómicos de la legua.

—¿Y desde cuándo —resopló Chispa de nuevo— nos importan las bailarinas y acróbatas? Su perra madre, la medianoche se acerca, el sueño me asalta. Terminemos por fin con esta charla vacía. Hay que dormir y descansar para que mañana al alba podamos estar en la Fragua. No habréis olvidado que fue el alcalde de allí el que entregó a Kayleigh a los Nissiros. Toda la aldea tendrá que ver cómo la noche toma un color rojo. ¿Y la muchacha? Tiene caballo y espada. Y lo uno y lo otro los consiguió honradamente. Démosle un poco de comida y algún dinero. Por haber salvado a Kayleigh. Y que vaya adonde quiera, que se preocupe ella de sí misma...

Other books

Homecoming by Cynthia Voigt
Crackdown by Bernard Cornwell
The Leopard's Prey by Suzanne Arruda
The Nothing Girl by Jodi Taylor
The Law Under the Swastika by Michael Stolleis
Wolf Tales II by Kate Douglas
High Water (1959) by Reeman, Douglas
Night's Darkest Embrace by Jeaniene Frost