Poco a poco enderezó los pies y volvió a gemir, porque la rodilla izquierda le respondía al movimiento con un dolor sordo y penetrante. Se la masajeó a través del cuero de los pantalones, que no estaba roto, pero no percibió hinchazón. Cuando respiraba sentía unos ominosos pinchazos en el costado, y el intento de doblar el torso hizo que casi gritara, atravesada por un fuerte espasmo que le surgió de la parte baja de la espalda. Pero no me he quebrado nada, pensó. Creo que no me he roto nada. Si me hubiera roto un hueso, dolería más. Estoy entera, solamente un poco apaleada. Me voy a poder levantar. Y me levantaré.
Poco a poco, con parcos movimientos, tomó posición, se dobló desmañadamente para intentar proteger la rodilla herida. Luego se puso a cuatro patas, gimiendo, jadeando y quejándose. Por fin, después de un tiempo que le pareció una eternidad, se levantó. Pero sólo para caer derrumbada de inmediato sobre la piedra, porque un vahído que le oscureció los ojos la hizo caer. Sintiendo una violenta ola de náuseas, se tumbó sobre un costado. Las rocas ardientes quemaban como carbón al rojo.
—No me levantaré... —sollozó—. No puedo... Me quemaré con este sol...
En la cabeza le latía un dolor sordo, terrible, imparable. Cada movimiento hacía que el dolor creciera, así que Ciri dejó de moverse. Protegió la cabeza con los brazos, pero el calor se hizo pronto inaguantable. Comprendió que iba a tener que escapar de él. Dominando la resistencia inmovilizadora de su cuerpo doliente, entrecerrando los ojos a causa del penetrante dolor de las sienes, se arrastró a cuatro patas en dirección a una enorme roca, tallada por el viento en una forma extraña de hongo, cuyo deforme sombrero daba a la base un pedacito de sombra. Se encogió, hecha un ovillo, tosiendo y sonándose la nariz.
Estuvo largo rato allí, hasta que el sol que vagabundeaba por el cielo la alcanzó de nuevo con un fuego que bajaba directamente desde arriba. Se desplazó al otro lado de la roca sólo para darse cuenta de que no servía de nada. El sol estaba en el cenit, el hongo de piedra prácticamente no daba ya sombra. Apretó la mano contra las sienes, que le estallaban de dolor.
La despertó un temblor que le atravesaba todo el cuerpo. La bola de fuego había perdido su brillo cegador. Ahora, ya más baja, colgando sobre las rocas quebradas y con aspecto de dientes, era de color anaranjado. El bochorno había cedido un tanto.
Ciri se sentó con esfuerzo, miró alrededor. El dolor de cabeza se había reducido, ya no la cegaba. Se masajeó la cabeza y advirtió que el calor había quemado y secado la herida de la sien, convirtiéndola en una costra dura y escurridiza. Sin embargo, seguía doliéndole todo el cuerpo, le parecía que no le quedaba ni un solo lugar sano. Tosió, mordió la arena que tenía en los dientes, intentó escupir. Sin resultado. Se apoyó con la espalda en la roca con forma de hongo, todavía caliente por el sol. Por fin había dejado de abrasar. Ahora, cuando el sol se dirige hacia el ocaso, se puede aguantar ya, y dentro de poco...
Dentro de poco será de noche.
Le dio un escalofrío. ¿Dónde estoy, por todos los diablos? ¿Cómo voy a salir de aquí? ¿Y por dónde? ¿Adónde tengo que ir? ¿Y no será mejor quedarme en el sitio y esperar a que me encuentren? Porque me van a buscar. Geralt. Yennefer. Porque no me van a dejar sola...
De nuevo intentó escupir y de nuevo no pudo. Y entonces lo comprendió.
Sed.
Se acordaba. Ya entonces, durante la fuga, la había atormentado la sed. Junto al arzón de la silla del caballo moro en el que se había montado para huir de la Torre de la Gaviota, había una cantimplora de madera, se acordaba perfectamente. Pero entonces no pudo ni desatarla, ni llevársela a los labios, no tenía tiempo. Y ahora no había cantimplora. No había nada. Nada excepto piedras requemadas, excepto la tirantez que una herida en la sien le provocaba en la piel, excepto el dolor de cuerpo y la sequedad en la garganta, que no podía aliviar ni siquiera tragando saliva.
No puedo quedarme aquí. Tengo que andar, encontrar agua. Si no encuentro agua, me moriré.
Intentó levantarse, apoyando las manos sobre el hongo de piedra. Se levantó. Dio un paso. Y con un gañido se derrumbó y quedó a cuatro patas, se tensó en un seco espasmo de vómito. La traspasó un vahído y una contracción tan fuertes que de nuevo se vio obligada a tenderse en el suelo.
Estoy sin fuerzas. Y sola. Otra vez. Todos me han traicionado, me han abandonado, me han dejado sola. Como entonces...
Ciri sintió cómo en la garganta se le hacía un nudo invisible, cómo se le contraían hasta dolerle los músculos de las mandíbulas, cómo le comenzaban a temblar los labios rajados. No hay nada más asqueroso que la visión de una hechicera llorando, recordó las palabras de Yennefer. Pero... pero nadie me ve aquí... Nadie...
Hecha un ovillo bajo el hongo de piedra, Ciri sollozó, se sumió en un seco y terrible llanto. Sin lágrimas.
Cuando alzó los párpados hinchados, que se resistían a moverse, se dio cuenta de que el calor había cedido todavía más, y el cielo, no hacía mucho amarillo, tomaba su natural color cobalto, incluso, extrañamente, salpicado de finas tiras de blancas nubes. El escudo del sol había enrojecido, iba bajando más, pero todavía derramaba sobre el desierto sus olas de calor pulsante. ¿O puede que el calor surgiera de las piedras recalentadas?
Se sentó, constatando que el dolor en el cráneo y en el cuerpo golpeado había cesado de molestar. Que en aquel momento no era nada en comparación con el absorbente sufrimiento que iba creciendo en su estómago y con el terrible escozor que la obligaba a toser de su garganta reseca.
No hay que rendirse, pensó. No puedo rendirme. Como en Kaer Morhen, hay que levantarse, hay que vencer, combatir, ahogar dentro de uno el dolor y la debilidad. Hay que levantarse y andar. Ahora, por lo menos, conozco la dirección. Allí donde está el sol, es el oeste. Tengo que andar, tengo que encontrar agua y algo de comer. Tengo que hacerlo. De lo contrario me moriré. Esto es un desierto. Volé hasta un desierto. Aquello en lo que entré en la Torre de la Gaviota era un portal mágico, una herramienta hechiceril con la que se puede trasladar uno a largas distancias...
El Portal de Tor Lara era un portal extraño. Cuando llegó al último piso, no había nada allí, ni siquiera ventana, sólo unas puertas desnudas y cubiertas de hongos. Y al otro lado de la puerta ardía un óvalo regular lleno de un resplandor opalescente. Dudó, pero el portal la atraía, la ataba, incluso le rogaba. Y no había otra salida, sólo aquel óvalo brillante. Cerró los ojos y entró en su interior.
Y luego hubo una claridad cegadora y un torbellino rabioso, una explosión que quitaba el aliento y quebraba las costillas. Recordaba un vuelo entre silencio, frío y vacío, luego de nuevo un relámpago y el aullido del aire. En lo alto había azul celeste, abajo una grisura borrosa...
La arrojó en vuelo, del mismo modo que el águila pescadora deja caer en el aire un pez demasiado pesado para ella. Cuando golpeó contra la piedra, perdió el sentido. No sabía durante cuánto tiempo.
Había leído en el santuario acerca de los portales, recordó mientras se quitaba la arena de los cabellos. En los libros había menciones a telepuertos deformados o caóticos, que conducían a no se sabe dónde y arrojaban no se sabía a qué lugar. Seguramente el portal de la Torre de la Gaviota era uno de ellos. Me arrojó al confín del mundo. Nadie sabe adónde. Nadie me va a buscar aquí ni me va a encontrar. Si me quedo aquí, me moriré.
Se levantó. Movilizando todas sus fuerzas, apoyándose en las rocas, dio un primer paso. Luego un segundo. Luego un tercero.
Aquellos primeros pasos le hicieron darse cuenta de que las hebillas de su bota derecha estaban rotas y la caña que caía constantemente le impedía andar. Se sentó, esta vez por voluntad propia, sin ser obligada, repasó su vestimenta y haberes. Al concentrarse en esta actividad, olvidaba su cansancio y dolor.
La primera cosa que descubrió fue su estilete. Lo había olvidado, la vaina se había deslizado hacia atrás. En el cinturón, junto al estilete, como siempre, había un pequeño saquete. Un regalo de Yennefer. Contenía todo lo que «una dama siempre debe llevar consigo». Ciri desató el nudo. Por desgracia, el equipamiento estándar de una dama no reflejaba la situación en la que se encontraba en aquel momento. El saquete contenía un peinecito de carey, un cuchillito-lima de uñas universal, un tampón de tela de lino envuelto y empaquetado y un tarrito de jade lleno de crema para las manos.
Ciri, de inmediato, comenzó a echar crema sobre su cara y sus labios abrasados, y también de inmediato lamió ávida el ungüento de sus labios. No se lo pensó mucho, lamió todo el tarrito, deleitándose con la grasa y el pedacito de tranquilizadora humedad. La manzanilla, el ámbar y el alcanfor que habían sido usados para aromatizar la crema tenían un sabor asqueroso, pero actuaron como estimulantes.
Ató la caña de la bota rota con una tira que arrancó de la manga, se levantó, dio unos cuantos pisotones para probar. Desenvolvió el tampón, hizo de él una amplia banda que protegía la vapuleada sien y la frente quemada por el sol.
Se levantó, arregló su cinturón, se llevó el estilete más cerca de su cadera derecha, lo tomó de la vaina automáticamente y comprobó la hoja con el pulgar. Estaba afilado. Lo sabía.
Tengo un arma, pensó. Soy una bruja. No, no voy a morir aquí. En lo que respecta al hambre, aguantaré, en el santuario de Melitele a veces había que ayunar hasta dos días. Y agua... Tengo que encontrar agua. Voy a andar hasta que la encuentre. Este maldito desierto tiene que acabarse en algún lugar, Si se tratara de un desierto muy grande lo sabría, lo hubiera advertido en los mapas que vi junto con Jarre. Jarre... Qué es lo que estará haciendo...
Me voy, decidió. Voy al oeste, veo por dónde se esconde el sol, es la única dirección segura. Al fin y al cabo, yo nunca me pierdo, siempre sé por dónde hay que ir. Si hace falta, andaré toda la noche. Soy una bruja. En cuanto me vuelvan las fuerzas, correré como en la Senda. Entonces llegaré pronto al confín de este desierto. Aguantaré. Debo aguantar... Ja, seguro que Geralt ha estado más de una vez en desiertos como éste, quién sabe si no ha estado en otros incluso peores...
Me voy.
El paisaje no varió durante la primera hora de marcha. A su alrededor no había nada todo el tiempo, sólo piedras de color rojo grisáceo, afiladas, que se entremetían bajo las piernas, obligando a tener precaución. Escasos arbustos, secos y espinosos, extendían hacía ella sus vástagos retorcidos desde las grietas. Cuando encontró el primer arbusto, Ciri se detuvo pensando que le sería posible hallar hojas o ramas jóvenes que podría chupar y masticar. Pero el arbusto no tenía nada más que espinas que herían los dedos. No servía ni siquiera para sacar de él un bastón. El segundo y el tercer arbusto que cruzó eran exactamente iguales, los siguientes los despreció, pasó junto a ellos sin detenerse.
Anocheció muy deprisa. El sol se puso sobre el horizonte dentado y roto, el cielo brilló rojizo y purpúreo. Junto con el ocaso llegó el frío. Al principio ella lo saludó con alegría, el frío aliviaba la piel quemada. Sin embargo, muy pronto hizo todavía más frío, y a Ciri le comenzaron a castañetear los dientes. Apretó el paso, contando con que una marcha rápida la calentaría, pero el esfuerzo despertó de nuevo el dolor del costado y de la rodilla. Comenzó a cojear. Para colmo de males el sol se escondió por completo tras el horizonte y al instante reinó la oscuridad. Había luna nueva y las estrellas con las que se cubrió el cielo no ayudaban. Al poco, Ciri dejó de ver el camino que tenía por delante. Unas cuantas veces tropezó, se raspó dolorosamente la piel de las muñecas. Dos veces acertó con el pie en sendas grietas entre las rocas, sólo se libró de torcerse o romperse un pie gracias a su bien entrenado giro brujeril contra las caídas. Comprendió que no serviría de nada. La marcha en la oscuridad era imposible.
Se sentó sobre un plano bloque de basalto, sintiendo una desesperación paralizante. No tenía ni idea de si mantenía la dirección, hacía tiempo ya que no sabía el lugar por el que el sol había desaparecido en el horizonte, había perdido de vista completamente el resplandor por el que se había guiado la primera hora después del ocaso. Alrededor ya sólo había una tiniebla aterciopelada e impenetrable. Y un frío penetrante. Un frío que paralizaba, que mordía las articulaciones, que obligaba a encogerse y a meter la cabeza entre unos brazos que dolían a causa de la incómoda posición. Ciri comenzó a echar de menos el sol, aunque sabía que junto con su regreso se derramaría sobre las rocas un calor que no iba a poder resistir. En el que no iba a poder continuar la marcha. De nuevo sintió cómo le atenazaba la garganta un deseo de llorar, cómo la cubría una ola de desesperación y desesperanza. Pero esta vez la desesperación y la falta de esperanza se transformaron en rabia.
—¡No voy a llorar! —gritó a las tinieblas—. ¡Soy una bruja! ¡Soy una...!
Hechicera.
Ciri levantó el brazo, se apretó la mano contra la sien. La Fuerza está en todos lados. Está en el agua, en el aire, en la tierra...
Se levantó con rapidez, extendió la mano, con lentitud, dio unos pocos pasos inseguros, buscando febrilmente una fuente. Tuvo suerte. Casi de inmediato percibió en los oídos un rumor familiar, una pulsación, percibió la energía que latía en una vena de agua escondida en las profundidades de la tierra. Extrajo la Fuerza mientras aspiraba con precaución y contenidamente, sabía que estaba débil y en ese estado una brusca desoxigenación del cerebro podía privarla al instante de consciencia y hacer vano todo el intento. La energía la llenó poco a poco, le produjo una familiar euforia pasajera. Los pulmones comenzaron a funcionar con más fuerza y rapidez. Ciri controló su respiración acelerada, una oxigenación demasiado intensa también podía tener fatales consecuencias.
Lo consiguió.
Primero el cansancio, pensó, luego aquel dolor paralizante en los brazos y muslos. Luego el frío. Tengo que elevar la temperatura del cuerpo...
Poco a poco recordó los gestos y los hechizos. Algunos los realizó y pronunció excesivamente deprisa: de pronto la asaltaron calambres y temblores, violentos espasmos y vahídos, que la doblaron sobre las rodillas. Se sentó en la lancha de basalto, relajó las temblorosas manos, controló su desgarrada y arrítmica respiración.
Repitió las fórmulas, obligándose a mantener la calma y la precisión, a concentrar y unificar por completo su voluntad. Y esta vez los resultados fueron inmediatos. Un calor envolvente le acarició los muslos y el cuello. Se levantó sintiendo cómo desaparecía el cansancio y cómo los músculos doloridos se distendían.