—No hay mesas —afirmó el hecho con voz triste, acariciándose el caftán negro, corto, galoneado en plata y ceñido por un cinturón que Yennefer le había hecho vestir. Aquel caftán, que era el último grito de la moda, se llamaba doblete. El brujo no tenía ni idea de dónde había salido aquel nombre. Y no tenía tampoco interés en averiguarlo.
Yennefer no reaccionó. Geralt no esperaba reacción, bien sabía que la hechicera no solía contestar a tal tipo de afirmaciones. Pero no se resignó. Siguió quejándose. Simplemente tenía ganas de quejarse.
—No hay música. Corre un aire del carajo. No hay donde sentarse. ¿Vamos a beber y a comer de pie?
La hechicera le obsequió con una lánguida mirada de sus ojos violeta.
—Pues sí —dijo, inesperadamente tranquila—. Vamos a comer de pie. También has de saber que el detenerse largo tiempo ante una mesa con comida se considera falto de tacto.
—Intentaré hacerlo con tacto —murmuró—. Cuanto más que no hay demasiado ante lo que detenerse, por lo que veo.
—Beber de forma intemperada se considera una gran falta de tacto —Yennefer continuó la lección, ignorando por completo sus murmullos—. Evitar la conversación es considerado como una falta de tacto imperdonable...
—¿Y el que —la interrumpió— aquel delgaducho con pantalones de cretino me esté señalando con el dedo a dos de sus camaradas también está considerado como falta de tacto?
—Sí. Pero pequeña.
—¿Y qué vamos a hacer, Yen?
—Andar por la sala, saludar, hacer cumplidos, conversar... Deja de alisarte el doblete y de colocarte los pelos.
—No me has dejado ponerme mi cinta...
—Tu cinta es muy pretenciosa. Venga, agárrame por el brazo y andemos. Estar de pie cerca de la entrada está considerado como falta de tacto.
Anduvieron por la sala que poco a poco se iba llenando de invitados. Geralt estaba terriblemente hambriento, pero de inmediato se dio cuenta de que Yennefer no bromeaba. Estaba claro que los buenos modales entre los hechiceros realmente obligaban a comer y beber poco y haciendo aspavientos de desgana. Para colmo de males, cada parada junto a la mesa con la comida traía consigo obligaciones sociales. Alguien distinguía a alguien, manifestaba su alegría por la distinción, se acercaba y saludaba, tan efusiva como falsamente. Después del obligatorio fingimiento del beso en la mejilla o el desagradable y delicado apretón de manos, después de las insinceras sonrisas y todavía menos sinceros cumplidos —aunque en cualquier caso no excesivamente mal mentidos—, seguía una conversación corta y aburridamente banal sobre nada.
El brujo miraba con aplicación, buscando rostros conocidos, sobre todo con la esperanza de no ser allí la única persona que no pertenecía a la fraternidad de los hechiceros. Yennefer le había asegurado que no iba a ser el único, pero pese a ello o bien no veía a nadie de fuera de la Hermandad, o bien no sabía reconocerlo.
Los pajes transportaban vino en las bandejas, serpenteando por entre los invitados. Yennefer no bebía nada. El brujo tenía gana pero no podía. El doblete bebía. Por debajo de los sobacos.
Dirigiéndole hábilmente con los brazos, la hechicera le arrancó de la mesa y lo condujo al centro de la sala, al mismo centro del interés general. Resistirse no servía de nada. Simplemente quería lucirse en la forma más común y corriente del mundo.
Geralt sabía lo que podía esperarse, así que soportó con tranquilidad estoica las miradas llenas de malsana curiosidad de las hechiceras y las sonrisas misteriosas de los hechiceros. Aunque Yennefer le había asegurado que las convenciones y el tacto prohibían el uso de la magia en tales fiestas, no creía que los magos consiguieran contenerse, sobre todo porque Yennefer le había expuesto ostentosamente a la vista de todos.
Y tenía razón en no creerlo.
Unas cuantas veces percibió el temblor de su medallón y el golpeteo de impulsos hechiceriles. Algunos, y mejor dicho, algunas, intentaban con descaro leer sus pensamientos. Estaba preparado para ello, sabía de qué se trataba, sabía cómo responder. Miró a Yennefer, que iba a su lado, a la blanquinegradiamantina Yennefer, de cabellos de ala de cuervo y ojos violeta, y los hechiceros que le sondeaban se desconcertaron, se perdieron, se esfumó visiblemente su serenidad y aplomo, para gozo y satisfacción de Geralt. Sí, les respondió con el pensamiento, sí, no os equivocáis. Sólo ella, ella, a mi lado, aquí y ahora, y sólo esto cuenta. Aquí y ahora. Y quién fuera antes, dónde estuviera antes y con quién estuviera antes no tiene ninguna, ni la más pequeña importancia. Ahora está conmigo, aquí, entre vosotros. Conmigo y con nadie más. Esto es precisamente lo que pienso, cuando pienso todo el tiempo en ella, cuando pienso sin pausa en ella, cuando siento el olor de su perfume y el calor de su cuerpo. Y a vosotros que se os atragante la envidia.
La hechicera le apretó con fuerza el antebrazo, se estrechó ligera contra su costado.
—Gracias —murmuró, dirigiéndole de vuelta a las mesas—. Pero sin exagerada ostentación, por favor.
—¿Es que vosotros, hechiceros, siempre tomáis la sinceridad por ostentación? ¿Por eso no creéis en la sinceridad incluso cuando la leéis en pensamientos ajenos?
—Sí. Por eso.
—¿Y sin embargo me das las gracias?
—Porque a ti te creo. —Apretó su brazo todavía con más fuerza, echó mano a un plato—. Échame un poco de salmón, brujo. Y cangrejos.
—Éstos son cangrejos de Poviss. Seguro que los cogieron hace lo menos un mes, y está haciendo mucho calor. ¿No tienes miedo...?
—Estos cangrejos —le interrumpió— todavía hoy por la mañana andaban por el fondo del mar. La teleportación es un descubrimiento maravilloso.
—Seguro —convino él—. Merecería la pena generalizarlo, ¿no crees?
—Trabajamos en ello. Echa, echa, estoy hambrienta.
—Te quiero, Yen.
—Te he pedido que sin ostentación... —Se detuvo, alzó la cabeza, retiró de la mejilla unos rizos negros, abrió sus ojos violeta—. ¡Geralt! ¡Me lo has confesado por vez primera!
—No es posible. Te burlas de mí.
—No, no me burlo. En otro tiempo sólo lo pensabas, hoy lo has dicho.
—¿Hay tanta diferencia?
—Enorme.
—Yen...
—No hables con la boca llena. Yo también te quiero. ¿No te lo había dicho? ¡Por los dioses, te vas a ahogar! Levanta las manos, te daré en la espalda. Respira hondo.
—Yen...
—Respira, respira, enseguida se pasa.
—¡Yen!
—Sí. Sinceridad por sinceridad.
—¿Te sientes bien?
—Estaba esperando. —Exprimió el limón sobre el salmón—. No es menester reaccionar a las confesiones hechas con el pensamiento. Estaba esperando las palabras, pude responder, respondí. Me siento maravillosamente.
—¿Qué ha pasado?
—Te lo diré luego. Come. Este salmón es exquisito, bendita sea la Fuerza, de verdad exquisito.
—¿Puedo besarte? ¿Ahora, aquí, delante de todos?
—No.
—¡Yennefer! —Una hechicera morena que pasaba a su lado liberó su brazo por debajo del codo del hombre que la acompañaba, se acercó a ellos—. ¿Así que al final has venido? ¡Oh, es maravilloso! ¡No te veía desde hacía siglos!
—¡Sabrina! —Yennefer se alegró tan sinceramente que, con la excepción de Geralt, cualquiera se hubiera dejado engañar—. ¡Querida! ¡Me alegro tanto!
Las hechiceras se abrazaron con precaución y se besaron la una a la otra el aire que había junto a sus orejas y sus pendientes de ónice y brillantes. Los pendientes de ambas hechiceras, que recordaban un racimo de uvas en miniatura, eran idénticos. Pero por el aire se extendió de inmediato un olor a rabiosa enemistad.
—Geralt, deja que te presente a mi amiga de la escuela, Sabrina Glevissig de Ard Carraigh.
El brujo hizo una reverencia, besó la mano que se le tendía. Ya había tenido tiempo de darse cuenta de que todas las hechiceras esperaban que al saludarlas se les besara la mano, gesto que las igualaba por lo menos con las princesas. Sabrina Glevissig alzó la cabeza, sus pendientes se agitaron y tintinearon. Despacito, pero ostentosamente y con descaro.
—Tenía grandes deseos de conocerte, Geralt —dijo con una sonrisa. Como todas las hechiceras, no usaba de los «dones», ni «vuesas mercedes» ni otras formas obligatorias entre los nobles—. Me alegro, me alegro mucho. Por fin has dejado de escondérnoslo, Yenna. Si he de ser sincera, me extraña mucho que hayas dudado tanto. No hay absolutamente nada de lo que avergonzarse.
—Yo también lo pienso —respondió Yennefer con viveza, entrecerrando ligeramente los ojos y quitando con ostentación unos cabellos de uno de sus pendientes—. Una bonita blusa, Sabrina. Hasta arrebatadora. ¿Verdad, Geralt?
El brujo asintió con la cabeza, trago saliva. La blusa de Sabrina Glevissig, confeccionada con gasa negra, mostraba absolutamente todo lo que había para mostrar, y había bastante. La falda de color carmín, ceñida con un cinturón de plata con una gran hebilla en forma de rosa, estaba abierta a un lado como correspondía a la moda más actual. Sin embargo, la moda mandaba llevar la falda abierta hasta la mitad del muslo y Sabrina la llevaba abierta hasta la mitad de la cadera. Una cadera muy bonita.
—¿Qué nuevas hay en Kaedwen? —preguntó Yennefer, fingiendo que no veía lo que Geralt estaba mirando—. ¿Sigue tu rey Henselt perdiendo fuerza y medios en perseguir a los Ardillas por los bosques? ¿Sigue pensando en una expedición de castigo contra los elfos de Dol Blathanna?
—Dejemos en paz a la política. —Sabrina sonrió. Una nariz un pelín demasiado larga y unos ojos rapaces la acercaban a la clásica imagen de la hechicera—. Mañana, en el congreso, nos saldrá la política hasta por las orejas. Y nos hartaremos de oír... moralidades. Sobre la necesidad de la coexistencia pacífica... Sobre la amistad... Sobre la necesidad de adoptar una posición solidaria con respecto a los planes e intenciones de nuestros reyes... ¿Qué más escucharemos, Yennefer? ¿Qué más nos están preparando para mañana el Capítulo y Vilgefortz?
—Dejemos la política en paz.
Sabrina Glevissig dejó escapar una risa argentina mientras los pendientes repetían su delicado tintineo.
—Tienes razón. Esperemos a mañana. Mañana se aclarará todo. Ah, esta política, estas deliberaciones interminables... Qué fatalmente se reflejan en el cutis. Por suerte tengo una crema maravillosa, créeme, querida, las arrugas desaparecen como hielo al sol... ¿Quieres la receta?
—Gracias, querida, pero no la necesito. De verdad.
—Ah, lo sé. En la escuela siempre te envidiaba tu cutis. Dioses, ¿cuántos años hace?
Yennefer fingió hacer una reverencia a alguno de los que pasaban al lado. Sabrina, por su parte, le lanzó una sonrisa al brujo e hizo resaltar con deleite lo que no ocultaba la gasa negra. Geralt tragó saliva de nuevo, intentando no mirar demasiado descaradamente a sus rosados pezones, completamente visibles bajo la tela transparente. Miró con expresión asustada a Yennefer. La hechicera sonrió, pero él la conocía demasiado bien. Estaba rabiosa.
—Oh, perdona —dijo de pronto—. Veo allí a Filippa, tengo que hablar forzosamente con ella. Ven, Geralt. Adiós, Sabrina.
—Adiós, Yenna. —Sabrina Glevissig miró al brujo a los ojos—. Otra vez te felicito por tu... buen gusto.
—Gracias. —La voz de Yennefer era sospechosamente gélida—. Gracias, querida.
Filippa Eilhart iba en compañía de Dijkstra. Geralt, que había tenido alguna vez contacto superficial con el espía redaño, debería de haberse alegrado: al fin y al cabo se trataba de alguien conocido que, como él, no pertenecía a la fraternidad. Pero no se alegraba.
—Me alegro de verte, Yenna. —Filippa besó el aire junto a los pendientes de Yennefer—. Hola, Geralt. Ambos conocéis al conde Dijkstra, ¿verdad?
—Quién no le conoce. —Yennefer inclinó la cabeza y tendió la mano a Dijkstra, quien la besó con reverencia—. Estoy contenta de veros de nuevo, conde.
—Mía es la alegría —le aseguró el jefe de los servicios secretos del rey Vizimir— de verte de nuevo, Yennefer. Sobre todo en una compañía tan agradable. Don Geralt, mi más profunda consideración...
Geralt, controlándose para no asegurar que su consideración era aún más profunda, apretó la mano que se le tendía. O mejor dicho, intentó hacerlo, puesto que sus medidas sobrepasaban la norma y hacían el apretón prácticamente imposible.
El gigantesco espía estaba vestido con un doblete de color beis claro, abierto de modo bastante informal. Se veía que se sentía bien con él.
—Me he dado cuenta —dijo Filippa— de que estabas hablando con Sabrina.
—Sí —bufó Yennefer—. ¿Has visto lo que lleva puesto? Hay que tener poco gusto y poca vergüenza para... Ella es mayor que yo, joder, me lleva... Bueno, no importa. ¡Y si todavía tuviera algo que enseñar! ¡Simia asquerosa!
—¿Ha intentado sonsacaros algo? Todos saben que espía para Henseít de Kaedwen.
—¿De verdad? —Yennefer fingió sorpresa, lo que fue recibido, con razón, como una broma mordaz.
—¿Y vos, señor conde, lo pasáis bien en nuestra fiesta? —preguntó Yennefer cuando Filippa y Dijkstra dejaron de reírse.
—Extraordinariamente bien. —El espía del rey Vizimir hizo una reverencia palaciega.
—Si consideramos —sonrió Filippa— que el conde está aquí por cuestiones de trabajo, tal consideración resulta un cumplido inaudito para nosotros. Y como todo cumplido de esta clase, poco sincero. No hace ni un minuto que me confesaba que preferiría algo más agradable y familiar, una escasa iluminación, el hedor de las antorchas y la carne requemada en la parrilla. Le falta también la tan tradicional mesa cubierta de salsas y cerveza contra la que podría golpear la jarra al ritmo de obscenas canciones de borracho y bajo la que podría meterse con donaire cuando llegara el alba para dormir entre los galgos que roen los huesos. Y a mis argumentos que señalaban la superioridad de nuestras formas de festejar ha hecho, imaginaos, oídos sordos.
—¿De verdad? —El brujo lanzó una mirada benévola al espía—. ¿Y cuáles eran esos argumentos, si puede saberse?
Esta vez fue su pregunta la que fue tratada como una aguda broma porque ambas hechiceras se rieron al mismo tiempo.
—Ah, hombres —dijo Filippa—. No entendéis nada. ¿Es que sentadas a la mesa, entre la semioscuridad y el humo, se puede impresionar a nadie con la figura y el vestido?
Geralt, no pudiendo hallar palabras, hizo solamente una reverencia. Yennefer le apretó el brazo con delicadeza.