Tiempo de odio (6 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

—Por la suma que me has pagado hoy hace ya algún tiempo que trabajo activamente, brujo —dijo, reteniendo la tos—. El consejo que te doy está bien pensado. Escóndete en Kaer Morhen, desparece. Y entonces los que buscan a Cirilla la conseguirán.

Geralt entrecerró los ojos y sonrió. Codringher no palideció.

—Sé lo que me digo —continuó, sosteniendo mirada y sonrisa—. Los perseguidores de tu Ciri la encontrarán y harán de ella lo que quieran. Y al mismo tiempo tanto tú como ella estaréis seguros.

—Explícalo, por favor. Y lo más deprisa posible.

—Encontré cierta muchacha. De la baja nobleza de Cintra, una huérfana de guerra. Pasó por un campo de refugiados, actualmente mide codos y corta telas, la recogió una pañera de Brugge. No se distingue por nada especial. Excepto algo. Es bastante parecida a la imagen de cierta miniatura que presenta a la Leoncilla de Cintra... ¿Quieres ver su retrato?

—No, Codringher. No quiero. Y no accedo a esta solución.

—Geralt —el abogado cerró los párpados—, ¿qué es lo que te mueve? Si quieres salvar a tu Ciri... me parece que no estás ahora como para permitirte el lujo del odio. No, me he expresado mal. No estás como para permitirte el lujo de odiar el odio. Viene el tiempo del odio, colega brujo, el tiempo de un odio grande y sin límites. Tienes que adaptarte. Lo que te propongo es una alternativa simple. Alguien muere para que alguien pueda vivir. Alguien a quien amas se salva. Muere otra muchacha a la que no conoces y a la que nunca has visto...

—¿A la que puedo odiar? —le cortó el brujo—. ¿Tengo que pagar por aquello que amo con odio contra mí mismo? No, Codringher. Deja a esa niña en paz, que siga midiendo paños. Destruye su retrato. Quémalo. Y dame algo distinto a cambio de mis doscientas cincuenta coronas ganadas con mucho esfuerzo y que metiste en tu cajón. Dame información. Yennefer y Ciri salieron de Ellander. Estoy seguro de que lo sabes. Estoy seguro de que sabes a dónde se dirigen. Estoy seguro de que sabes si alguien les sigue la pista.

Codringher tableteó con los dedos en la mesa, tosió.

—El lobo, sin tomar en cuenta las advertencias, quiere seguir cazando —afirmó—. No se da cuenta de que es a él a quien cazan, que está tendido entre trampas puestas por un cazador de verdad.

—No seas banal. Sé concreto.

—Si así lo quieres. No es difícil imaginarse que Yennefer va al congreso de los hechiceros convocado para principios de julio en Garstang, en la isla de Thanedd. Va haciendo sagaces quiebros y no usa la magia, así que es difícil rastrearla. Hace una semana todavía estaba en Ellander, he calculado que dentro de tres, cuatro días llegará a la ciudad de Gors Velen, desde la que no hay más que un paso a Thanedd. Yendo a Gors Velen tiene que pasar por la aldea de Anchor. Saliendo inmediatamente tienes la posibilidad de adelantarte a los que la siguen. Porque la siguen.

—Espero —Geralt adoptó una horrible sonrisa— que no se tratará de agentes reales.

—No —dijo el abogado, mirando la estrella de metal con la que se divertía—. No son agentes. Pero tampoco se trata de Rience, quien es más listo que tú porque después de la escaramuza con los Michelet se ha metido en algún agujero y no asoma la nariz. Detrás de Yennefer van tres esbirros.

—Sospecho que los conoces.

—Yo conozco a todos. Y por eso te propongo algo: déjalos en paz. No vayas a Anchor. Y yo utilizaré mis contactos y conocimientos. Intentaré comprar a los esbirros y darle la vuelta al contrato. En otras palabras, les azuzaré contra Rience. Si funciona...

Se interrumpió de pronto, alzó la mano con violencia. La estrella de acero aulló en el aire y con un estampido se clavó en el retrato, justo en la frente de Codringher senior, agujereando el lienzo y hundiéndose en la pared casi hasta la mitad.

—Cojonudo, ¿no? —El abogado adoptó una amplia sonrisa—. Esto se llama orión. Un invento que procede del otro lado del mar. Estoy entrenándome desde hace meses, acierto ya sin fallos. Igual sirve de algo. A treinta pasos, esta estrellita es infalible y mortal y se puede esconder en el guante o en la cinta del sombrero. Desde hace un año los oriones son parte del aparejo de los servicios especiales nilfgaardianos. Ja, ja, si Rience está espiando para Nilfgaard, será divertido cuando lo encuentren con un orión en la sien... ¿Qué dices a esto?

—Nada. Es asunto tuyo. Hay doscientas cincuenta coronas en tu cajón.

—Cierto —Codringher asintió—. Acepto tus palabras como el darme manos libres. Guardemos un instante de silencio, Geralt. Honremos la repentina muerte de don Rience con un minuto de silencio. ¿Por qué te enojas, diablos? ¿No tienes respeto por la majestad de la muerte?

—Lo tengo. Demasiado grande como para escuchar tranquilo a idiotas que se burlan de ella. ¿Has pensado alguna vez sobre tu propia muerte, Codringher?

El abogado tosió con violencia, miró largo rato al pañuelo con que se cubría los labios. Luego alzó los ojos.

—Por supuesto —dijo en voz baja—. He pensado en ella. E incluso intensamente. Pero a ti no te importan mis pensamientos, brujo. ¿Vas a ir a Anchor?

—Voy a ir.

—Ralf Blunden, llamado el Catedrático. Heimo Cambistas. El Corto Yaxa. ¿Te dicen algo esos nombres?

—No.

—Todos son bastante buenos con la espada. Mejores que los Michelet. Así que te sugeriría un arma más certera, de mayor alcance. Como por ejemplo estas estrellas nilfgaardianas. Si quieres te vendo algunas. Tengo muchas.

—No las quiero. Son poco prácticas. Hacen ruido en el aire.

—El silbido desequilibra psicológicamente. Consigue paralizar a la víctima de miedo.

—Puede ser. Pero también puede prevenirla. A mí me daría tiempo a esquivarla.

—Si vieras cómo te la lanzan, por supuesto. Sé que eres capaz de esquivar una flecha o una saeta... Pero por detrás...

—Por detrás también.

—Y una mierda.

—Apostemas algo —dijo Geralt con frialdad—. Me vuelvo con el rostro hacia el retrato del idiota de tu padre y tú me lanzas el orión. Si me aciertas, ganas. No me aciertas, pierdes. Si pierdes, me descifrarás los manuscritos élficos. Encontrarás la información sobre la Niña de la Antigua Sangre. Deprisa. Y a crédito.

—¿Y si gano?

—También encontrarás la información y se la entregarás a Yennefer. Ella te pagará. No perderás nada.

Codringher abrió el cajón y sacó otro orión.

—Cuentas con que no voy a aceptar la oferta. —Fue una afirmación, no una pregunta.

—No —sonrió el brujo—. Estoy seguro de que la vas a aceptar.

—Muy arriesgado por tu parte. ¿Lo has olvidado? Yo no tengo escrúpulos.

—No lo he olvidado. Se acerca el tiempo del odio y tú vas con el progreso y el espíritu de los tiempos. Pero yo me he tomado en serio tus acusaciones de ingenuidad anacrónica y esta vez me arriesgo no sin esperanza de beneficio. Así que, ¿qué? ¿Va la apuesta?

—Va. —Codringher tomó la estrella de metal por una de las puntas y se levantó—. La curiosidad siempre ha superado en mí a la razón, por no hablar de la misericordia sin fundamento. Date la vuelta.

El brujo se dio la vuelta. Miró a la faz del retrato, tremendamente agujereada y al orión clavado en ella. Y luego cerró los ojos.

La estrella aulló y se clavó en la pared, a cuatro pulgadas del marco del retrato.

—¡Tus muertos! —gritó Codringher—. Ni siquiera has temblado, hijo de puta.

Geralt se dio la vuelta y sonrió. Una sonrisa extraordinariamente horrible.

—¿Y por qué iba a tener que temblar? He oído cómo la lanzabas de forma que no me acertara.

 

La venta estaba vacía. En un rincón, en un banco, estaba sentada una mujer joven con enormes ojeras. Vuelta pudorosamente hacia un costado, daba el pecho a un niño. Un mozo ancho de hombros, quizá el marido, dormitaba con las espaldas apoyadas en la pared. En la sombra, junto a la estufa, había sentado alguien más a quien Aplegatt no podía ver claramente a causa de la penumbra de la habitación.

El ventero alzó la cabeza, vio a Aplegatt, distinguió su ropa y la plancha con el escudo de Aedirn en el pecho, y al instante su faz se ensombreció. Aplegatt estaba acostumbrado a tales recibimientos. Era un mensajero real, le pertenecía el derecho incondicional de posada y refresco. Los decretos reales eran claros: el mensajero tenía derecho en toda ciudad, en toda aldea, en toda venta y toda alquería a exigir un caballo de refresco. Y ay de aquél que se lo negara. Por supuesto, el mensajero dejaba su propia montura y la nueva se la llevaba tras firmar un recibo. El propietario podía acercarse al estarosta y recibir una recompensa. Pero esto no era siempre fácil. Por esta razón siempre se miraba al mensajero con desagrado y reserva: ¿lo quiere o no lo quiere? ¿Se llevará para siempre a nuestro Doradito? ¿A nuestra Bonita, a quien cuidamos desde que era una potrilla? ¿A nuestro mimoso Cuervo? Aplegatt había visto ya niños llorosos, agarrados al amado compañero de juegos que era conducido ensillado desde el establo, había mirado más de una vez al rostro de adultos, pálidos por el sentimiento de injusticia y de impotencia.

—No necesito de caballo de refresco —dijo con rudeza.

Le dio la impresión de que el ventero respiraba con alivio.

—Comer namás, que me entró la hambre en el camino —añadió el mensajero—. ¿Hay algo en el puchero?

—Un algo de sopón quedó, sentarsus, que sus lo pongo. ¿Pasareis acá la noche? Ya escurece.

Aplegatt reflexionó. Hacía dos días que se había encontrado con Hansom, un mensajero amigo suyo, y siguiendo órdenes, se habían intercambiado los mensajes. Hansom tomó las cartas y el mensaje para el rey Demawend, galoparía a través de Temería y Mahakam hasta Vengerberg. Aplegatt, por su parte, con el correo para el rey Vizimir de Redania, se dirigió en dirección a Oxenfurt y Tretogor. Tenía todavía más de trescientas millas por delante.

—Como y me voy —decidió—. La luna está plena y el camino es llano.

—Como queráis.

La sopa que le dieron estaba aguada y sin sabor, pero el mensajero no se detenía en tales minucias. El gusto se lo dejaba para casa, la cocina de su esposa, en el camino comía lo que se daba. Sorbió con lentitud, sujetando sin gracia la cuchara en unos dedos entumecidos de sostener las riendas.

Un gato, adormilado junto a la estufa, alzó de pronto la cabeza, siseó.

—¿Mensajero real?

Aplegatt dio un respingo. La pregunta la había hecho el que estaba sentado en las tinieblas, de las que ahora salió, poniéndose de pie junto al mensajero. Tenía los cabellos blancos como la leche, le cruzaba la frente una cinta de cuero, vestía una chaqueta negra con tachuelas de plata y botas altas. Sobre el hombro derecho brillaba el pomo esférico de una espada que llevaba cruzada a la espalda.

—¿Adonde os dirige el camino?

—Adonde mande la voluntad del rey —respondió Aplegatt con frialdad. Nunca respondía de otro modo a tales preguntas.

El albino guardó silencio algún tiempo, mientras miraba al mensajero inquisitivamente. Tenía una faz sobrenaturalmente pálida y unos extraños ojos oscuros.

—Seguramente la voluntad del rey —dijo por fin con una voz desagradable, ligeramente ronca— te ordene apresurarte, ¿no?, seguramente tengas prisa por volver al camino.

—¿Y a vos qué os importa? ¿Quién sois para meterme priesa?

—No soy nadie. —El albino sonrió repulsivamente—. Y no te meto prisa. Pero en tu lugar, me alejaría de aquí lo más rápidamente posible. No querría que te sucediera algo malo.

Para tal aserto tenía también Aplegatt una respuesta preparada. Breve y lacónica. Tranquila e inofensiva, pero que recordaba con vigor a quién servía un mensajero real y lo que amenaza a aquél que se atreva a tocar a un mensajero. Pero en la voz del albino había algo que contuvo a Aplegatt de usar la respuesta acostumbrada.

—Tengo que dar descanso al caballo, señor. Una horita, puede que dos.

—Comprendo —asintió el peloblanco, después de lo cual alzó la cabeza como si estuviera escuchando sonidos que le llegaran desde el exterior. Aplegatt también aguzó el oído, pero no escuchó más que a los grillos.

—Descansa entonces —dijo el albino, corrigiendo el cinturón de la espada que le cortaba el pecho de través—. Pero no salgas al corral. Pase lo que pase, no salgas.

Aplegatt se contuvo y no preguntó. Sintió instintivamente que sería lo mejor. Se inclinó sobre su cuenco y recomenzó la pesca de los escasos torreznos que flotaban en la sopa. Cuando alzó la cabeza, el albino ya no estaba en la habitación.

Al cabo, en el corral relinchó un caballo, golpetearon los cascos.

A la venta entraron tres hombres. Al verlos, el tabernero comenzó a limpiar una jarra más deprisa. La mujer del bebé se apretó contra su dormido marido, le despertó de un empellón. Aplegatt acercó ligeramente hacia sí su silla, sobre la que estaban su cinturón y su arma.

Los hombres se acercaron al mostrador, echando rápidas ojeadas alrededor y midiendo a los parroquianos. Andaban ligero, haciendo tintinear las espuelas y las armas.

—Sean bienvenidas vuesas mercedes. —El tabernero carraspeó y tosió—. ¿Se puede servir en algo?

—Orujo —dijo uno, bajo y encorvado, con brazos largos como un mono, armado con dos sables zerrikanos que llevaba cruzados al pecho—. ¿Gustas, Catedrático?

—Positivamente y con agrado —aceptó el otro hombre, al tiempo que se enderezaba unas gafas de pulido cristal azulino con montura de oro que llevaba montadas sobre unas narices ganchudas—. A menos que la bebida esté falsificada con ingredientes inapropiados.

El tabernero les sirvió. Aplegatt se dio cuenta de que las manos le temblaban ligeramente. Los hombres se apoyaron con la espalda en el mostrador, dieron lentos tragos de las jicaras de barro.

—Señor tabernero —habló de pronto el de las gafas—. Sospecho que cruzaron por aquí no ha mucho dos damas que se dirigían con intensidad hacia Gors Velen, ¿no?

—Por acá vienen muchos —susurró el ventero.

—A las damas incriminadas —dijo con lentitud el cuatro ojos— os sería imposible no advertirlas. Una de ellas es morena y extraordinariamente bella. Cabalga un potranco negro. La segunda, más joven, de cabellos claros y ojos verdes, conduce una yegua pinta. ¿Estuvieron aquí?

—No. —Aplegatt se adelantó al posadero, sintiendo de pronto frío en la espalda—. No estuvieron.

El peligro de plumas grises. Arena cálida...

—¿Mensajero?

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