—¿Qué decís, señora?
—Nada. Vayámonos de aquí cuanto antes, Ciri, lejos de este lugar. Uf, tengo la sensación de estar totalmente impregnada de este hedor...
—Yo también, eeej —dijo Ciri, rodeando al trote el tiro del buhonero—. Vamos al galope, ¿vale?
—Está bien... ¡Ciri! ¡Al galope, pero no a lo loco!
Pronto tuvieron la ciudad a la vista, grande, rodeada de murallas, erizada de torres con tejados picudos y brillantes. Y al otro lado de la ciudad se veía el mar, verdoso, reluciendo bajo los rayos del sol de la mañana, salpicado acá y allá de las manchas blancas de los veleros. Ciri detuvo el caballo al borde de un despeñadero arenoso, se puso de pie sobre los estribos, aspiró ávidamente el aire y el perfume.
—Gors Velen —dijo Yennefer, acercándose y poniéndose a su lado—. Por fin hemos llegado. Volvamos al camino.
En el camino real se pusieron de nuevo a galope ligero, dejando tras de sí a unos cuantos tiros de bueyes y a algunos caminantes que llevaban a la espalda hatos de leña. Cuando sobrepasaron a todos y se quedaron solas, la hechicera redujo el paso y detuvo con un gesto a Ciri.
—Acércate —dijo—. Más cerca. Toma las riendas y conduce mi caballo. Necesito las dos manos.
—¿Para qué?
—Te he pedido que tomes las riendas.
Yennefer sacó de las alforjas un espejito de plata, lo limpió, después de lo cual pronunció un encantamiento. El espejito se escapó de sus dedos, se alzó y se quedó colgado sobre el cuello del caballo, justo enfrente del rostro de la hechicera.
Ciri dio un suspiro de admiración, se pasó la lengua por los labios.
La hechicera extrajo de las alforjas un peine, se quitó la boina y durante los siguientes minutos se estuvo peinando enérgicamente el cabello. Ciri mantuvo silencio. Sabía que mientras Yennefer se peinaba los cabellos no le estaba permitido molestarla ni distraerla. El pintoresco y aparentemente descuidado desorden de sus rizos abundantes y retorcidos se conformaba como resultado de largos intentos y precisaba de no pocos esfuerzos.
La hechicera echó otra vez mano a las alforjas. Se puso en las orejas unos pendientes de brillantes y unos brazaletes en ambas muñecas. Se quitó el pañuelo del cuello y se desabotonó la blusa para descubrir el cuello y el terciopelo negro adornado con una estrella de obsidiana.
—¡Ja! —Ciri no aguantó más—. ¡Sé por qué lo haces! ¡Quieres parecer guapa porque vamos a la ciudad! ¿Lo he adivinado?
—Lo has adivinado.
—¿Y yo?
—¿Qué pasa contigo?
—¡También quiero parecer guapa! Me voy a peinar...
—Ponte la boina —dijo Yennefer con aspereza, todavía mirando en el espejo que colgaba por entre las orejas del caballo—. En el mismo sitio en el que estaba. Y guárdate los cabellos por debajo.
Ciri resopló con rabia pero obedeció inmediatamente. Ya hacía tiempo que había aprendido a diferenciar los colores y los tonos de voz de la hechicera. Sabía cuándo se podía intentar discutir y cuándo no.
Yennefer, una vez terminó de colocarse los rizos sobre la frente, sacó de las alforjas un pequeño frasquito de cristal verde.
—Ciri —dijo con voz suave—. Viajamos de incógnito. Y el viaje todavía no se ha terminado. Por eso tienes que esconder tu cabellos bajo la boina. En cada puerta de la ciudad hay personas a las que se paga para que observen meticulosa y cuidadosamente a los viajeros. ¿Comprendes?
—No —repuso Ciri con descaro, mientras tiraba de las riendas del semental negro de la hechicera—. ¡Te has arreglado de tal modo que a los mirones de las puertas se les van a saltar los ojos! ¡Vaya un camuflaje!
—La ciudad a cuyas puertas nos acercamos —sonrió Yennefer— es Gors Velen. Yo no tengo por qué camuflarme en Gors Velen, e incluso diría que al contrario. Contigo es otra cosa. A ti no debe recordarte nadie.
—¡Los que te miren también me verán a mí!
La hechicera destapó el tarrito, del que se escapó un olor a lilas y grosella. Introdujo el dedo índice en el tarrito y luego se echó un poquito de su contenido bajo los ojos.
—Dudo —dijo, todavía sonriendo enigmáticamente— que nadie te preste atención.
Delante del puente había una larga fila de jinetes y carros, y en la antepuerta se acumulaban los viajeros que esperaban al siguiente control. Ciri se enfureció y farfulló, enfadada por la perspectiva de una larga espera. Yennefer, sin embargo, se enderezó en la silla y pasó al trote, mirando muy por encima de las cabezas de los viajeros. Éstos, a su vez, se apartaron prestos, le hicieron sitio, inclinando la cabeza con respeto. Los guardias, vestidos con largas cotas de malla, vieron de inmediato a la hechicera y le dejaron paso libre, sin ahorrar en golpes de pica con los que azuzaron a los reticentes o lentos en exceso.
—Por aquí, por aquí, poderosa señora —gritó uno de los guardias, mirando a Yennefer y gesticulando con el rostro—. ¡Pasar por aquí, os pido humildemente! ¡Abrir paso! ¡Abrir paso, bellacos!
El jefe de la guardia, que había sido llamado a toda prisa, salió del cuerpo de guardia amohinado y enfadado, pero a la vista de Yennefer enrojeció, abrió mucho los ojos y la boca, se inclinó en una profunda reverencia.
—Con humildad os doy la bienvenida a Gors Velen, clara señora —barbulló, mientras se enderezaba y se quedaba mirando fijamente—. A vuestras órdenes... ¿Puedo servir en algo a la señora? ¿Dar escolta? ¿Un guía? ¿Llamar a alguien?
—No hace falta. —Yennefer se enderezó en la silla, le miró de arriba a abajo—. Pasaré poco tiempo en la ciudad. Voy a Thanedd.
—Entendido... —El soldado se apoyaba alternativamente en uno y otro pie, sin quitar ojo del rostro de la hechicera. El resto de los guardias también miraba. Ciri se tensó orgullosa y levantó la cabeza, pero constató que no la miraba nadie. Como si no existiera.
—Entendido —repitió el jefe de la guardia—. A Thanedd, sí... Al congreso. Entendido, se entiende. Entonces os deseo...
—Gracias. —La hechicera azuzó al caballo, mostrando claramente su escasa curiosidad por lo que quisiera desearle el comandante. Ciri se apresuró a seguirla. Los guardias se inclinaron al paso de Yennefer, pero siguieron sin dignarse si quiera echarle una mirada a ella.
—Ni siquiera te han preguntado el nombre —murmuró, alcanzando a Yennefer y dirigiendo con cuidado el caballo por entre las rodadas marcadas en el barro de la calle—. ¡Ni adonde vamos! ¿Los hechizaste?
—No a ellos. A mí misma.
La hechicera se dio la vuelta y Ciri resopló con fuerza. Los ojos de Yennefer ardían con un brillo violeta y su rostro emanaba belleza. Resplandeciente. Retadora. Amenazante. E innatural.
—¡El tarrito verde! —se imaginó al punto Ciri—. ¿Qué era?
—Glamarye. Un elixir o, mejor dicho, un ungüento para ocasiones especiales. Ciri, ¿acaso tienes que pasar por cada charco del camino?
—¡Quiero limpiarle los cascos al caballo!
—Hace un mes que no llueve. Eso son lavazas y meados de caballos, no agua.
—Aja... Dime, ¿por qué has usado ese elixir? ¿Tan necesario te era...?
—Esto es Gors Velen —la interrumpió Yennefer—. Una ciudad que debe su bienestar en gran medida a los hechiceros. Más exactamente, a las hechiceras. Tú misma has visto cómo se trata aquí a las hechiceras. Y yo no tenía ganas de presentarme, ni de demostrar quién soy. Prefería que fuera evidente al primer vistazo. Después de esa casa roja torcemos a la izquierda. Al paso, Ciri, sujeta al caballo o golpearás a algún crío.
—¿Y a qué hemos venido aquí?
—Ya te lo dije.
Ciri bufó, apretó los labios, espoleó con fuerza al caballo. La yegua bailoteó, por poco no chocó con un carro que pasaba a su lado. El conductor se alzó en el pescante y ya iba a regalarlos con un colección de flores de carretero cuando al ver a Yennefer se sentó rápido y se ocupó de examinar detenidamente el estado de sus propias almadreñas.
—Sólo un respingo más como éste —dijo Yennefer— y me enfadaré. Te estás comportando como una cría de cabra. Me das vergüenza ajena.
—Me quieres meter en esa escuela, ¿sí? ¡Yo no quiero!
—Más bajo. La gente mira.
—¡A ti te miran, no a mí! ¡Yo no quiero ir a ninguna escuela! ¡Me prometiste que siempre ibas a estar conmigo y ahora quieres dejarme! ¡Sola! ¡Yo no quiero estar sola!
—No vas a estar sola. En la escuela hay muchas muchachas de tu edad. Tendrás muchas amigas.
—No quiero amigas. Quiero estar contigo y con... Pensaba que...
Yennefer se volvió bruscamente.
—¿Qué pensabas?
—Pensaba que íbamos a ir con Geralt. —Ciri sacudió la cabeza retadoramente —. Sé bien en qué pensabas todo el camino. Y por qué suspirabas por las noches...
—Basta —gritó la hechicera, y la visión de sus ojos ardiendo hizo que Ciri apretara la cara contra las crines del caballo—. Demasiado lejos has ido. Te recuerdo que la época en que podías contradecirme ha pasado sin remedio. Y fue así por voluntad tuya. Ahora tienes que ser obediente. Harás todo lo que te ordene. ¿Entendido?
Ciri asintió.
—Lo que ordene será lo mejor para ti. Siempre. Y por eso me escucharás y llevarás a cabo mis recomendaciones. ¿Está claro? Sujeta el caballo. Ya hemos llegado.
—¿Ésta es la escuela? —farfulló Ciri, alzando los ojos hacia la suntuosa fachada del edificio—. ¿Es ésta ya...?
—Ni una palabra más. Desmonta. Y compórtate como se debe. No es la escuela, la escuela está en Aretusa, no en Gors Velen. Esto es un banco.
—¿Y para qué necesitamos un banco?
—Piénsalo. Desmonta, te he dicho. ¡No en el charco! Deja el caballo, para eso está el servicio. Quítate los guantes. No se entra en un banco con guantes de viaje. Mírame. Colócate la boina. Pon bien el cuello de la camisa. Enderézate. ¿No sabes qué hacer con las manos? ¡Entonces no hagas nada!
Ciri suspiró.
Los sirvientes que se acercaron corriendo desde las puertas del edificio, deshaciéndose en reverencias, eran enanos. Ciri los miró con curiosidad. Aunque igual de bajos, rechonchos y barbados, no recordaban en absoluto a su amigo Yarpen Zigrin ni a sus muchachos. Los sirvientes eran grises, vestidos con el mismo uniforme, sin nada de particular. Y serviles, lo que no era posible decir de Yarpen y sus muchachos en forma alguna.
Entraron. El elixir mágico seguía funcionando, así que la aparición de Yennefer provocó inmediatamente una gran alteración, carreras, reverencias, más bienvenidas humilladas y declaraciones de estar prestos a servir, cuyo final lo marcó sólo la aparición de un enano imposiblemente gordo, ricamente vestido y de blancas barbas.
—¡Estimada Yennefer! —bramó el enano, haciendo balancearse una cadena de oro que colgaba de su potente cuello bastante por debajo de la barba blanca—. ¡Vaya una sorpresa! ¡Y qué honor! ¡Por favor, por favor, al despacho! ¡Y vosotros, no os quedéis quietos, no miréis! ¡Al trabajo, al ábaco! Wilfli, ahora mismo, una botella de Castel de Neuf, al despacho, cosecha del... Tú ya sabes de qué cosecha. ¡Vivo, en marcha! Permite, permite, Yennefer. Una verdadera alegría el verte. Tienes un aspecto... Ah, la leche, ¡que quita el aliento!
—Tú tampoco te mantienes mal, Giancardi —sonrió la hechicera.
—Seguro. Por favor, ven conmigo al despacho. Pero no, no, las señoras por delante. Conoces el camino, Yennefer.
El despacho estaba oscuro y agradablemente fresco, en el aire había un perfume que Ciri recordaba de la torre de escriba de Jarre: el perfume a encausto, pergamino y polvo cubriendo muebles de roble, tapices de las paredes y antiguos libros.
—Sentaos, por favor. —El banquero apartó de la mesa un pesado sillón para Yennefer, lanzó a Ciri una mirada curiosa—. Hum...
—Dale algún libro, Molnar —dijo descuidadamente la hechicera, al observar la mirada—. A ella le encantan los libros. Que se siente al borde de la mesa y no molestará. ¿Verdad, Ciri?
Ciri no encontró que responder tuviera algún sentido.
—Libros, ehem, ehem. —El enano se puso a ello, acercándose a una cómoda—. ¿Qué tenemos aquí? Oh, el libro de entradas y salidas... No, éste no. Aranceles y pagos portuarios... Tampoco. ¿Créditos y reembolsos? No. ¿Y qué hace éste aquí? El diablo lo sabe... Pero creo que será perfecto. Toma, muchacha.
El libro llevaba el título de
Physiologus
y era bastante viejo y destrozado. Ciri abrió la portada con mucho cuidado y pasó algunas páginas. La obra le interesó de inmediato porque trataba de enigmáticas bestias y monstruos y estaba llena de dibujos. Durante unos cuantos minutos se afanó en compartir su interés entre el libro y la conversación de la hechicera y el enano.
—¿Tienes alguna carta para mí, Molnar?
—No. —El banquero sirvió vino a Yennefer y a sí mismo—. No ha venido nueva alguna. La última, hace un mes, te la mandé de la forma establecida.
—La recibí, gracias. Y por casualidad... ¿alguien se ha interesado por esas cartas?
—Aquí no —sonrió Molnar Giancardi—. Pero disparas a la diana correcta, querida mía. El banco de los Vivaldi me informó en secreto de que intentaron seguirle la pista a las cartas. Su filial en Vengerberg descubrió también un intento de seguir las operaciones de tu cuenta privada. Uno de los empleados resultó no ser leal.
El enano se interrumpió, miró a la hechicera por bajo de sus pobladas cejas. Ciri aguzó el oído. Yennefer guardó silencio, jugueteando con su estrella de obsidiana.
—Vivaldi —continuó el banquero, bajando la voz— no pudo o no quiso realizar investigaciones en este asunto. El escribano desleal y dispuesto a venderse se cayó a un foso cuando iba borracho y se ahogó. Un desgraciado accidente. Una pena. Demasiado rápido, demasiado a la ligera...
—No hay mal que cien años dure. —La hechicera infló los labios—. Yo sé a quién le interesan mis cartas y mi cuenta, la investigación en casa de los Vivaldi no hubiera arrojado ninguna revelación.
—Si así lo dices... —Giancardi se rascó la barba—. ¿Vas a Thanedd, Yennefer? ¿Al congreso general de hechiceros?
—Por supuesto.
—¿Para decidir el destino del mundo?
—No exageremos.
—Corren diversos rumores —dijo el enano con sequedad—. Y diversas cosas tienen lugar.
—¿Qué cosas, si no es un secreto?
—Desde el año pasado —dijo Giancardi, acariciándose la barba— se observan movimientos extraños en la política fiscal... Ya sé, esto no te interesa...
—Habla.
—Han doblado el encabezamiento y el pecho de invernada, impuestos que recauda directamente el poder militar. Todos los mercaderes y empresarios tienen que pagar a la hacienda real además el llamado «diezmo de céntimo», un impuesto completamente nuevo, un céntimo por cada noble obtenido. Enanos, gnomos, elfos y medianos pagan también más encabezamiento y contribución. Si llevan a cabo actividad mercantil o industrial están además obligados a pagar un donativo obligatorio «inhumano» que alcanza un diez por ciento. De este modo entrego a la hacienda más del sesenta por ciento de mis beneficios. Mi banco, incluyendo todas sus filiales, da a los Cuatro Reinos seiscientos ases al año. Para que lo sepas: esto significa casi tres veces más de lo que un duque o conde acaudalado de un reino muy poderoso paga como cuarto.