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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Tiempo de odio (12 page)

—Quisiera, sin embargo —el mozalbete puso la mano sobre el pomo de la espada—, estar junto a ti. Para guardar y defender... ¿Me permites?

—Lo permito. —Ciri no sabía por qué la rabia en el rostro de la muchacha del traje albaricoque le producía tanto placer.

—¡Yo seré quien guarde y defienda! —Fabio alzó la cabeza y miró retador al escudero—. ¡Y también voy con ella!

—Señores. —Ciri se hinchó y levantó la nariz—. Más dignidad. No os empujéis. Habrá para todos.

El anillo de los espectadores se agitaba y murmuraba cuando se acercó con osadía a la jaula, casi sintiendo el aliento de ambos muchachos en el cuello. La viverna silbó con rabia y se removió, un olor a reptil les golpeó en las ventanas de la nariz. Fabio jadeaba ruidosamente, pero Ciri no retrocedió. Se acercó aún más y estiró la mano, casi tocando la jaula. El monstruo se movió en la jaula, la enseñó los dientes. La multitud de nuevo se agitó, alguien gritó.

—Bien, ¿y qué? —Ciri se dio la vuelta, poniéndose orgullosamente en jarras—. ¿Me he muerto? ¿Me ha envenenado ese monstruo ponzoñoso? Él es tan basilisco como yo soy...

Se detuvo al ver la repentina palidez que cubrió los rostros de Fabio y del escudero. Se dio la vuelta con rapidez y vio cómo dos barrotes de la jaula cedían bajo el ímpetu del lagarto rabioso, arrancando del marco los clavos oxidados.

—¡Huid! —gritó a todo pulmón—. ¡La jaula ha estallado!

Los espectadores se dirigieron gritando hacia la salida. Algunos intentaron cruzar a través de la lona, pero sólo se enredaron en ella a sí mismos y a otros, y cayeron formando un ruidoso tumulto. El escudero agarró a Ciri por los hombros justo en el momento en que ella intentaba saltar, con el resultado de que ambos tropezaron, se golpearon y cayeron, tumbando también a Fabio. El perrillo velludo de la vendedora comenzó a ladrar, el picado a escupir asquerosas blasfemias y la completamente desorientada dama del vestido de color albaricoque comenzó a lanzar penetrantes gritos.

Los barrotes de la jaula se rompieron con un chasquido, la viverna salió al exterior. El picado saltó de la tribuna e intentó detenerla con el palo, pero el monstruo le derribó con un golpe de sus garras, se encogió y lo aplastó con su cola llena de espinas. La picada faz del hombre se transformó en una pulpa sangrienta. Silbando y estirando las alas tullidas, la viverna bajó revoloteando de la tribuna y se arrojó sobre Ciri, Fabio y el escudero mientras intentaban levantarse del suelo. La doncella del vestido de color albaricoque se desmayó y cayó a lo largo, de espaldas. Ciri se tensó para saltar, pero comprendió que no iba a darle tiempo.

Les salvó el perrillo peludo que se escapó de los brazos de la vendedora, que se había caído y estaba enredada en los pliegues de su propia falda. Ladrando agudamente, el perrucho se lanzó contra el monstruo. La viverna silbó, se alzó, agarró al chucho con las garras, se estiró en un movimiento reptilesco increíblemente rápido y le clavó los dientes en el cuello. El perrillo aulló salvajemente.

El escudero se puso de rodillas y se echó mano al costado, pero no encontró ya la espada porque Ciri había sido más rápida. Con un movimiento relampagueante sacó la espada de la vaina, y saltó en una media pirueta. La viverna se levantó, la cabeza arrancada del perrillo colgaba de su mandíbula llena de dientes.

A Ciri le pareció que todos los movimientos estudiados en Kaer Morhen se ejecutaban solos, casi sin su voluntad o participación. Golpeó a la sorprendida viverna en la barriga y de inmediato giró esquivando, pero el lagarto que se estaba echando sobre ella cayó en la arena, dejando escapar regueros de sangre. Ciri saltó hacia él, evitando hábilmente la cola silbante, y con seguridad, precisión y fuerza rajó el cuello al monstruo, saltó, realizó maquinalmente un quiebro ya innecesario y de inmediato golpeó otra vez, ahora cortando la espina dorsal. La viverna se retorció y quedó inmóvil, sólo la cola serpentina seguía retorciéndose y golpeando, regando de arena todo a su alrededor.

Ciri embutió rápidamente la ensangrentada espada en la mano del escudero.

—¡Ya ha pasado el peligro! —gritó a la muchedumbre que corría y a los espectadores que todavía estaban enredados en la lona—. ¡El monstruo está muerto! Este valiente caballero lo acuchilló hasta la muerte...

De pronto sintió una presión en la garganta y un torbellino en el estómago, sus ojos se oscurecieron. Algo le golpeó con una fuerza terrible en su espalda, tanto que hasta los dientes le chasquearon. Mirar a su alrededor fue un error. Lo que le había golpeado había sido la tierra.

—Ciri... —susurró Fabio, arrodillándose hacia ella—. ¿Qué te pasa? Por los dioses, está pálida como un cadáver...

—Una pena —murmuró— que no te veas a ti mismo.

La gente se arremolinó a su alrededor. Algunos golpeaban al cuerpo de la viverna con palos y hurgones, otros se ocupaban del picado y el resto vitoreaba al heroico escudero, al valiente matador de dragones, al único que conservó la sangre fría y evitó la masacre. El escudero abrazaba a la doncella albaricocada, mientras miraba todavía un poco perplejo la hoja de su espada que estaba cubierta de rastros de sangre que empezaban a secarse.

—Mí héroe... —La doncella albaricocada se despertó y le echó los brazos al cuello—. ¡Mi salvador! ¡Mi amado!

—Fabio —dijo Ciri con voz débil al ver que los guardias municipales aparecían apartando a la gente a empujones—. Ayúdame a levantarme y sácame de aquí. Deprisa.

—Pobres niños... —Una burguesa gorda con un sombrero les miró mientras desaparecían a hurtadillas por entre la multitud—. Ay, tuvisteis suerte. Ay, si no hubiera sido por el osado caballero, ¡hasta los ojos hubieran llorado vuestras madres!

—¡Inquirir quién sea a quien escuderea el mozo! —gritó un artesano con un delantal de cuero—. ¡Por sus hechos merece tanto el espaldarazo que la espuela!

—¡Y el fierero a la picota! ¡Darle de palos, darle! Traer un monstruo así al burgo, entre las gentes...

—¡Agua, rápido! ¡La doncella se ha desmayado de nuevo!

—¡Mi pobre Mosquita! —gritó de pronto la vendedora, que estaba arrodillada junto a lo que había quedado del perrillo peludo—. ¡La mi perrilla infortunada! ¡Vecinooos! ¡Atrapar a la moza, a esa picara que incitó al dragón! ¿Dónde está? ¡No el fierero, sino ella es la culpable de todo!

Los guardias municipales, ayudados por numerosos voluntarios, comenzaron a abrirse paso entre la muchedumbre y a buscar. Ciri venció su deseo de volver la cabeza.

—Fabio —susurró—. Separémonos. Nos encontraremos dentro de unos minutos en aquella calleja por la que pasamos. Vete. Y si alguien te detuviera y te preguntara por mí, di que no me conoces y que no sabes quién soy.

—Pero... Ciri...

—¡Vete!

Apretó en el puño el amuleto de Yennefer y murmuró el hechizo activador. El encantamiento funcionó al momento. Justo a tiempo. Los guardias, que ya se iban abriendo paso en su dirección, se detuvieron desorientados.

—¿Qué cojones? —se asombró uno de ellos que, le había parecido, estaba mirando directamente a Ciri—. ¿Dónde está? Pos si la había visto ahora mismo...

—¡Allá, allá! —gritó otro, señalando en dirección contraria.

Ciri se dio la vuelta y se fue, todavía ligeramente turbada y debilitada por la subida de la adrenalina y la activación del amuleto. El amuleto actuaba tal y como tenía que hacerlo: absolutamente nadie la veía ni le prestaba atención. Absolutamente nadie. Como resultado, antes de que consiguiera salir de la multitud, fue golpeada, pisoteada y pateada innumerables veces. Evitó de milagro ser aplastada por una caja lanzada desde un carro. Por poco no le golpearon en un ojo con un vierno. Los hechizos, como se veía, tenían su parte buena y mala y tantas ventajas como inconvenientes.

La acción del amuleto no duró mucho. Ciri no tenía suficiente fuerza como para controlar y alargar la duración del encantamiento. Por suerte, el hechizo dejó de actuar en el momento apropiado, cuando escapó de la multitud y vio a Fabio que la esperaba en la calleja.

—Ay —dijo el muchacho—. Ay, Ciri. Aquí estás. Estaba intranquilo...

—No había por qué. Vamos, deprisa. Ya es más de mediodía, tengo que volver.

—No te las has arreglado mal con el monstruo. —El muchacho la miró con admiración—. ¡Pero qué deprisa te lo cargaste! ¿Dónde aprendiste eso?

—¿El qué? El escudero mató a la viverna.

—No es cierto. Vi...

—¡No has visto nada! Por favor, Fabio, ni una palabra a nadie. A nadie. En especial a doña Yennefer. Ay, si se enterara me iba a dar...

Se calló.

—Aquéllos —señaló hacia detrás, hacia la plaza— tenían
razón
. Yo fui quien puso rabiosa a la viverna... Fue mi culpa...

—No fue culpa tuya —negó Fabio con convencimiento—. La jaula estaba podrida y hecha polvo. Podía haber estallado en cualquier momento, dentro de una hora, mañana, pasado mañana... Mejor que haya sido ahora porque tú salvaste...

—¡El escudero fue quien lo hizo! —gritó Ciri—. ¡El escudero! ¡Métete esto en la cabeza por fin! Como me traiciones te transformaré en... ¡en algo horrible! ¡Yo sé hacer encantamientos! ¡Te convertiré en...!

—Hey, hey —les alcanzó una voz a su espalda—. ¡Basta ya!

Una de las mujeres que iba detrás de ellos tenía los cabellos oscuros y finamente peinados, unos ojos brillantes y unos labios delgados. Llevaba una corta capa sobre los hombros de terciopelo violeta, forrada de piel de lirón.

—¿Por qué no estás en la escuela, adepta? —preguntó con una voz fría y sonora, midiendo a Ciri con una mirada penetrante.

—Espera, Tissaia —dijo la otra mujer, joven, alta, rubia, que llevaba un vestido verde con un gran escote—. Yo no la conozco. Creo que no es...

—Lo es —le interrumpió la morena—. Estoy segura de que es una de tus muchachas, Rita. No conoces a todas, claro. Ésta es una de las que se escaparon de Loxia durante la confusión de la mudanza. Y ahora mismo nos lo va a reconocer. Venga, adepta, estoy esperando.

—¿Qué? —Ciri frunció el ceño.

La mujer apretó sus finos labios, se colocó los gemelos de sus guantes.

—¿A quién le has robado el amuleto de camuflaje? ¿O te lo dio alguien?

—¿Qué?

—No pongas a prueba mi paciencia, adepta. Tu nombre, clase, nombre de tu preceptora. ¡Deprisa!

—¿Que?

—¿Te haces la tonta, adepta? ¡Nombre! ¿Cómo te llamas?

Ciri apretó los dientes y sus ojos ardieron con un fuego verde.

—Anna Ingeborga Klopstock —refunfuñó con descaro.

La mujer alzó la mano y Ciri inmediatamente comprendió lo grave de su error. Yennefer, sólo una vez, cansada de que le diera la lata largo tiempo, le había mostrado cómo funciona un hechizo paralizador. La impresión había sido excepcionalmente desagradable. Ahora también lo fue.

Fabio gritó sordamente y se lanzó en su dirección, pero la otra mujer, la de cabellos claros, lo agarró por el cuello de la camisa y le hizo quedarse en el sitio. El muchacho se revolvió, pero los brazos de la mujer eran como de hierro. Ciri no podía ni siquiera temblar. Tenía la sensación de que se hundía poco a poco de la tierra. La rubia se inclinó y clavó en ella sus ojos brillantes.

—No soy partidaria de los castigos corporales —dijo con voz gélida, arreglando de nuevo los gemelos de sus guantes—, pero intentaré que te den una ración de latigazos, adepta. No por tu desobediencia, ni por robar el amuleto ni por vagabundear. No porque lleves una ropa que no está permitida, ni porque vayas con un chico y le cuentes cosas de las que te está prohibido hablar. Te darán de latigazos porque no has sido capaz de reconocer a tu gran maestra.

—¡No! —gritó Fabio—. No le hagas daño, noble señora! Yo soy escribano en el banco de don Molnar Giancardi, y esta señorita es...

—¡Cierra el pico! —gritó Ciri—. ¡Cierr...!

El hechizo amordazador llegó rápida y brutalmente. Sintió sangre en los labios.

—¿Y? —le incitó a Fabio la rubia, soltándolo y arreglando con un movimiento cariñoso el arrugado cuello de la camisa del muchacho—. Habla, ¿quién es esta orgullosa señorita?

 

Margarita Laux-Antille salió de la piscina con un chapoteo, chorreando agua. Ciri no pudo contener una mirada. Había visto desnuda a Yennefer más de una vez y no creía que se pudiera tener mejor figura que ella.

Se equivocaba.

Ante la vista de la desnuda Margarita Laux-Antille se hubieran ruborizado de envidia incluso las estatuas de mármol de dioses y ninfas.

La hechicera tomó una jofaina con agua fría y se la derramó sobre el busto, al tiempo que maldecía impúdicamente y se sacudía.

—Eh, muchacha —se dirigió a Ciri—. Sé buena y dame la toalla. Venga, deja por fin de mirarme de reojo.

Ciri bufó por lo bajo, todavía estaba enfadada. Cuando Fabio contó quién era, las hechiceras la condujeron a la fuerza por media ciudad, exponiéndola a la burla de todos. En el banco de Giancardi el asunto, por supuesto, se aclaró de inmediato. Las hechiceras pidieron perdón a Yennefer, y explicaron su comportamiento. Pasaba que las adeptas de Aretusa habían sido trasladadas temporalmente a Loxia, porque los cuartos de la escuela habían sido transformados en viviendas para los participantes e invitados al congreso de los hechiceros. Aprovechándose del barullo durante la mudanza, algunas adeptas habían escapado de Thanedd y habían ido a vagabundear por la ciudad. Margarita Laux-Antille y Tissaia de Vries, alarmadas por la activación del amuleto de Ciri, la habían tomado por una de las vagabundas.

Las hechiceras pidieron perdón a Yennefer, pero ninguna pensó siquiera en pedirle perdón a Ciri. Yennefer, al escuchar las disculpas, la miraba a ella y Ciri sentía cómo le ardían las orejas. Y lo peor fue para el pobre Fabio: Molnar Giancardi le gritó de tal modo que el muchacho tenía lágrimas en los ojos. A Ciri le dio pena, pero también estuvo orgullosa de él. Fabio mantuvo su palabra y no dijo ni palabra acerca de la viverna.

Yennefer, como se vio, conocía perfectamente a Tissaia y Margarita. Las hechiceras la invitaron a La Garza de Oro, la posada mejor y más cara de Gors Velen, donde Tissaia se había alojado al llegar, evitando, por motivos sólo de ella conocidos, acercarse a la isla. Margarita Laux-Antille, que, por lo que se vio, era la rectora de Aretusa, aceptó la invitación de la hechicera más mayor y por un tiempo compartía habitación con ella.

La posada era de verdad de lujo. Tenía en el sótano unos baños propios, los cuales Margarita y Tissaia habían alquilado para su uso exclusivo, pagando por ello una cantidad inimaginable. A Yennefer y Ciri, por supuesto, se les animó a usar de los baños y como resultado todas se habían remojado alternativamente en la piscina y sudaban desde hacía algunas horas en la sauna, charlando además sin pausa.

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