Tiempo de odio (14 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Tor Lara... La Torre de la Gaviota... ¿Por qué este nombre me provoca tanto miedo?

El viento golpeaba los árboles, gemían las ramas, Ciri entrecerró los ojos, el polvo y las hojas la golpearon en las mejillas. Hizo dar la vuelta al caballo, que estaba bufando y retorciéndose. Ciri había recuperado la orientación. La isla de Thanedd señalaba hacia al norte, ella tenía que ir en dirección al oeste. El camino de arena yacía entre la penumbra como una clara línea blanca. Pasó al galope.

De nuevo retumbó. Súbitamente, a la luz de los rayos contempló unos jinetes. Unas siluetas oscuras, difusas, en movimiento, a ambos lados del camino. Escuchó un grito.

—¡Gar'ean!

Sin pensarlo espoleó al caballo, tiró de las riendas, dio la vuelta y pasó al galope. Detrás de ella, gritos, silbidos, relinchos, el ruido de los cascos.

—¡Gar'ean! ¡Dh'oine!

Galope, ruido de cascos, el ímpetu del viento. Una oscuridad en la que relucen los troncos blancos de los abedules del camino. Estruendo. Un rayo, a su luz dos caballos intentan cortarle el camino. Uno saca una mano, quiere agarrar las bridas. Tiene clavado en el sombrero el rabo de una ardilla. Ciri golpea al caballo con los talones, se pega al cuello del caballo, el ímpetu la echa a un lado. Detrás de ella, gritos, silbidos, estampido del trueno. Un relámpago.

—¡Sparle, Yaevinn!

¡Al galope, al galope! ¡Más deprisa, caballo! Trueno. Relámpago. Una desviación. ¡A la izquierda! ¡Yo no me equivoco nunca! Otra desviación. ¡A la derecha! ¡Al galope, caballo! ¡Deprisa, deprisa!

El camino lleva hacia arriba, arena bajo los cascos, el caballo, aunque espoleado, reduce el paso...

En la cumbre de la elevación Ciri miró a su alrededor. Otro relámpago iluminó el camino. Completamente vacío. Aguzó el oído, pero no escuchó más que el viento, las hojas crujiendo al viento. Retumbó.

Aquí no hay nadie. Los Ardillas... Sólo son recuerdos de Kaedwen. La Rosa de Shaerrawedd... Sólo me lo pareció. Aquí no hay ni un alma, nadie me persigue...

La golpeó el viento. El viento sopla de tierra adentro, pensó, y lo siento en la mejilla derecha...

Me equivoqué.

Un relámpago, a su luz brilla la superficie del mar, como fondo el cono oscuro de la isla de Thanedd. Y Tor Lara. La Torre de la Gaviota. Una torre que atrae como un imán... Pero yo no quiero ir a esa torre. Yo voy a Hirundum. Porque tengo que ver a Geralt.

De nuevo relampagueó.

Entre ella y el acantilado había un caballo negro. Y sobre él había un caballero con el yelmo adornado con las alas de un ave de presa. De pronto las alas se agitan, el pájaro alza el vuelo...

¡Cintra!

Un miedo que paraliza. Las manos aferran dolorosamente las bridas. Relámpago. El caballero negro hace levantarse al caballo. En lugar de rostro lleva una máscara monstruosa. Las alas se agitan...

El caballo pasó al galope sin solución de continuidad. Oscuridad, salpicada de relámpagos. Se acaba el bosque, bajo los cascos hay un chapoteo, los chasquidos de un pantano. La sigue el sonido de las alas de un ave de presa. Cada vez más cerca... Más cerca...

Un galope rabioso, los ojos lloran por la velocidad. Los relámpagos atraviesan el cielo, a su luz Ciri ve alisos y sauces a ambos lados del camino. Pero no son árboles. Son los sirvientes del Rey Aliso. Los sirvientes del caballero negro, que galopa hacia ella, las alas del ave de presa se agitan sobre su casco. Deformes monstruos a ambos lados del camino extienden sus manos tuberculosas hacia ella, se ríen salvajemente, abriendo las negras fauces de sus huecos. Ciri se echa sobre el cuello del caballo. Las ramas silban, azotan, se enganchan en la ropa. Los troncos deformes se agitan, los agujeros se abren y cierran, se cubren de una sonrisa burlona...

¡La Leoncilla de Cintra! ¡Niña de la Antigua Sangre!

El caballero negro está aquí, junto a ella, Ciri siente en el cuello cómo su mano intenta agarrarla por los cabellos. El caballo, azuzado a gritos, avanza hacia delante, supera con un rápido salto una barrera invisible, rompe las ramas con un crujido, se golpea...

Ciri tiró de las riendas, inclinándose sobre la silla, hizo volverse al jadeante caballo. Gritó salvaje, rabiosamente. Extrajo la espada de la vaina, la balanceó sobre la cabeza. ¡Esto no es Cintra! ¡Ya no soy una niña! ¡Ya no estoy desarmada! No te permitiré...

—¡No te permitiré! ¡Ya no me tocarás! ¡No me tocarás nunca más!

El caballo aterrizó en el agua con un chapoteo y un chasquido. Le llegaba hasta la tripa. Ciri se inclinó, gritó, golpeó al semental con los talones, volvió de nuevo al dique. Un estanque, pensó. Fabio dijo algo de estanques con peces. Esto es Hirundum. Acerté. Nunca me equivoco...

Un relámpago. Detrás de ella un dique, más allá la negra pared del bosque, penetrando en el cielo como una sierra. Y nadie. Sólo el gañido del viento cortaba el silencio. En algún lugar del pantano graznaba un pato asustado.

Nadie. Sobre el dique no hay nadie. Nadie me persigue. Era una alucinación, una pesadilla. Recuerdos de Cintra. Sólo me lo pareció.

A lo lejos, una lucecita. Una farola. O una lumbre. Es una granja. Hirundum. Ya está cerca. Sólo un esfuerzo más...

Un relámpago. Uno, dos, tres. Sin trueno. El viento muere de pronto. El caballo relincha, menea la testa y se pone a dos patas.

En el cielo negro aparece una cinta lechosa, que se aclara con rapidez, retorciéndose como una serpiente. El viento golpea de nuevo en las copas, arranca del dique tolvaneras de hojas y de hierbas secas.

A lo lejos, la lucecita desaparece. Se hunde y se deshace en la riada de millones de fueguecitos celestes que de pronto brillan y cubren todo el pantano. El caballo resopla, relincha, camina loco por el dique. Sólo con un gran esfuerzo consigue Ciri mantenerse en la silla.

En la cinta que recorre el cielo aparece la confusa silueta de unos jinetes de pesadilla. Están cada vez más cerca, se los ve cada vez mejor. Sus yelmos están erizados de cuernos de búfalo y de penachos deshilachados, bajo los yelmos se vislumbra el blanco de las máscaras de los cadáveres. Los jinetes cabalgan sobre los esqueletos de unos caballos cubiertos con desastradas mantas. La rabia del viento aúlla entre los alisos, la espada de los relámpagos corta incansable el negro cielo. El viento aúlla cada vez más fuerte. No, no es el viento. Es un cántico fantasmagórico.

La pesadillesca cabalgata gira, se dirige directamente hacia ella. Los cascos de los fantasmales caballos atraviesan las luces de los fuegos fatuos que notan sobre el pantano. A la cabeza de la cabalgata galopa el Rey Perseguidor. Un oxidado yelmo se columpia sobre el rostro cadavérico, atravesado por los agujeros de las órbitas en los que arde un fuego lívido. Se agita la desgarrada capa. Sobre una coraza cubierta de herrumbre matraquea un collar, vacío como una vaina de judías. Hubo un momento en que tenía ricas piedras preciosas. Pero fueron cayendo durante las salvajes carreras por el cielo. Y se convirtieron en estrellas...

¡No es cierto! ¡No existe! ¡Es una pesadilla, una alucinación, un delirio! ¡Sólo me lo parece!

El Rey Perseguidor espolea al esqueleto que es su montura, rompe en una loca y espantosa risa.

¡Niña de la Antigua Sangre! ¡Nos perteneces! ¡Eres nuestra! ¡Únete a nuestro séquito, únete a nuestra Persecución! ¡Vamos a correr, a correr hasta el final, hasta la eternidad, hasta el límite de la existencia! ¡Eres nuestra, hija del Caos con ojos de estrella! ¡Únete, conoce la alegría de la Persecución! ¡Eres nuestra, eres una de nosotros! ¡Tu lugar está entre nosotros!
.

—¡No! —gritó—. ¡Idos! ¡Sois cadáveres!

El Rey Perseguidor se ríe, golpetean los podridos dientes sobre el herrumbroso cuello de la armadura. Arden lívidas las cuencas de los ojos de la máscara cadavérica.

Sí, nosotros somos cadáveres. Pero tú eres la muerte
.

Ciri se aferró al cuello del caballo. No tenía que
azuzarlo
. Sintiendo detrás de sí a los espectrales perseguidores, el caballo corría por el dique en un galope vertiginoso.

 

Bernie Hofmeier, mediano, granjero de Hirundum, levantó su peluda cabeza y escuchó el lejano sonido del trueno.

—Una cosa peligrosa —dijo— esta tormenta sin lluvia. Atiza un rayo donde sea y ya está listo el fuego...

—Un poco de lluvia no vendría mal —suspiró Jaskier, quien estaba tensando las cuerdas del laúd—, porque el aire está que se puede cortar con un cuchillo... La camisa se pega a los lomos, los mosquitos te brean... Pero creo que se va a quedar en agua de borrajas. Rondaba la tormenta, rondaba, pero desde hace algún tiempo rebrilla allá por el norte. Creo que en el mar.

—Está cayendo sobre Thanedd —confirmó el mediano—. Es el punto más alto de los alrededores. Esa torre de la isla, Tor Lara, atrae los rayos que no veas. Cuando hay una borrasca como es debido parece como si estuviera ardiendo. Hasta resulta raro que no se estroce...

—Es la magia —afirmó con convencimiento el trovador—. Todo en Thanedd es mágico, hasta la misma roca. Y los hechiceros no tienen miedo de los rayos. Pero, ¡qué digo! ¿Sabes, Bernie, que son capaces de capturar los rayos?

—¡No jodas! Mientes, Jaskier.

—Que me parta un ra... —El poeta se interrumpió, miró intranquilo al cielo—. Que me pique un pato si estoy mintiendo. Te digo, Hofmeier, los magos capturan los rayos. Lo he visto con mis propios ojos. El Viejo Gorazd, ése al que luego mataron en el Monte de Sodden, capturó una vez un rayo delante de mí. Tomó un cacho largo de cuerda, ató un cabo a la punta de su torre y el otro...

—El otro cabo de cuerda ha de meterse en una botella —habló de pronto con voz aguda el hijo de Hofmeier, un pequeño mediano que andaba jugando por el portal y que tenía una melena densa y retorcida como vellón de carnero—. En una damajuana de cristal, como ésa en la que papá corre el vino. El rayo se mete en la damajuana siguiendo la cuerda...

—¡A casa, Franklin! —gritó el granjero—. A la cama, a dormir, ¡pero ya! ¡Ya casi es la medianoche y mañana se ha de trabajar! ¡Y como te coja dándotelas de listeras con botellas y cuerdas durante una tormenta, tendrá tarea el cinto! ¡No podrás asentar el culo en dos semanas! ¡Petunia, llévatelo de acá! ¡Y a nosotros nos traes más cerveza!

—Ya es de sobra —dijo furiosa Petunia Hofmeier mientras se llevaba al niño—. Bastante os habéis metido ya para el gaznate.

—No gruñas. Mira que va a volver el brujo. Hay que servir a los güéspedes.

—Cuando acuda el brujo, la traeré. Para él.

—Oh, hembra cicatera —bufó Hofmeier, pero de tal modo que su mujer no lo escuchara—. Talmente como los suyos. Los Biberveldt de Centinodia del Prado, que todos son más agarrados que un chotis... Y al brujo como que hace mucho que no se lo ve. Cuando se fue a los estanques, desapareció. Raro ejemplar. ¿Viste cómo a la tarde miraba a las muchachas, a Cinia y Tangerinca, cuando estaban jugando en el corral? Rara tenía la mirada. Y ahora... No se me quita el pensamiento de que se fue para estar solo. Y que hospedaje tomó en mi casa porque mi granja está en los arrabales, lejos de otras. Tú lo conoces mejor, Jaskier, dime...

—¿Le conozco? —El poeta mató un mosquito en su cuello, rasgueó el laúd mientras contemplaba la negra silueta de los alisos sobre el estanque—. No, Bernie. No le conozco. Pienso que nadie le conoce. Pero algo le pasa, lo veo. ¿Por qué ha venido aquí, a Hirundum? ¿Para estar cerca de la isla de Thanedd? Pero cuando ayer le propuse ir juntos a Gors Velen, desde donde se ve Thanedd, lo rechazó sin pensarlo. ¿Qué es lo que le retiene aquí? ¿Le habéis hecho algún encargo rentable?

—Pero qué va —murmuró el mediano—. Si te soy sincero, no me creo que acá haya monstruo alguno. A ese crío que se ahogó en el estanque le pudo haber dado un calambre. Pero al punto todos se pusieron a gritar que era un utopes o una kikimora y que hay que llamar por un brujo... Y le ofrecieron una soldada tan infame que hasta da vergüenza. ¿Y él qué hace? Tres noches que andurrea por los diques, duerme de día o se sienta sin decir ni mu, como un momio, mira a los crios, a la casa... Raro. Diría mejor, peculiar.

—Y bien dices.

Estalló un relámpago, que iluminó la alquería y los edificios de la granja. Por un momento brillaron las ruinas de un palacete élfico al otro lado del dique. Durante un instante se extendió por los huertos el retumbar de un trueno. Se alzó un violento viento, los árboles y los arbustos sobre el estanque susurraron y se removieron, el espejo de las aguas se arrugó y se empañó, se erizaron las puntas de las hojas de los nenúfares.

—La tormenta viene hacia nosotros. —El granjero miró al cielo—. ¿No la habrán echado de la isla los magos con sus hechizos? A Thanedd han llegado casi las dos centenas de ellos... ¿Qué piensas, Jaskier, de qué van a hablar allá, en ese su congreso? ¿Saldrá algo bueno de ello?

—¿Para nosotros? Lo dudo. —El trovador pasó el pulgar por las cuerdas del laúd—. Estos congresos son por lo general desfile de moda e intercambio de rumores, ocasión de insultarse y empujarse entre ellos. Disputas acerca de si hay que generalizar la magia o hacerla más elitista. Peleas entre los que sirven a los reyes y los que prefieren ejercer presión sobre los reyes desde lejos...

—Ja —dijo Bernie Hofmeier—. Me da entonces que en lo que dura el tal congreso no habrá allá en Thanedd menos truenos y relámpagos que en una tormenta.

—Es posible. Pero, ¿y qué nos importa?

—A ti nada —dijo triste el mediano—. Pues tú tan sólo tocas el laúd y cantas. Miras a tu alrededor y no ves más que rimas y notas. Pero a nosotros no más que en la semana última dos veces nos jodieron las coles y los nabos los cascos de los caballos. El ejército persigue a los Ardillas, los Ardillas corren y desaparecen, y el camino de los unos y los otros pasa por encima de nuestras coles...

—No hay tiempo de llorar las coles cuando el bosque arde —recitó el poeta.

—Tú, Jaskier —Bernie Hofmeier le miró de reojo—, cuando dices algo no se sabe si reír, si llorar o si darte una patada en el culo. ¡Estoy hablando en serio! Y te digo que han llegado tiempos terribles. Postes en los caminos, cadalsos, muertos por los campos y caminos, su puta madre, así es como debía de estar todo en la época de Falka. ¿Y cómo vivir así? Por el día acuden las gentes del rey y amenazan que nos van a meter en el cepo por ayudar a los Ardillas. Y por la noche aparecen los elfos, ¡e intenta negarles la ayuda! Así, muy poéticos, te prometen que veremos cómo la noche cobra un aspecto rojizo. Son tan poéticos que hasta dan ganas de vomitar. Y así andamos entre dos fuegos...

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