Tiempo de odio (10 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

—Todo.

—Humm... —se preocupó el muchacho—. Sólo tenemos tiempo hasta el mediodía... Lo mejor será que vayamos a la plaza. Hoy es día de mercado, se pueden ver allí muchas cosas interesantes. Y antes subiremos a la muralla, desde la que se ve toda la bahía y la famosa isla de Thanedd. ¿Qué dices a esto?

—Vamos.

Por la calle rodaban carros con estrépito, arrastraban sus pezuñas los caballos y los bueyes, los toneleros hacían rodar las barricas, por todos lados reinaban el ruido y la prisa. Ciri estaba un poco aturdida por el movimiento y el estruendo. Se caía torpemente de la acera de madera y se metía hasta los tobillos en el barro y el estiércol. Fabio la quiso agarrar de los hombros, pero ella se soltó.

—¡Sé andar sola!

—Hum... Bueno, sí. Pues andemos. Ésta donde estamos es la calle principal de la ciudad. Se llama Cardo y une las dos puertas, la Mayor y la del Mar. Por allí, oh, se va al ayuntamiento. ¿Ves esa torre con un gallo de oro? Es precisamente el ayuntamiento. Y allí, donde está colgado ese letrero de colores, es la posada El Corsé Desatado. Pero allí, hum... allí no iremos. Iremos, oh, por allí, acortaremos el camino a través de la lonja de pescado que está en la calle del Rodeo.

Torcieron por una calleja y salieron directamente a una placita apretada entre los muros de las casas. La placita estaba llena de tenderetes, barriles y cubas de las que emergía un fuerte olor a pescado. Había un vivo y ruidoso comercio, mercaderes y mercadores intentaban hacerse oír a gritos por encima de los graznidos de las gaviotas que volaban sobre ellos. Junto a las paredes había gatos sentados que fingían no interesarse por el pescado en lo más mínimo.

—Tu señora —dijo de pronto Fabio, sorteando los puestos— es muy estricta.

—Lo sé.

—No sois parientes cercanos, ¿verdad? ¡Se ve al instante!

—¿Sí? ¿Y cómo?

—Ella es muy hermosa —dijo Fabio con la sinceridad cruel y la libertad desarmante del hombre joven.

Ciri se volvió como una cuerda de arco, pero antes de que acertara a regalar a Fabio con algún comentario mordaz concerniente a sus pecas o a su altura, el muchacho ya la arrastraba por entre carritos, toneles y tenderetes, aclarándole al mismo tiempo que la torre que enseñoreaba la placita llevaba el nombre de Bribonesca, que las piedra usadas en su construcción procedían del fondo del mar y que los árboles que crecían por debajo de ella se llamaban plátanos.

—Eres poco habladora, Ciri —afirmó de pronto.

—¿Yo? —fingió asombro—. ¡Nada de eso! Simplemente escucho atentamente lo que dices. Lo cuentas de forma muy interesante, ¿sabes? Precisamente pensaba preguntarte...

—Dime, pregunta.

—¿Está lejos la... la ciudad de Aretusa?

—¡Nada lejos! Porque no se trata de una ciudad. Subamos a la muralla, te lo mostraré. Oh, allí hay unos escalones.

La muralla era alta y las escaleras abruptas. Fabio comenzó a sudar y a jadear, lo que no era extraño, pues todo el tiempo estaba hablando. Ciri se enteró de que la muralla que rodeaba a la villa de Gors Velen era una obra moderna, mucho más que la propia ciudad, que había sido construida todavía por los elfos, que tiene treinta y cinco pies de altura y que se trata del así llamado muro de opus quadratum, hecho de piedra labrada y no de ladrillos cocidos porque tal material es más resistente a los golpes de ariete.

En la cumbre les recibió y les envolvió un refrescante viento marino. Ciri lo aspiró con alegría, después del aire denso y viciado de la ciudad. Apoyó los codos en las barandas de la muralla y miró desde lo alto al puerto, que estaba lleno de velas.

—¿Qué es eso, Fabio? ¿Esa montaña?

—La isla de Thanedd.

La isla parecía estar muy cerca. Y no parecía una isla. Tenía el aspecto de un gigantesco poste de piedra clavado en el fondo del mar, un gran zigurat rodeado de un camino en espiral, escaleras en zigzag y terrazas. Las terrazas verdegueaban de arboledas y jardines, y desde lo verde, clavadas en las rocas como nidos de golondrinas, se elevaban esbeltas torres y cúpulas decoradas, complejos de edificios ornamentados y rodeados de galerías. Aquellos edificios no parecían haber sido construidos. Daba la sensación de que los habían tallado en las laderas de aquella montaña marina.

—Todo esto lo construyeron los elfos —le explicó Fabio—. Se dice que con ayuda de la magia élfica. Sin embargo, desde tiempos inmemoriales, Thanedd pertenece a los hechiceros. Cerca de la punta, allá, donde aquellas cúpulas brillantes, se encuentra el palacio de Garstang. Allí, dentro de algunos días, tendrá lugar un gran congreso de hechiceros. Y allí, mira, en la mismísima cúspide, aquella alta torre solitaria y almenada es Tor Lara, la Torre de la Gaviota...

—¿Se puede llegar allí por tierra? Está muy cerquita.

—Se puede. Hay un puente que enlaza la orilla de la bahía con la isla. No lo vemos porque lo esconden los árboles. ¿Ves esas tejas rojas al pie de la montaña? Es el palacio de Loxia. Allí conduce el puente. Sólo a través de Loxia se puede llegar al camino que lleva a las terrazas altas...

—¿Y allí, donde están esas hermosas galerías y puentecillos? ¿Y los jardines? Cómo se sujetará eso a la rocas para no caer... ¿Qué es ese palacio?

—Eso es precisamente la Aretusa acerca de la que preguntabas. Allí se encuentra la famosa escuela para jóvenes hechiceras.

—Ah. —Ciri se pasó la lengua por los labios—. Sabes... Fabio...

—Dime.

—¿Ves a veces a las hechiceras jóvenes que estudian en esa escuela? ¿En esa Aretusa?

El muchacho la miró visiblemente asombrado.

—¡Nunca! ¡Nadie las puede ver! Les está prohibido salir de la isla e ir a la ciudad. Y nadie puede entrar en el terreno de la escuela. Incluso el burgrave y el baile, si tienen algo para las hechiceras, sólo pueden ir hasta Loxia. Al nivel más bajo.

—Lo que me imaginaba. —Ciri agitó la cabeza, absorta en la contemplación de los tejados brillantes de Aretusa—. No es una escuela, sino una prisión. En una isla, sobre unas rocas, junto a un abismo. Una prisión y nada más.

—Un poco sí —reconoció Fabio tras pensárselo un instante—. De ahí es bastante difícil salir... Pero no, no es como una prisión. Las adeptas son al fin y al cabo muchachas jóvenes. Hay que protegerlas...

—¿De quién?

—Bueno... —El muchacho se trabó—. Ya sabes...

—No sé.

—Hum... Pienso... Oh, Ciri, pero si nadie las encierra en la escuela por la fuerza. Ellas mismas quieren...

—Claro, seguro. —Ciri adoptó una picara sonrisa—. Si quieren, entonces cumplen condena en esa prisión. Si no quisieran, pues entonces no se dejarían encerrar. No es nada especial, basta con ponerse a correr a tiempo. Antes de estar allí, porque después puede ser difícil...

—¿El qué? ¿Escapar? ¿Y adonde tendrían ellas que...?

—Ellas —le interrumpió— seguro que no tenían adonde, las pobres. ¿Fabio? ¿Dónde esta la ciudad de... Hirundum?

El muchacho la miró sorprendido.

—Hirundum no es una ciudad —dijo—. Es una enorme granja. Allí hay huertos y jardines que producen suficientes verduras y frutas para todas las ciudades de alrededores. También tiene estanques en los que se crían carpas y otros peces...

—¿Cómo está de lejos Hirundum de aquí? ¿En qué dirección? Enséñamelo.

—¿Y por qué quieres saberlo?

—Enséñamelo, te digo.

—¿Ves ese camino que se dirige hacia el oeste? ¿Allí, donde están aquellos carros? Por él se va a Hirundum. Son como unas quince millas, todo el tiempo por el bosque.

—Quince millas —repitió Ciri—. No está lejos, si se tiene un buen caballo... Gracias, Fabio.

—¿Por qué me das las gracias?

—No importa. Ahora llévame al mercado. Me lo prometiste.

—Vamos.

Tales apreturas y bullicio como reinaban en la plaza de Gors Velen Ciri no había visto nunca. La ruidosa lonja de pescado por la que no hacía mucho que habían pasado daba la sensación de ser un templo silencioso, si se lo comparaba con la plaza. La plaza era en verdad gigantesca y pese a ello le parecía que como mucho iban a poder mirar de lejos, porque no se podía ni siquiera soñar con llegarse al terreno del mercado. Fabio, sin embargo, se introdujo con decisión entre la multitud arremolinada llevándola de la mano.

Los vendedores gritaban que se las pelaban, los compradores gritaban todavía más, los niños extraviados entre la multitud aullaban y se lamentaban. Las vacas bramaban, las ovejas balaban, los patos parpaban y las gallinas cacareaban. Los artesanos enanos golpeaban obstinadamente con sus martillos en alguna chapa y cuando dejaban de martillear para beber algo, comenzaban a maldecir de modo atroz. Desde algunos puntos de la plaza llegaba el sonido de los caramillos, los rabeles y los címbalos, por lo visto los vagabundos y los musicantes interpretaban sus piezas. Para colmo de males, algún ciego entre la muchedumbre le daba incansable a una trompeta de lata. Con seguridad no era músico.

Ciri dio un salto ante el trote salvaje de un cerdo que gritaba agudamente y cayó sobre una jaula con gallinas. Tropezando, dio con algo que era blando y maullaba. Retrocedió y por un pelo no encontró bajo las pezuñas de un animal enorme, apestoso, asqueroso y amenazador, que iba empujando a la gente con sus velludos costados.

—¿Qué era eso? —tartamudeó, mientras intentaba guardar el equilibrio—. ¿Fabio?

—Un camello. No tengas miedo.

—¡No tengo miedo! ¡Que tontería!

Miró curiosa a su alrededor. Contempló el trabajo de los medianos, que producían a ojos del público unas taraceadas botas de piel de cabra, se entusiasmó con unas hermosas muñecas que ofrecían en un puesto una pareja de medioelfos. Examinó artículos de malaquita y jaspe que tenía a la venta un gnomo sombrío y gruñón. Repasó con interés y conocimiento de causa las espadas de un taller de armería. Observó a una muchacha que estaba trenzando cestas de mimbre y llegó a la conclusión de que no hay nada peor que el trabajo.

El soplador de trompetas dejó de tocar. Seguramente alguien lo había matado.

—¿Qué es lo que huele tan deliciosamente?

—Buñuelos. —Fabio acarició su bolsa—. ¿Tienes el antojo de comer uno?

—Tengo el antojo de comer dos.

El vendedor les dio tres buñuelos, tomó el duro y les devolvió cuatro reales de los que partió uno por la mitad. Ciri, recobrando poco a poco el aplomo, contempló la operación de partición mientras devoraba ávidamente su primer buñuelo.

—¿De esto —preguntó, comenzando con el segundo— procede el refrán: «no vales ni un real»?

—Sí. —Fabio se tragó su buñuelo—. Puesto que no hay moneda más pequeña que el real. ¿Acaso en tu tierra no se usan medios reales?

—No. —Ciri se chupó los dedos—. En mi tierra se usaban ducados de oro. Además, toda esta partición no ha tenido sentido, ni era necesaria.

—¿Por qué?

—Porque tengo el antojo de comerme un tercer buñuelo.

Los buñuelos rellenos de mermelada de ciruelas actuaron como elixir milagroso. Ciri cobró buen humor y la tumultuosa plaza dejó de molestar y comenzó incluso a gustarle. No permitió ya que Fabio la arrastrara, sino que ella se lo llevó a él hacia la mayor barahunda, hacia el lugar desde el que alguien declamaba algo, subido sobre una tribuna improvisada con barriles. El orador era un envejecido gordito. Por su cabeza afeitada y su sotana gris Ciri reconoció en él a un sacerdote errante. Ya había visto a otros así, a veces visitaban el santuario de Melitele en Ellander. La madre Nenneke nunca se refería a ellos de otra forma que no fuera «esos idiotas fanáticos».

—¡Una sola es la ley en el mundo! —gritaba el gordo sacerdote—. ¡La ley divina! ¡Toda la naturaleza está sometida a tal ley, toda la tierra y todo lo que vive sobre la tierra! ¡Y los hechizos y la magia son contrarios a esta ley! ¡Malditos sean los hechiceros y cercano está el día de la ira en el que el fuego celestial destruirá su blasfema isla! ¡Caerán entonces los muros de Loxia, Aretusa y Garstang, detrás de los cuales se reúnen estos paganos para realizar sus maquinaciones! ¡Caerán esos muros...!

—Y, su puta madre, habrá que volverlos a levantar —murmuró un criado de mulas vestido con una bata manchada de cal.

—¡Os conmino, gentes piadosas y de bien —gritaba el sacerdote— a que no creáis a los hechiceros, no os tornéis a ellos ni en busca de consejo ni con petición alguna! ¡No os dejéis atrapar en su gallarda figura, ni en su hablar fluido, porque en verdad os digo que los tales hechiceros son como sepulcros blanqueados, que de fuera, a la verdad, se muestran hermosos, mas de dentro están llenos de huesos de muertos y de toda suciedad!

—Habéis visto —dijo una moza joven con un cestillo lleno de zanahorias— cómo se le infla la boca. Berrea contra los magos pues los envidia, y eso es todo.

—Cierto —se arrimó el mulero—. Él mismo, mirailo, tiene una testa como un güevo y la tripa le cuelga por bajo las rodillas. Y en contra las hechiceras son hermosas, ni gordas ni calvorotas... Las hechiceras, ja, son la hermosura misma...

—¡Puesto que al diablo la alma por la hermosura vendieron! —gritó un personaje bajito con un martillo de zapatero en el cinturón.

—Tontunas, cambiasuelas. ¡Si no fuera por las buenas dueñas de Aretusa, hace tiempo que te hubieras ido ya con el hatillo al hombro! ¡Gracias a ellas tienes algo a que hincarle el diente!

Fabio arrastró a Ciri tirándola de las mangas, de nuevo se sumergieron entre la multitud, que los condujo en dirección al centro de la plaza. Escucharon el golpear de los tambores y roncos gritos que llamaban a guardar silencio. La multitud no tenía pensado callarse, pero a quien gritaba desde un tablado de madera no le molestaba aquello. Tenía una voz poderosa y ejercitada y sabía usar de ella.

—Se hace saber —gritó, mientras desenrollaba un rollo de pergamino— que Hugo Ansbach, de familia de mediano, está fuera de la ley, pues a los malvados elfos que son nombrados Ardillas en su casa cama y cobijo diera. Y lo mismo Justin Ingvar, herrero, de familia de enano, que a los citados bribones forjara puntas de flechas. A ambos dos el burgrave su rastro pregona y perseguirles manda. Quien los atrape obtendrá de galardón: cincuenta coronas en monedas. Y si alguno alimento o refugio les diera, será pregonado de cómplice suyo y la misma pena que los tales le será dada. Y si en concejo o aldea fueran cogidos, todo el concejo o aldea habrá de pagar...

—¡Como si hubiera —gritó alguien de entre la multitud— quien fuera a dar cobijo a un mediano! ¡A sus alquerías ir a buscarlos y los encontraréis, a todos ellos, los inhumanos, a la mazmorra!

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