Tiempo de odio (18 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

—Te propongo una apuesta. —Dijkstra alzó el tenedor con el cefalópodo que había trinchado—. Afirmo que como mucho de aquí a una hora Vilgefortz te pedirá que le concedas una larga entrevista. Afirmo que durante esta entrevista, te demostrará que no eres una persona privada y que estás en su bote. Si me equivoco, me comeré esta mierda delante de tus ojos, con tentáculos y todo. ¿Aceptas la apuesta?

—¿Qué voy a tener que comerme, si pierdo?

—Nada. —Dijkstra echó una rápida mirada a su alrededor—. Si pierdes, me contarás el contenido de tu conversación con Vilgefortz.

El brujo guardó silencio durante un instante, contemplando sereno al espía.

—Adiós, conde —dijo por fin—. Gracias por la charla. Ha sido muy instructiva.

Dijkstra se enojó un poco.

—¿En ser...?

—En serio —le interrumpió Geralt—. Adiós.

El espía se encogió de hombros, arrojó el pulpo junto con el tenedor al interior de la ensaladera, se dio la vuelta y se fue. Geralt no le miró. Se aproximó despacio hacia otra mesa, llevado por el deseo de acercarse a unas enormes gambas blancas y rosas que estaban apiladas en una bandeja de plata entre hojas de lechuga y cuartos de limón. Tenía ganas de comerlas, pero como sentía todavía ciertas miradas curiosas sobre su persona, quería engullir los crustáceos con distinción, guardando las formas. Se acercó ostentosamente despacio, mientras, moderado y con dignidad, recolectaba aperitivos de otros cuencos.

Junto a la mesa vecina estaba Sabrina Glevissig, absorta en una conversación con una hechicera de cabello rojo ceniza a la que Geralt no conocía. La pelirroja llevaba una falda blanca y una blusilla de seda también blanca. La blusilla, como la de Sabrina, también era completamente transparente, pero tenía algunas aplicaciones y bordados estratégicamente dispuestos. Las aplicaciones, como advirtió Geralt, poseían una interesante propiedad: se cerraban y se abrían alternativamente.

Las hechiceras conversaban al tiempo que engullían lonchas de langosta con mayonesa. Hablaban en voz baja, en la Vieja Lengua. Aunque no miraban en su dirección, era evidente que estaban hablando de él. Aguzó, indiscreto, su sensible oído de brujo, fingiendo que no le interesaban más que las gambas.

—¿... con Yennefer? —se aseguraba la pelirroja, mientras retorcía un collar de perlas que llevaba enrollado al cuello de modo que parecía un collar de perro—. ¿Lo dices en serio, Sabrina?

—Absolutamente —respondió Sabrina Glevissig—. No te lo creerás, pero esto dura ya algunos años. Que él aguante con ese reptil asqueroso es en verdad extraño.

—¿Por que extrañarse? Le habrá lanzado un hechizo, lo tendrá encantado. ¡No lo habré hecho veces yo misma!

—Pero éste es un brujo. No se les puede hechizar. Al menos no para tanto tiempo.

—Así que se trata de amor —suspiró la pelirroja—. Y el amor es ciego.

—Él es ciego. —Sabrina frunció el ceño—. ¿Te creerás, Marti, que ella se ha atrevido a presentármelo como amiga del colegio? Bloede pest, ella me lleva por lo menos... bueno, no importa. Ya te digo, con respecto al brujo es celosa de la leche. La pequeña Merigold no hizo más que sonreírle y ésta arpía le gritó sin reparar en palabras y la echó. En este momento... Mira. Está allí, habla con Francesca, pero no quita ojo del brujo.

—Tiene miedo —se rió la pelirroja— de que se lo limpiemos, siquiera por esta noche. ¿Qué dices a eso, Sabrina? ¿Lo intentamos? El muchacho es atractivo, no como estos alfeñiques nuestros, tan creídos, con sus complejos y pretensiones...

—Habla más bajo, Marti —susurró Sabrina—. No le mires y no enseñes los dientes. Yennefer nos observa. Y con estilo. ¿Quieres seducirlo? Eso es de mal gusto.

—Humm, tienes razón —reconoció Marti después de pensárselo—. ¿Y si de pronto se acercara él mismo y nos lo propusiera?

—Entonces —Sabrina Glevissig echó al brujo una mirada de ave de rapiña con sus ojos negros— me lo trincaba sin pensarlo, aunque fuera sobre una piedra.

—Y yo —se rió Marti— hasta sobre un erizo.

El brujo, absorto en la contemplación del mantel, escondió un gesto idiota tras una gamba y una hoja de lechuga, extraordinariamente contento del hecho de que la mutación de sus vasos sanguíneos le impidiera ruborizarse.

—¿El brujo Geralt?

Se tragó la gamba, se dio la vuelta. Un hechicero de rasgos conocidos sonreía un poquito, mientras se acariciaba las solapas bordadas de su doblete violeta.

—Dorregaray de Volé. Nos conocemos ya. Fue cuando...

—Lo recuerdo. Perdona que no te reconociera al principio. Estoy contento...

El hechicero sonrió algo más al tiempo que arrancaba dos copas de la bandeja que portaba un paje.

—Te observo desde hace un rato —dijo, dándole una de las copas a Geralt—. Les has dicho a todos los que Yennefer te ha presentado que estás contento. ¿Hipocresía o falta de espíritu crítico?

—Cortesía.

—¿Hacia ellos? —Dorregaray señaló a los invitados con un amplio gesto—. Créeme, no merece la pena hacer esfuerzos. Son una pandilla de orgullosos, envidiosos y mentirosos, no valoran tu cortesía, sino que la toman como sarcasmo. Con ellos, brujo, hay que actuar de su misma forma, obsesiva, arrogante, con descortesía, y entonces por lo menos les impondrás. ¿Te tomas un vinillo conmigo?

—¿Ese aguachirri que sirven aquí? —Geralt adoptó una simpática sonrisa—. Con el mayor asco. Pero si a ti te gusta... me obligaré a mí mismo.

Sabrina y Marti que, desde su mesa, aguzaban los oídos, resoplaron sonoramente. Dorregaray las midió con una mirada de desprecio, se dio la vuelta, chocó su copa con el vaso del brujo, sonriéndose, pero esta vez con sinceridad.

—Un punto para ti —reconoció con fluidez—. Aprendes rápido. Que me cuelguen, ¿dónde has conseguido tanta agudeza, brujo? ¿En los caminos por los que vagabundeas a la búsqueda de seres en extinción? A tu salud. Puede que te rías, pero eres uno de los pocos en esta sala a quien me apetece proponerle tal brindis.

—¿De verdad? —Geralt bebió el vino, lo retuvo en la boca, deleitándose con su sabor—. ¿Pese al hecho de que trabajo descuartizando seres en extinción?

—No me tomes la palabra. —El hechicero le dio una amistosa palmada en el hombro—. El banquete apenas acaba de comenzar. Seguramente se cuelen algunas personas más, así que administra con moderación tus respuestas envenenadas. En lo que respecta a tu profesión... Tú, Geralt, al menos, tienes tanta dignidad como para no llevar tus trofeos colgando. Pero mira a tu alrededor. Venga, sin miedo, a la mierda las convenciones, a ellos les gusta que se les mire.

El brujo obedeció y clavó la mirada en el busto de Sabrina Glevissig.

—Mira. —Dorregaray lo agarró de la manga y señaló a una hechicera que pasaba al lado, envuelta en tules—. Calzado de piel de acantosauro. ¿Te has fijado?

Asintió con la cabeza, insincero, puesto que no veía más que aquello que no ocultaba la blusilla de tul transparente.

—Oh, mira, una cobra de las rocas. —El hechicero reconoció sin fallos otro par de los zapatos que desfilaba por la sala. La moda, que había acortado las faldas hasta un palmo por encima de los tobillos, le facilitaba la tarea—. Y allí... una iguana blanca. Una salamandra. Una viverna. Un caimán gafudo. Un basilisco... Todos estos reptiles están amenazados de extinción. Que me cuelguen si es que no se puede llevar calzado de piel de ternero o de cerdo.

—Tú como siempre, hablando de pieles, ¿no, Dorregaray? —les dijo Filippa Eilhart, deteniéndose junto a ellos—. ¿De tenerías y zapateros? Qué tema más trivial y desagradable.

—A unos no les gusta una cosa, a otros otra. —El hechicero adoptó un gesto de desprecio—. Tienes unos bonitos adornos en tu vestido, Filippa. Si no me equivoco, se trata de armiño diamantino. Muy elegante. Supongo que sabrás que a esta especie, a causa de su hermoso pelaje, la exterminaron completamente hace veinte años.

—Treinta —le corrigió Filippa, metiéndose en la boca una a una todas las gambas que Geralt no había alcanzado a comerse, hasta la última—. Lo sé, lo sé, la especie seguramente no se habría extinguido si le hubiera ordenado a la modista coser en el vestido manojos de estopa. Lo estuve considerando. Pero el color de la estopa no congeniaba con él.

—Vamos al otro lado de la mesa —propuso ligero el brujo—. He visto allí una escudilla llena de caviar negro. Y dado que los esturiones de cabeza de pala también se han extinguido casi por completo, hay que darse prisa.

—¿Caviar en tu compañía? He soñado con ello. —Filippa agitó las pestañas, le pasó la mano bajo el brazo, tenía un excitante perfume a canela y nardo—. Vamos sin dudarlo. ¿Nos harás compañía, Dorregaray? ¿No? Bueno, entonces adiós, que te vaya bien.

El hechicero soltó un bufido y se dio la vuelta. Según se iba, Sabrina Glivissig y su amiga pelirroja le dirigieron una mirada más venenosa que la picadura de una de aquellas cobras de las rocas amenazadas de extinción.

—Dorregaray-murmuró Filippa, apretándose contra el costado de Geralt sin vergüenza alguna— espía para el rey Ethain de Cidaris. Ten cuidado. Esos sus reptiles y pieles no son más que un prólogo que precede a sus preguntas. Y Sabrina Glevissig tenía bien puesto el oído...

—... porque espía para Henselt de Kaedwen —terminó—. Lo sé, ya lo has dicho. Y esa pelirroja, su amiga...

—No es pelirroja sino teñida. ¿Es que no tienes ojos? Es Marti Sodergren.

—¿Para quién espía?

—¿Marti? —Filippa sonrió, brillaron sus dientes por debajo de unos labios muy pintados de carmín—. Para nadie. A Marti no le interesa la política.

—Enojoso. Pensé que todos aquí espiaban.

—Muchos. —La hechicera entrecerró los ojos—. Pero no todos. No Marti Sodergren. Marti es sanadora. Y ninfómana. ¡Ah, qué me parta un rayo, mira! ¡Se han machacado todo el caviar! ¡Hasta el último huevillo! ¡Han limpiado la pátera! ¿Y ahora qué hacemos?

—Ahora —Geralt sonrió con aire inocente— me aclararás que hay algo en el aire. Dirás que tengo que desistir de mi neutralidad y efectuar una elección. Me propondrás una apuesta. No me atrevo ni siquiera a soñar qué pueda ser lo que gane yo con la apuesta. Pero sé lo que voy a tener que hacer en caso de que pierda.

Filippa Eilhart guardó silencio durante largo rato, sin alzar la vista.

—Podría habérmelo imaginado —dijo en voz baja—. Dijkstra no se pudo contener. Te hizo una propuesta. Y le advertí de que odias a los espías.

—No odio a los espías. Odio el espionaje. Y odio el odio. No me propongas ninguna apuesta, Filippa. Por supuesto que yo también siento que hay algo aquí en el aire. Y que cuelgue lo que quiera. A mi no me concierne ni me importa.

—Ya me dijiste esto una vez. En Oxenfurt.

—Me alegro de que no te hayas olvidado. ¿De las circunstancias, espero, también te acordarás?

—Con precisión. No te delaté entonces a quién servía ese Rience o como se llamara. Le permití huir. Ah, cuidado que te enfadaste entonces conmigo...

—Por decirlo con delicadeza.

—Ha llegado el momento de que me rehabilite. Mañana te daré al tal Rience. No me interrumpas, no pongas esa cara. Esto no es una apuesta al estilo de Dijkstra. Es una promesa y yo siempre mantengo mis promesas. No, no hagas preguntas. Espérate a mañana. Ahora nos vamos a concentrar en el caviar y en charlas banales.

—No hay caviar.

—Un momento.

Lanzó una mirada furtiva a su alrededor, movió una mano y murmuró un hechizo. La vajilla de plata, con la forma de una pez retorcido en un salto, se llenó de inmediato de huevas del esturión pico de pala, especie amenazada de extinción. El brujo sonrió.

—¿Alimentan las ilusiones?

—No. Pero se le puede hacer graciosas cosquillas al gusto más snob. Pruébalo.

—Humm... Cierto... Da la sensación de ser más rico que el verdadero...

—Y no engorda —dijo la hechicera con orgullo, rociando de zumo de limón otra cucharilla bien llena de caviar—. ¿Puedo pedirte otra copa de vino blanco?

—Por supuesto. ¿Filippa?

—Dime.

—Al parecer las conveniencias prohíben lanzar aquí un hechizo. ¿No hubiera sido más seguro en vez de la ilusión del caviar crear la ilusión del propio sabor? ¿Sólo la sensación? Seguro que podrías...

—Por supuesto que podría. —Filippa Eilhart le miró a través del cristal de la copa—. La construcción de tal hechizo es más sencilla que el mecanismo de un chupete. Pero teniendo sólo la sensación del sabor, hubiéramos perdido el placer que produce la actividad. El proceso que acompaña los gestos rituales, los movimientos... El proceso de la conversación que lo acompaña, el contacto de los ojos... Te puedo hacer una comparación graciosa, ¿quieres?

—Te escucho, y me alegro por adelantado.

—También sabría crear la sensación de un orgasmo.

Antes de que el brujo recuperara el habla, se acercó a ellos una hechicera no muy alta, delgada, de largos y lisos cabellos del color de la paja. La reconoció al instante: era la de las zapatillas de piel de acantosauro y blusilla de tul verde que no cubría ni siquiera tan pequeño detalle como un pequeño lunar en el pecho izquierdo.

—Lo siento —dijo—, pero tengo que interrumpir vuestro flirteo. Filippa, Radcliffe y Detmold te piden que habléis unos minutos. Urgentemente.

—En fin, si es así, iré. Adiós, Geralt. ¡Flirtearemos luego!

—¡Aja! —La rubia le evaluaba con la mirada—. Geralt. ¿El brujo por el que Yennefer se ha vuelto loca? Te he estado observando y preguntándome quién podrías ser. ¡Me he martirizado pensándolo!

—Conozco ese tipo de martirio —respondió él, sonriendo cortésmente—. Justo en este momento lo estoy sufriendo.

—Disculpa la metedura de pata. Soy Keira Metz. ¡Oh, caviar!

—Ten cuidado, es una ilusión.

—¡Oh, diablos, tienes razón! —La hechicera soltó la cucharilla como si fuera el rabo de un escorpión negro—. ¿Quién ha sido tan descarado? ¿Tú? ¿Sabes crear una ilusión de cuarto grado? ¿Tú?

—Yo —mintió, sin dejar de sonreír—. Soy maestro de la magia, finjo ser un brujo para mantener el incógnito. ¿Acaso piensas que Yennefer se interesaría por un brujo común y corriente?

Keira Metz le miró directamente a los ojos, torció los labios. En el cuello llevaba un medallón en forma de cruz ankh de plata, con circonias engastadas.

—¿Un poco de vino? —propuso Geralt, para deshacer el incómodo silencio. Albergaba el temor de que su broma no había sido bien recibida.

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