—Cuidado —susurró el brujo, y los ojos se le estrecharon—. Cuidado, Vilgefortz, que la búsqueda forzada de parecidos no te lleve demasiado lejos.
—Los parecidos ya se han terminado. —El hechicero no bajó la mirada— Puesto que yo no supe manejar los sentimientos que albergaba hacia aquella mujer. Tampoco comprendí sus sentimientos y ella no intentó ayudarme. La abandoné. Porque era promiscua, arrogante, rabiosa, insensible y fría. Porque no se la podía dominar y su dominación era humillante. La abandoné porque sabía que se interesaba por mí sólo porque mi inteligencia, personalidad y la fascinación de mi carácter misterioso borraban el hecho de que no era un hechicero y sólo a los hechiceros acostumbraba a conceder más de una noche. La abandoné porque... Porque era como mi madre. De pronto comprendí que lo que sentía por ella no era amor, sino un sentimiento bastante más complicado, fuerte, pero difícil de clasificar: una mezcla de miedo, rencor, rabia, remordimientos de conciencia y necesidad de expiación, sentimientos de culpa, pérdida y daño, una perversa necesidad de sufrimiento y castigo. Lo que sentía por aquella mujer era odio.
Geralt callaba. Vilgefortz miraba a un lado.
—La abandoné —siguió al cabo—. Y no podía vivir con el vacío que me acometió. Y de pronto comprendí que no era la falta de la mujer lo que producía aquel vacío, sino la falta de lo que sentía entonces. ¿Una paradoja, verdad? No creo que tenga que terminar, te imaginas el resto. Me convertí en hechicero. Por odio. Y sólo entonces comprendí qué idiota había sido. Confundí el cielo con las estrellas reflejadas por la noche en la superficie de un estanque.
—Como has observado con acierto, los paralelos entre nosotros no han sido paralelos del todo —murmuró Geralt—. Pese a las apariencias, tenemos muy poco en común, Vilgefortz. ¿Qué es lo que querías decir al contarme tu historia? ¿Que el camino de la maestría en la hechicería, aunque retorcido y difícil, está abierto para todos? ¿Incluso, perdona los paralelos, para bastardos y niños abandonados, vagabundos o brujos...?
—No —le interrumpió el hechicero—. No era mi intención demostrar que este camino está abierto para todos porque eso es evidente y sabido desde hace tiempo. No precisa tampoco de prueba alguna el hecho de que para algunas personas simplemente no hay otro camino.
—Entonces —sonrió el brujo—, ¿no tengo otra salida? ¿Tengo que firmar contigo el mencionado pacto que habrá de convertirse en tema de pinturas y convertirme en hechicero? ¿Sólo a causa de la genética? Vaya. Conozco un poco la teoría de la herencia. Mi padre, lo he averiguado con poco esfuerzo, fue un vagabundo, ignorante, aventurero y rajabarbas. Puedo tener predomino de genes por parte de espada y no de madre. El hecho de que tampoco se me dé mal el rajar barbas parece probarlo.
—Ciertamente. —El hechicero sonrió burlón—. La clepsidra casi ha dejado caer toda la arena y yo, Vilgefortz de Roggeveen, maestro de magia, miembro del Capítulo, todavía estoy conversando, no sin gusto, con un ignorante y rajabarbas, hijo de un ignorante, rajabarbas y vagabundo. Hablamos de cosas y asuntos que, como es de todos sabidos, son tema común y comente de debate en las lumbres de los rajabarbas ignorantes. Tales cosas como la genética, por ejemplo. ¿De dónde has sacado tú esa palabra, mi rajabarbas? ¿De la escuela del santuario de Ellander donde enseñan a silabear y escribir veinticuatro runas? ¿Qué es lo que te condujo a leer libros donde puedes encontrar estas y otras palabras parecidas? ¿Dónde cincelaste tu elocuencia y tu retórica? ¿Y por qué lo hiciste? ¿Para conversar con vampiros? Mi vagabundo genético al que le sonríe Tissaia de Vries. Mi brujo rajabarbas que fascina tanto a Filippa Eílhart que hasta le tiemblan las manos. Aquél cuya mención hace que Triss Merigold se llene de rubor. Por no hablar de Yennefer de Vengerberg.
—Y puede que hagas bien en no hablar de ella. Es cierto que en la clepsidra ya queda tan poca arena que casi se pueden contar los granos. No pintes más cuadros, Vilgefortz. Di de qué se trata. Dímelo en palabras sencillas. Imagínate que estamos sentados junto a la lumbre, dos vagabundos, asamos un cochinillo que acabamos de robar e intentamos emborracharnos sin éxito con zumo de abedul. Se hace una pregunta sencilla. Responde. De vagabundo a vagabundo.
—¿Cuál es esa pregunta sencilla?
—¿Qué pacto me propones? ¿Qué acuerdo tenemos que cerrar? ¿Por qué quieres tenerme en tu bote, Vilgefortz? ¿En un caldero en el que, por lo que me parece, comienza a hervir? ¿Qué es lo que hay en el aire aquí, aparte de los candelabros?
—Humm. —El hechicero reflexionó o fingió hacerlo—. La pregunta no es sencilla, pero intentaré responder. Pero no de vagabundo a vagabundo. Responderé... de rajabarbas de alquiler a otro parecido a él.
—Está bien.
—Entonces escucha, camarada rajabarbas. Se está preparando una buena jodienda. Una terrible carnicería a vida o muerte, no se dará perdón. Unos vencerán, a otros se los comerán los cuervos. Te aconsejo, camarada, únete a los que tienen mayores posibilidades. A nosotros. A los otros, abandónalos y échalos un buen escupitajo, porque no tienen posibilidad ninguna, para qué coño vas a morir junto con ellos. No, no, camarada, no me pongas esos morros, sé lo que quieres decir. Quieres decir que eres neutral. Que te importan una polla tanto los unos como los otros, que simplemente esperarás la jodienda escondido en las montañas, en Kaer Morhen. Ésa es una mala idea, camarada. Todo lo que amas vendrá con nosotros. Si no te unes a nosotros, lo perderás todo. Y entonces te tragará el vacío, la nada y el odio. Te destruirá el tiempo del odio que sobreviene. Así que sé razonable y ponte del lado correcto cuando haya que elegir. Y habrá que elegir. Puedes creerme.
—Increíble —el brujo adoptó una sonrisa siniestra— hasta qué punto les molesta a todos mi neutralidad. Hasta qué punto ella me convierte en objeto de propuestas de pactos y acuerdos, ofertas de colaboración, de lecciones o de la necesidad de efectuar una elección y ponerme del lado correcto. Terminemos esta conversación, Vilgefortz. Pierdes el tiempo. En este juego soy un interlocutor desigual. No veo posibilidad de que ambos nos encontremos en un mismo cuadro en la Galería de la Gloria. Especialmente en los de batallas.
El hechicero callaba.
—Dispón —siguió Geralt— en tu tablero de ajedrez al rey, la dama, el elefante y la torre, no te preocupes por mí porque yo en este tablero tengo tanta importancia como el polvo que lo cubre. Éste no es mi juego. ¿Afirmas que voy a tener que elegir? Te aseguro que te equivocas. No voy a elegir. Me adaptaré a lo que pase. Me adaptaré a lo que otros elijan. Siempre he hecho esto.
—Eres un fatalista.
—Lo soy. Aunque ésa es otra palabra que no debería conocer. Te repito que no es mi juego.
—¿De verdad? —Vilgefortz se inclinó por encima de la mesa—. En este juego, brujo, sobre el tablero hay ya un caballo negro que está para bien o para mal unido a ti por el lazo de la predestinación. Sabes de quién estoy hablando, ¿verdad? No creo que quieras perderla. Sabe que sólo hay una forma para no perderla.
Los ojos del brujo se empequeñecieron.
—¿Qué es lo que queréis de esa niña?
—Sólo hay una forma de que puedas enterarte de ello.
—Te advierto. No te permitiré que le hagas daño...
—Sólo hay una forma de que puedas lograrlo. Te he propuesto esa forma, Geralt de Rivia. Reflexiona sobre mi propuesta. Tienes toda la noche. Piensa cuando mires al cielo. A las estrellas. Y no las confundas con aquéllas que se reflejan en la superficie de un estanque. La clepsidra se ha agotado.
—Tengo miedo por Ciri, Yen.
—No tienes por qué.
—Pero...
—Confía en mí. —Le abrazó—. Confía en mí, por favor. No te preocupes por Vilgefortz. Es un jugador. Quería pincharte, provocarte. Y en parte lo ha conseguido. Pero eso no importa. Ciri está bajo mi protección, y en Aretusa estará segura, podrá desarrollar sus capacidades y nadie la molestará. Nadie. En cuanto a lo de que llegará a ser bruja, olvídalo. Ella tiene otros talentos. Y está predestinada para otras cosas. Puedes creerme.
—Te creo.
—Ése es un progreso significativo. Y no te preocupes por Vilgefortz. En el día de mañana aclararé muchos asuntos y desharé muchos problemas.
El día de mañana, pensó Geralt. Me oculta algo. Y yo tengo miedo de preguntar. Codringher tenía razón. Me he metido en un lío de la leche. Pero ahora no tengo salida. Tengo que esperar a lo que traiga el día de mañana que al parecer ha de aclarar todo. Tengo que confiar en ella. Sé que algo sucederá. Esperaré. Y me adaptaré a la situación.
Miró al secreter.
—¿Yen?
—Aquí estoy.
—Cuando estudiaste en Aretusa... cuando dormías en cuartos como éste... ¿tenías una muñequita sin la que no podías dormir? ¿Que sentabas por el día en el secreter?
—No. —Yennefer se agitó violentamente—. Yo no tenía ni siquiera muñequita. No me preguntes por aquello, Geralt. Por favor, no me preguntes.
—Aretusa —susurró, mirando alrededor—. Aretusa en la isla de Thanedd. Su casa. Para tantos años... Cuando salga de aquí ya será una mujer madura...
—Déjalo. No pienses en ello ni hables de ello. En vez de eso...
—¿Qué?
—Hazme el amor.
La abrazó. La tocó. La encontró. Yennefer, de una forma increíble, blanda y dura a la vez, dio un fuerte suspiró. Las palabras que dijeron se quebraron, desaparecieron entre suspiros y aspiraciones apresuradas, dejaron de tener significado, se dispersaron. Así que callaron, se concentraron en la búsqueda del otro, en la búsqueda de la verdad. Buscaron larga, cariñosa y muy esmeradamente, temiendo el sacrilegio del apresuramiento, la liviandad y la negligencia. Buscaron con fuerza, intensiva y apasionadamente. Buscaron con cuidado, temiendo el sacrilegio de la falta de delicadeza.
Se encontraron el uno al otro, vencieron al miedo y un instante después encontraron la verdad, que les explotó bajo los párpados, aguda, cegadora en su evidencia, rota en gemidos apretados en la determinación de los labios. Y entonces el tiempo tembló espasmódicamente y se detuvo, todo desapareció y el único sentido que siguió funcionando fue el tacto.
Pasó una eternidad, regresó la realidad, el tiempo tembló por segunda vez y comenzó a moverse, poco a poco, torpe, como un carro grande y cargado. Geralt miró por la ventana. La luna seguía en el cielo aunque lo que había pasado hacía un momento debería haberla arrojado sobre la tierra.
—Ay, ay —dijo Yennefer tras un largo rato, limpiándose las lágrimas de las mejillas con un lento movimiento.
Yacieron inmóviles entre sábanas desordenadas, entre temblores, entre calor que se evaporaba y felicidad que se apagaba, entre el silencio, mientras que alrededor les envolvía una oscuridad difusa, preñada del olor de la noche y de las voces de las cigarras. Geralt sabía que en tales momentos las capacidades telepáticas de la hechicera estaban sensibilizadas y eran muy potentes, así que pensó con intensidad en asuntos y cosas hermosas. En la explosión de claridad del sol naciente. En la niebla que cuelga al albor sobre un lago de la montaña. En cataratas cristalinas por las que saltan salmones, tan brillantes como si fueran de plata fundida. De las cálidas gotas de lluvia golpeando en las hojas de un rosal rebosante de rosas.
Pensó para ella. Yennefer sonrió, al escuchar sus pensamientos. La sonrisa temblaba sobre sus mejillas con la sombra plateada por la luna de sus pestañas.
—¿Una casa? —Yennefer preguntó de pronto—. ¿Qué casa? ¿Tú tienes una casa? ¿Quieres construir una casa? Ah... Perdona. No debiera...
Él callaba. Estaba enfadado consigo mismo. Pensando para ella, sin querer, le había permitido leer los pensamientos que albergaba sobre ella.
—Hermoso sueño. —Yennefer le acarició ligeramente el brazo—. Una casa. Una casa construida con tus propias manos, y en esta casa tú y yo. Tú criarías caballos y ovejas, yo me ocuparía del huerto, pesaría los alimentos y cardaría la lana que llevaríamos al mercado. Por los céntimos que nos dieran por la venta de la lana y de los diversos frutos de la tierra compraríamos todo lo necesario, pongamos por ejemplo, un caldero de cobre y un rastrillo de hierro. Cada cierto tiempo nos visitaría Ciri con su marido y sus tres hijos, a veces se pasaría Triss Merigold para estar con nosotros algunos días. Envejeceríamos con dignidad. Y si me aburriera, por las noches tocarías para mí una gaita hecha con tus propias manos. Tocar la gaita, como es de dominio general, es el mejor remedio para la morriña.
El brujo guardó silencio. La hechicera tosió bajito.
—Perdona —dijo al cabo.
Se incorporó sobre los codos, se inclinó, lo besó. Se movió de pronto, lo abrazó. En silencio.
—Di algo.
—No me gustaría perderte, Yen.
—Pero si me tienes.
—Esta noche tendrá final.
—Todo tiene un final.
No, pensó Geralt. No quiero que sea así. Estoy cansado. Demasiado cansado para aceptar la perspectiva de finales que son principios, tras los que hay que comenzar otra vez de nuevo. Yo quisiera...
—No hables. —Con un rápido movimiento Yennefer le puso un dedo en los labios—. No me digas lo que quisieras ni lo que anhelas. Porque podría ser que no fuera a poder cumplir tus deseos y eso me causaría daño.
—¿Y qué es lo que tú anhelas, Yen? ¿Con qué sueñas?
—Sólo con cosas que se pueden alcanzar.
—¿Y conmigo?
—A ti ya te tengo.
Guardó silencio durante largo rato. Y esperó al momento en que ella interrumpió el silencio.
—¿Geralt?
—¿Mmm?
—Hazme el amor, por favor.
Al principio, saciados de sí, estaban llenos ambos de fantasía e invenciones, de ideas, descubrimientos y deseos de novedad. Como de costumbre, pronto resultó que aquello era a la vez demasiado y demasiado poco. Lo comprendieron al mismo tiempo y se mostraron amor de nuevo.
Cuando Geralt recuperó la consciencia, la luna todavía seguía en su sitio. Las cigarras chirriaban con empeño como si ellas también quisieran combatir el miedo y la intranquilidad a base de locura y pasión. Desde una ventana cercana en el ala izquierda de Aretusa alguien necesitado de sueño gritaba y echaba pestes exigiendo silencio. Desde una ventana al otro lado alguien, al parecer dotado de un alma más artística, aplaudía con entusiasmo y les vitoreaba.
—Oh, Yen... —susurró el brujo con vergüenza.