Tiempo de odio (22 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

—Tenía motivos... —Le besó y luego apretó la mejilla contra la almohada—. Tenía motivos para gritar. Así que grité. No se debe reprimir, no es sano ni natural. Abrázame, si puedes.

Capítulo cuarto

Telepuerto de Lora, también llamado por el nombre de su descubridor Portal de Benavent. Se encuentra en la isla de Thanedd, en el último piso de la Torre de la Gaviota. Fijo, periódicamente activo. Bases de funcionamiento: desconocidas. Destino: desconocido, seguramente de formado a consecuencia de una disgregación autónoma, no están excluidas bifurcaciones ni dispersiones.

Consideración: telepuerto caótico y mortalmente peligroso. Experimentos categóricamente prohibidos. No se permite el uso de la magia en la Torre de la Gaviota ni en sus alrededores, sobre todo la magia de teleportación. El Capítulo examinará excepcionalmente peticiones de permiso para entrar en Tor Lara con objeto de visitar el telepuerto. La petición ha de ser justificada por tener trabajos científicos en curso y por la existencia de una especialización en este campo concreto.

Bibliografía: Geoffrey Monck, La magia del Antiguo Pueblo; Immanuel Benavent, El Portal de Tor Lara; Nina Fioravanti, Teoría y práctica de la teleportación; Ransant Alvaro, La puerta de los secretos.

Prohibita (índice de artefactos prohibidos), Ars Mágica, ed. LVIII

Al principio sólo había un caos pulsante y centelleante, una cascada de imágenes, un torbellino, una espiral llena de sonidos y voces. Ciri vio una torre que llegaba hasta el cielo, sobre cuyo tejado bailaban los rayos. Escuchó el graznido de un ave de presa y ella fue el pájaro. Volaba con enorme velocidad, y por debajo había un mar enfurecido. Veía una pequeña muñeca de trapo y, de pronto, ella fue la muñeca y alrededor la envolvía la oscuridad, vibrante de cantos de cigarra. Vio un gran gato blanquinegro y de pronto fue aquel gato y alrededor había una casa siniestra, oscurecidas maderas cubriendo los muros, olor a velas y a libros viejos. Escuchó cómo alguien pronunciaba su nombre varias veces, la llamaba. Vio un salmón de plata saltando una catarata, escuchó el susurro de la lluvia golpeando sobre las hojas. Y luego escuchó un extraño y penetrante grito de Yennefer. Y esté grito la despertó, la arrancó de aquel torbellino sin orden ni tiempo.

Ahora, mientras intentaba sin éxito recordar el sueño, escuchaba solamente los débiles sonidos de una flauta y un laúd, el tintineo de una pandereta, cantos y risas. Jaskier y un grupo de vagabundos que había conocido accidentalmente todavía se estaban divirtiendo de lo lindo en la habitación al final del corredor.

Por la ventana entraba un rayo de luz de luna, deshaciendo un tanto las tinieblas y dando a la habitación de Loxia el aspecto de un sueño. Ciri echó las sábanas a un lado. Estaba sudorosa, los cabellos se le pegaban a la frente. Había tardado mucho en quedarse dormida, le faltaba el aliento aunque la ventana estaba abierta de par en par. Sabía cuál era la causa. Antes de irse con Geralt, Yennefer había aislado la habitación con un hechizo de protección. Aunque supuestamente era para evitar que nadie entrara, Ciri sospechaba que en realidad se trataba de impedirle la salida. Estaba, simplemente, prisionera. Yennefer, aunque a todas luces se sentía satisfecha de haberse encontrado con Geralt, no había olvidado ni perdonado su loca escapada a Hirundum, gracias a la que había tenido lugar el encuentro.

A ella, ver a Geralt le había llenado de tristeza y decepción. El brujo estaba poco hablador, tenso, intranquilo, mentía. Sus conversaciones se producían a toda velocidad y eran fragmentarias, envueltas en frases y preguntas de medias palabras, interrumpidas y sin terminar. Los ojos y el pensamiento del brujo huían de ella y se perdían en la lejanía. Ciri sabía a dónde.

Desde la habitación al final del pasillo le alcanzó el solitario y débil canto de Jaskier, la música del laúd, murmurando como un arroyuelo entre las piedras. Reconoció la melodía que el bardo estaba componiendo desde hacía algunos días. El romance —Jaskier se había vanagloriado de ello varias veces— llevaba por título "Inalcanzable" y se suponía que había de darle el triunfo en el torneo anual de bardos que se celebraba al final del otoño en el castillo de Vartburg. Ciri escuchó atentamente las palabras.

Sobre húmedos tejados vuelas,

entre amarillo nenúfar nadas,

mas yo al cabo te comprendo,

eso sí, si acaso me dejaras...

Ruido de cascos, jinetes galoparon en la noche, en el horizonte el cielo floreció con el resplandor de los incendios. Un ave de rapiña graznó y agitó las alas, se alzó en vuelo. Ciri se sumergió de nuevo en el sueño mientras escuchaba cómo alguien pronunciaba varias veces su nombre. Una vez se trataba de Geralt, una vez de Yennefer, una vez de Triss Merigold, y por fin, algunas veces, una muchacha a la que no conocía, delgada, rubia y triste, que la miraba desde una miniatura enmarcada en asta y hojalata.

Luego vió un gato blanquinegro y al poco era ese gato. Alrededor había una casa ajena, siniestra. Veía grandes estanterías llenas de libros, un púlpito iluminado con algunas velas, delante del que había dos hombres inclinados sobre unos pergaminos. Uno de estos hombres tosía y se limpiaba los labios con un pañuelo. El segundo, un enano de enorme cabeza, estaba sentado en un sillón con ruedas. Le faltaban las dos piernas.

 

—Inaudito... —resopló Fenn, pasando la vista por un pergamino enmohecido—. Es para no creérselo... ¿De dónde has sacado esos documentos?

—No te lo creerías si te lo dijera —tosió Codringher—. ¿Entiendes ahora quién es de verdad Cirilla, princesa de Cintra? Niña de la Antigua Sangre... ¡El último brote de ese maldito árbol de odio! La última rama y en ella la última manzana envenenada...

—La Antigua Sangre... Hace tanto tiempo... Pavetta, Calanthe, Adalia, Elen, Fiona...

—Y Falka.

—¡Por los dioses, esto no es posible! ¡En primer lugar, Falka no tuvo hijos! En segundo lugar, Fiona era hija legítima de...

—En primer lugar, no sabemos nada de la juventud de Falka. En segundo lugar, no me hagas reír, Fenn. Sabes de sobra que sólo de oír la palabra legítimo me sobrecogen espasmos de risa. Yo creo en este documento porque, en mi opinión, es auténtico y dice la verdad. Fiona, tatarabuela de Pavetta, era hija de Falka, ese monstruo con aspecto humano. Al diablo, no creo en todas esas profecías, predicciones ni otras estupideces, pero cuando recuerdo ahora las predicciones de Ithlinne...

—¿Sangre con mancha?

—Con mancha, contaminada, maldita, se puede entender de varias formas. Y según la leyenda, si recuerdas, Falka estaba maldita precisamente porque Lara Dorren aep Shiadhal había lanzado una maldición sobre su madre...

—Eso son cuentos, Codringher.

—Tienes razón, son cuentos. Pero, ¿sabes en qué momento dejan de ser cuentos los cuentos? En el momento en que alguien comienza a creer en ellos. Y alguien cree en el cuento de la Vieja Sangre. Sobre todo en el fragmento que dice que de la sangre de Falka nacerá un vengador que destruirá el viejo mundo y construirá uno nuevo sobre sus ruinas.

—¿Y se supone que Cirilla ha de ser este vengador?

—No. Cirilla no. Su hijo.

—Y a Cirilla la busca...

—Emhyr var Emreis, el emperador de Nilfgaard —terminó Codringher en tono frío—. ¿Lo comprendes ahora? Cirilla, con independencia de su voluntad, ha de ser madre del heredero al trono. El Archiduque que habrá de convertirse en el Archiduque de las Tinieblas, sucesor y vengador de aquella diabólica Falka. El holocausto y luego la reconstrucción del mundo, que, me da la sensación, habrá de suceder en forma dirigida y controlada.

El tullido guardó silencio largo rato.

—¿No piensas —preguntó por fin— que habría que informar de esto a Geralt?

—¿A Geralt? —Codringher torció los labios—. ¿Y quién es ése? ¿No será por casualidad ese inocentón que no hace mucho me contaba que no actúa para obtener beneficio? Oh, le creo, no actúa en su propio beneficio. Actúa para el ajeno. Y sin saberlo, al fin y al cabo. Persigue a Rience, que es la correa, y no siente la soga en su propio pescuezo. ¿Yo tendría que informarle? ¿Ayudar a aquéllos que quieren hacerse con esa gallina de los huevos de oro para chantajear a Emhyr o ganar su aprecio? No, Fenn. No soy tan tonto.

—¿El brujo hace de correa? ¿De quién?

—Piensa.

—¡Joder!

—Una palabra bien elegida. La única persona que tiene influencia sobre él. En la que él confía. Pero yo no confío en ella. Y nunca lo hice. Yo también me voy a meter en este juego.

—Es un juego peligroso, Codringher.

—No hay juego seguro. Sólo hay juegos que merecen la pena y otros que no la merecen. Fenn, hermano, ¿acaso no entiendes qué es lo que nos ha caído en las manos? Una gallina que a nosotros y a nadie más nos va a dar unos huevos enormes, toditos de oro dorado...

Codringher estalló en toses. Cuando retiró el pañuelo de los labios, había en él huellas de sangre.

—El oro no te curará —dijo Fenn, mirando al pañuelo que su compañero tenía en la mano—. Y a mí no me devolverá mis piernas...

—¿Quién sabe?

Alguien llamó a la puerta. Fenn se removió intranquilo en su silla de ruedas.

—¿Esperas a alguien, Codringher?

—Sí. A los que mandé a Thanedd. A por la gallina de los huevos de oro.

No abras, gritó Ciri. ¡No abras esa puerta! ¡Detrás de ella acecha la muerte' ¡No abras esa puerta!

 

—Ya abro, ya abro —gritó Codringher, mientras alzaba el cerrojo, después de lo cual se dio la vuelta hacia el gato, que no hacía más que maullar—. Cállate, bestia maldita...

Se detuvo. En la puerta no estaban aquéllos que esperaba. En la puerta había tres personas a las que no conocía.

—¿Sois vos el señor Codringher?

—El señor se ha ido en viaje de negocios. —El abogado adoptó una expresión de tener pocas luces y cambió el tono de voz a otro algo más agudo—. Yo soy el ayuda de cámara de su merced, me llamo Glomp, Míkael Glomp. ¿En qué puedo servir a los nobles señores?

—En nada —dijo una de las personas, un alto medioelfo—. Dado que su merced no está, sólo dejaremos una carta y una nota. Ésta es la carta.

—Se la entregaré sin tardanza. —Codringher, muy en su papel de lacayo torpe, hizo una humilde reverencia y extendió la mano para recoger el hato de pergaminos unidos por una cuerda roja—. ¿Y la nota?

La cuerda que sujetaba el rollo se desplegó como una serpiente al ataque, le azotó y le ciñó con fuerza la muñeca. El alto dio un fuerte tirón. Codringher perdió el equilibrio, voló hacia delante, para no derrumbarse encima del medioelfo apoyó inconscientemente la mano izquierda sobre su pecho. En esta posición no estaba en condiciones de evitar el estilete que le clavaron en el estómago. Lanzó un sordo grito y tiró hacia atrás, pero la cuerda mágica que tenía enrollada alrededor de la muñeca no le dejó. El medioelfo le atrajo de nuevo hacia sí y le volvió a herir. Esta vez la hoja se quedó clavada en Codringher.

—Aquí tienes la nota, con recuerdos de Rience —dijo el alto medioelfo al tiempo que tiraba del estilete hacia arriba abriendo al abogado como a un pez—. Vete al infierno, Codringher. Derechito al infierno.

Codringher tosió. Sentía como la hoja del puñal rompía y rasgaba sus costillas y su esternón. Se cayó al suelo, se quedó en cuclillas. Quería gritar para advertir a Fenn, pero no alcanzó más que a graznar y al graznido le siguió inmediatamente una ola de sangre.

El alto medioelfo pasó por encima del cuerpo, detrás le siguieron los otros dos. Éstos eran humanos.

Fenn no se dejó sorprender.

Sonó una cuerda, uno de los esbirros cayó de espaldas, alcanzado por una bola de acero en mitad de la frente. Fenn se alejó del pulpito en su sillón, intentando en vano recargar el arcoballista con las manos temblorosas.

El alto dio un salto hacia él y, de una fuerte patada, hizo volcar el sillón. El enano rodó por entre los papeles arrojados al suelo. Arrastrándose impotente con sus pequeños brazos y los muñones de sus piernas, recordaba una araña a la que le hubieran arrancado las patas.

El medioelfo alejó de una patada el arcoballista del alcance de Fenn. Revisó muy deprisa los documentos que yacían sobre el púlpito sin prestar atención al tullido que intentaba arrastrarse por el suelo. Le llamó la atención una pequeña miniatura enmarcada en asta y hojalata que mostraba a una muchacha rubia. La tomó junto con un cartelillo que llevaba pegado.

El otro esbirro soltó al que había sido alcanzado por la bola del arcoballista, se acercó. El medioelfo alzó las cejas en gesto interrogante. El esbirro negó con la cabeza.

El medioelfo se guardó en el seno la miniatura y algunos documentos que había tomado del púlpito. Luego sacó del tintero un manojo de plumas y las encendió con una vela. Haciéndolas girar permitió que el fajo se prendiera bien, después de lo cual las echó sobre el púlpito, entre los fajos de pergaminos que estallaron en llamas al instante.

Fenn aulló.

El alto medioelfo quitó de la mesa, que ya estaba ardiendo, una botella —ron líquido para eliminar la tinta, se acercó al enano y le derramó encima todo su contenido. Fenn lanzó un agudo grito. El otro esbirro sacó de una estantería un montón de pliegos y cubrió con ellos al tullido.

El fuego del púlpito alcanzaba bramando hasta el techo. Otra botella, más pequeña, explotó con un estampido, las cenizas regaron las estanterías. Pliegos, fajos y carpetas comenzaron a ennegrecerse, a retorcerse y a avivar el fuego. Fenn gritaba. El alto se alejó del púlpito ardiente, hizo otro rollo con papeles y lo encendió. El otro esbirro echó sobre el tullido un nuevo brazado de fajos de pergamino.

Fenn gritaba.

El medioelfo estaba junto a él, tenía en las manos el rollo ardiente.

El gato blanquinegro de Codringher se sentó en un muro cercano. En sus ojos amarillos brillaba el reflejo del incendio que transformaba una noche agradable en una terrible parodia del día. Los alrededores estaban llenos de gritos. ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Agua! La gente corría en dirección a la casa. El gato se quedó paralizado, mirando con extrañeza y desprecio. Estos idiotas se dirigían allá, en dirección a aquella boca de horno de la que él por poco no había podido salir.

Dándose la vuelta con indiferencia, el gato de Codringher continuó lamiéndose las zarpas manchadas de sangre.

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