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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Tiempo de odio (26 page)

—Ésas son acusaciones muy graves. Por eso las pruebas también tendrán que ser muy sólidas. Pero antes de que arrojes esas pruebas sobre la mesa, Filippa Eilhart, sé consciente de mi posición. Las pruebas se pueden fabricar, las acciones y motivos se pueden interpretar. Pero los hechos presentes no los cambia nada. Has quebrado la unidad y la solidaridad de la Hermandad, Filippa Eilhart. Has encadenado a miembros del Capítulo como si fueran ladrones. No te atrevas ahora a proponerme que acepte un lugar en el nuevo Capítulo que planea crear tu banda de golpistas vendida a los reyes. Entre nosotras hay muerte y sangre. La muerte de Hen Gedymdeith. Y la sangre de Lydia van Bredevoort. Con odio has vertido tú esta sangre. Eras mi mejor discípula, Filippa Eilhart. Siempre he estado orgullosa de ti. Pero ahora no albergo más que odio hacia ti.

 

Keira Metz estaba pálida como un pergamino.

—Desde hace algún tiempo —susurró— hay como un silencio en el Garstang. Se está terminando... Se persiguen por el palacio. Tiene cinco pisos, setenta y seis habitaciones y salas. Hay donde perseguirse...

—Ibas a hablar de Yennefer. Apresúrate. Temo que te desmayes.

—¿De Yennefer? Ah, sí... Todo iba según nuestros planes hasta que de pronto apareció Yennefer. E introdujo en la sala a esa médium...

—¿A quién?

—A una muchacha, de unos catorce años. Cabellos grises, grandes ojos verdes... Antes de que nos diera tiempo a contemplarla, la muchacha comenzó a ver. Habló de los acontecimientos de Dol Angra. Nadie dudó de que estuviera diciendo la verdad. Estaba en trance, en trance no se miente.

 

—Ayer por la noche —dijo la médium— un ejército con las enseñas de Lyria y los estandartes de Aedirn perpetró una agresión contra el imperio de Nilfgaard. Atacaron Glevitzingen, un fuerte fronterizo situado en Dol Angra. Unos heraldos anunciaron en nombre del rey Demawend por las aldeas de lo alrededores que, a partir de hoy, Aedirn asume el gobierno sobre todo el país. Llamaron a la gente a alzarse en armas contra Nilfgaard...

—¡Imposible! ¡Es una asquerosa provocación!

—Qué fácil te sale de los labios esa palabra, Filippa Eilhart —dijo Tissaia de Vries con serenidad—. Pero no te preocupes, tus gritos no interrumpirán el trance. Sigue hablando, niña.

—El emperador Emhyr var Emreis dio la orden de responder golpe con golpe. Los ejércitos de Nilfgaard han penetrado esta mañana al amanecer en Lyria y Aedirn.

—De este modo —Tissaia sonrió— nuestros reyes han mostrado qué gobernantes tan razonables, ilustrados y amantes de la paz son. Y algunos hechiceros han demostrado a qué causa sirven en realidad. A aquéllos que podrían haber evitado una guerra de rapiña los han cargado previsoramente de cadenas de dwimerita y han lanzado contra ellos absurdas acusaciones...

—¡Todo eso no es más que una mentira redomada!

—¡A la mierda con todos vosotros! —gritó de pronto Sabrina Glevissig—. ¡Filippa! ¿Qué es lo que significa todo esto? ¿Qué significa esa jaleo de Dol Angra? ¿Acaso no establecimos que no se debía comenzar demasiado pronto? ¿Por qué ese puto Demawend no se ha contenido? ¿Por qué esa zorra de Meve...?

—¡Cállate, Sabrina!

—Pero no, que hable. —Tissaia de Vries alzó la cabeza—. Que nos hable del ejército de Henselt de Kaedwen que está concentrado en la frontera. Que nos hable de los soldados de Foltest de Temería, que seguramente ahora están echando al agua los botes que habían tenido escondidos en los bosques del Yaruga. Que nos hable del cuerpo expedicionario bajo mando de Vizimir de Redania que está junto al Pontar. ¿Acaso creías, Filippa, que somos ciegos y sordos?

—¡Esto no es más que una maldita provocación! El rey Vizimir...

—El rey Vizimir —la interrumpió la voz impasible de la médium de los cabellos grises— fue asesinado anoche. Apuñalado por un sicario. Redania ya no tiene rey.

—Hace mucho que Redania no tenía rey. —Tissaia de Vries se levantó—. En Redania gobernaba su majestad Filippa Eilhart, digna sucesora de Raffard el Blanco. Dispuesta a sacrificar decenas de miles de vidas para alcanzar el poder absoluto.

—¡No la escuchéis! —gritó Filippa—. ¡No escuchéis a esta médium! Es una herramienta, una herramienta sin conciencia... ¿A quién sirves, Yennefer? ¿Quién te ordenó traer aquí a este monstruo?

—Yo —dijo Tissaia de Vríes.

 

—¿Qué sucedió luego? ¿Qué pasó con la muchacha? ¿Con Yennefer?

—No lo sé. —Keira cerró los ojos—. De pronto, Tissaia desactivó el bloqueo. Con un hechizo. En mi vida he visto algo parecido... Nos aturdió y bloqueó, luego liberó a Vilgefortz y a los otros... Y Francesca abrió la puerta del sótano y al punto el Garstang se llenó de Scoia'tael. Los dirigía un engendro con armadura y yelmo nilfgaardiano, con alas. Le ayudaba un tipo con unas señales en la cara. Éste sabía hacer hechizos. Y protegerse con magia...

—Rience.

—Puede, no lo sé. Hacía calor... Se hundió el techo. Hechizos y flechas... Una masacre... De ellos resultó muerto Fercart, entre nosotros mataron a Drithelm, mataron a Radcliffe, mataron a Marquard, Rejean y Bianca d´Este... Contusionada Triss Merigold, herida Sabrina... Cuando Tissaia vio los cadáveres, comprendió su error, intentó protegernos, intentó mitigar a Vilgefortz y a Terranova... Vilgefortz se rió de ella y le hizo burla. Entonces perdió la cabeza y huyó. Oh, Tissaia... Tantos muertos...

—¿Y qué hay de la muchacha y de Yennefer?

—No sé. —La hechicera se ahogó en toses, escupió sangre. Respiraba muy despacio y con visible esfuerzo—. Después de no sé cuántas explosiones una detrás de otra, perdí el sentido por un momento. El de la cicatriz y sus elfos me sujetaron. Terranova primero me dio de patadas y luego me tiró por la ventana.

—No es sólo el pie, Keira. Tienes las costillas rotas.

—No me dejes.

—Tengo que hacerlo. Volveré a por ti.

—Seguro.

 

Al principio sólo había un caos refulgente, unas tinieblas pulsantes, un embrollo de oscuridad y claridad, un coro de voces balbuceantes, que le llegaban de lejos. De pronto las voces cobraron fuerza, a su alrededor explotaba todo en estampidos y estrépitos. La claridad entre la tiniebla se convirtió en un fuego que devoraba tapices y gobelinos, gavillas de chispas que parecían verterse desde las paredes, las balaustradas y las columnas que sujetaban el techo.

Ciri se atosigó con el humo y comprendió que aquello ya no era un sueño.

Intentó levantarse, apoyándose en las manos. Sus dedos tocaron algo húmedo, miró hacia abajo. Estaba de rodillas sobre un charco de sangre. Junto a ella yacía un cuerpo inerte. El cuerpo de un elfo. Lo reconoció al instante.

—Levántate.

Yennefer estaba a su lado. Tenía un estilete en una mano.

—Doña Yennefer... ¿Dónde estamos? No recuerdo nada.

Rauda, la hechicera la agarró de la mano.

—Estoy a tu lado, Ciri.

—¿Dónde estamos? ¿Por qué todo está ardiendo? ¿Quién es este... éste de aquí?

—Te dije hace mucho tiempo, hace siglos, que el Caos extiende su mano hacia ti. ¿Te acuerdas? No, seguro que no te acuerdas. Este elfo extendió la mano hacia ti. Tuve que matarlo con un cuchillo porque sus amos sólo esperan que alguna de nosotras se ponga al descubierto, utilizando la magia. Y lo tendrán, pero no todavía... ¿Has recuperado totalmente el sentido?

—Aquellos hechiceros... —susurró Ciri—. Aquéllos de la sala grande... ¿Qué es lo que les dije? ¿Y por qué se lo dije? Si yo no quería... ¡Pero tenía que hablar! ¿Por qué? ¿Por qué, doña Yennefer?

—Silencio, feúcha. Cometí un error. Nadie es perfecto.

Desde abajo les llegó un estampido y un grito agudo.

—Ven. Deprisa. No tenemos tiempo.

Corrieron a través de los pasillos. El humo era cada vez más denso, ahogaba, atosigaba, cegaba. Los muros temblaban a causa de las explosiones.

—Ciri. —Yennefer se detuvo en un cruce de pasillos, apretó con fuerza la mano de la muchacha—. Escúchame ahora, escucha con atención. Yo tengo que quedarme aquí. ¿Ves esas escaleras? Vas a bajar por ellas...

—¡No! ¡No me dejes sola!

—Tengo que hacerlo. Repito, vas a bajar por esas escaleras. Hasta abajo del todo. Allí habrá unas puertas, detrás de ellas un largo pasillo. Al final del pasillo hay un establo en el que hay un caballo ensillado. Sólo uno. Lo sacarás y te montarás en él. Es un caballo bien entrenado, sirve a los mensajeros que van a Loxia. Conoce el camino, basta con que lo espolees. Cuando estés en Loxia, buscas a Margarita y te pones bajo su protección. No te apartes de ella ni siquiera un paso...

—¡Doña Yennefer! ¡No! ¡No quiero estar sola!

—Ciri —dijo en voz baja la hechicera—. Una vez ya te dije que todo lo que hago lo hago por tu bien. Por favor, confía en mí. Corre.

Ciri ya estaba en las escaleras cuando escuchó otra vez la voz de Yennefer. La hechicera estaba junto a una columna, apoyaba en ella la frente.

—Te quiero, hija mía —dijo con la voz amortiguada—. Corre.

 

La rodearon a mitad de las escaleras. Por abajo, dos elfos con colas de ardilla en los gorros, por arriba, un humano de traje negro. Ciri saltó por la balaustrada sin pensárselo y corrió hacia un pasillo lateral. La persiguieron. Era más rápida y se les hubiera escapado sin esfuerzo si no hubiera sido porque el pasillo se terminaba en una ventana.

Miró a través. A lo largo del muro corría un saledizo de piedra, quizá de dos cuartas de ancho. Ciri pasó los pies por el alféizar y salió. Se apartó de la ventana, pegó la espalda al muro. A lo lejos brillaba el mar.

Un elfo se inclinó por la ventana. Tenía los cabellos claros y los ojos verdes, un pañuelo de terciopelo al cuello. Ciri se apartó deprisa, acercándose a otra ventana. Pero por aquella otra salía el hombre del traje oscuro. Éste tenía los ojos oscuros y terribles, una cicatriz rojiza en la mejilla.

—¡Te tenemos, moza!

Ciri miró hacia abajo. Allá, muy lejos, se veía el patio. Y por encima del patio, a unos diez pies por debajo del parapeto en el que se encontraba, había un puentecillo que unía dos galerías. Sólo que no era un puentecillo. Eran las ruinas de un puentecillo. Una estrecha pasarela de piedra con restos de una balaustrada deshecha.

—¿A qué esperáis? —gritó el de la cicatriz—. ¡Salid y agarradla!

El elfo de cabellos claros salió con precaución al saledizo, pegó la espalda a la pared. Extendió la mano. Estaba cerca.

Ciri tragó saliva. La pasarela de piedra, lo que quedaba del puente, no era más estrecha que el columpio de Kaer Morhen, y ella había saltado decenas de veces en el columpio, sabía amortiguar el golpe y mantener el equilibrio. Pero el columpio de los brujos estaba separado de la tierra sólo por cuatro pasos, mientras que por debajo de la pasarela de piedra se abría un abismo tan hondo que las baldosas del patio parecían más pequeñas que una mano.

Saltó, aterrizó, se tambaleó, mantuvo el equilibrio, agarrándose a la destrozada balaustrada. Con paso seguro alcanzó la galería. No pudo contenerse: se dio la vuelta y les mostró a los perseguidores el codo doblado, un gesto que le había enseñado el enano Yarpen Zigrin. El hombre de la cicatriz maldijo en voz alta.

—¡Salta! —gritó al elfo de cabellos claros que estaba de pie en el saledizo—. ¡Salta detrás de ella!

—Te has vuelto loco, Rience —dijo el elfo con voz fría—. Salta tú mismo, si quieres.

 

La suerte, como suele suceder, no la acompañó mucho tiempo. Cuando salió de la galería y se escabulló detrás del muro, entre los endrinos, la agarraron. La agarró y la inmovilizó en un abrazo increíblemente fuerte un hombre bajo, un poquito regordete, que tenía la nariz hinchada y los labios rotos.

—¡Ven acá! —susurró—. ¡Ven acá, corderilla!

Ciri se retorció y gritó, porque las manos que aferraban sus brazos le produjeron un paroxismo de dolor paralizante. El hombre se carcajeó.

—No te menees, gorrioncillo gris, o te quemo las plumas. Deja que te eche un ojo. Veamos cuál sea el polluelo que tan caro le es a Emhyr var Emreis, césar de Nilfgaard. Y a Vilgefortz.

Ciri dejó de retorcerse. El hombre bajo se relamió los labios heridos.

—Velailo —susurró de nuevo, inclinándose hacia ella—. Tan valiosa eres y yo, fíjate, no diera por ti ni medio chelín. Lo que burlan las apariencias. ¡Ja! ¡Mi tesoro! ¿Y si a Emhyr le fueras dada como regalo no por Vilgefortz, ni Rience, ni ese galán del yelmo emplumado sino por el viejo Terranova?

¿Sería Emhyr liberal con el viejo Terranova? ¿Qué dices a eso, profetisa? ¡Ya que capaz eres de profetizar!

Su aliento apestaba tanto que no se podía resistir. Ciri volvió la cabeza, haciendo un visaje. Él lo entendió mal.

—¡No me des con el pico, gorrioncillo! A mí no me arredran los pájaros. ¿O quizás debiera? ¿Qué, falsa veedora? ¿Adivinadora fraudulenta? ¿Debería tener miedo de los pájaros?

—Deberías —susurró Ciri, sintiendo un vértigo en la cabeza y un frío que la acometía de pronto.

Terranova se rió, al tiempo que echaba la cabeza para atrás. La risa se convirtió en un grito de dolor. Una enorme lechuza gris bajó volando sin hacer ruido y le clavó las garras en los ojos. El hechicero soltó a Ciri, apartó de sí la lechuza con un violento movimiento e inmediatamente cayó de rodillas y se agarró el rostro. Entre sus dedos brotaba la sangre. Ciri gritó, retrocedió. Terranova retiró del rostro unas manos ensangrentadas y cubiertas de mucosidades, comenzó a farfullar un hechizo con un salvaje y penetrante grito. No le dio tiempo. A sus espaldas apareció una silueta borrosa, una hoja brujeril aulló en el aire y le atravesó el cuello justo por debajo del occipucio.

 

—¡Geralt!

—Ciri.

—No hay tiempo para sensiblerías —dijo la lechuza desde lo alto del muro, mientras se transformaba en una mujer morena—. ¡Huid! ¡Vienen hacia aquí los Ardillas!

Ciri se liberó del abrazo de Geralt, miró con asombro. La mujer lechuza sentada sobre lo alto del muro tenía un aspecto horrible. Estaba chamuscada, arañada, embadurnada de cenizas y sangre.

—Tú, pequeño monstruo —dijo la mujer lechuza, mirándola desde lo alto—. Por tu profecía intempestiva debiera... Pero le prometí algo a tu brujo, y yo siempre cumplo mi palabra. No pude darte a Rience, Geralt. A cambio te la doy a ella. Viva. ¡Huid!

 

Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach estaba enfadado. Sólo había conseguido ver durante un segundo a la muchacha que le habían ordenado atrapar, pero antes de que hubiera tenido tiempo de emprender cualquier acción, aquellos hechiceros inconscientes habían transformado el Garstang en un infierno que impedía comenzar acción alguna. Cahir perdió la orientación entre el humo y el fuego, se deslizó a ciegas por los pasillos, corrió por escaleras y galerías, maldiciendo a Vilgefortz, a Rience, a sí mismo y al mundo entero.

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