Por un elfo que se encontró se enteró de que habían visto a la muchacha fuera del palacio, por el camino de huida a Aretusa. Y entonces la suerte le sonrió a Cahir. Los Scoia'tael encontraron un caballo ensillado en un establo.
—Corre hacia delante, Ciri. Están cerca. Yo los detendré, tú corre. ¡Corre con todas tus fuerzas! ¡Como en el Matadero!
—¿Tú también quieres dejarme sola?
—Iré detrás de ti. ¡Pero no mires para atrás!
—Dame mi espada, Geralt.
La miró. Ciri retrocedió inconscientemente. Nunca le había visto con unos ojos como aquéllos.
—Si tienes espada, te verás obligada a matar. ¿Serás capaz?
—No lo sé. Dame mi espada.
—Corre. Y no mires hacia atrás.
Unos cascos de caballo resonaron en el camino. Ciri miró hacia atrás. Y se quedó paralizada de miedo.
La perseguía un caballero negro con un yelmo adornado con las alas de un ave de presa. Las alas hacían ruido, se agitaba la negra capa. Las herraduras hacían saltar chispas de los adoquines del camino.
Ciri no era capaz de moverse.
El caballo negro cruzó a través de los arbustos de los márgenes, el caballero lanzó un fuerte grito. En aquel grito estaba Cintra, estaba la noche, la matanza, la sangre y el fuego. Ciri dominó el miedo que la inmovilizaba y se lanzó a la huida. Con ímpetu, saltó por encima de un seto, cayendo en un pequeño patio con un estanque y una fuente. No había salida de aquel patio, alrededor se elevaban altos y lisos muros. El caballo relinchó casi a su espalda. Ciri retrocedió, tropezó y se estremeció al dar con la espalda en una pared dura e inamovible. Estaba en una trampa.
Un ave de presa agitó las alas, echó a volar. El caballero negro hizo encabritarse al caballo, saltó el seto que lo separaba del patio. Los cascos retumbaban en las losas del suelo, el caballo babeaba, se agitó, se sentó sobre las ancas. El caballero se tambaleó en la silla, se inclinó. El caballo se levantó y el caballero cayó, causando un estrépito al chocar su armadura contra la piedra. Se levantó sin embargo de inmediato, se movió deprisa hacia Ciri, que estaba apretada en un rincón.
—¡No me tocarás! —gritó, sacando la espada—. ¡No me tocarás nunca más!
El caballero se acercó demorando el paso, crecía sobre ella como una enorme torre negra. Las alas de su yelmo se agitaban y susurraban.
—Ya no te me escaparás, Leoncilla de Cintra. —En la visera ardían dos ojos crueles—. No esta vez. Esta vez ya no tienes adonde escapar, mi loca señora.
—No me tocarás —repitió con la voz ahogada por el horror, la espalda aplastada contra la pared de piedra.
—Tengo que hacerlo. Cumplo órdenes.
Cuando extendió la mano hacia ella, el miedo desapareció de pronto, su lugar lo ocupó una rabia salvaje. Los músculos tensos, paralizados de miedo, funcionaron como muelles, todos los movimientos aprendidos en Kaer Morhen se realizaron por sí mismos, fácil y armoniosamente. Ciri dio un salto, el caballero se echó hacia ella, pero no estaba preparado para la pirueta que, sin esfuerzo, la alejó del alcance de sus manos. La espada aulló y mordió, acertando con toda seguridad en la chapa de la coraza. El caballero se tambaleó, cayó sobre una rodilla, de bajo la hombrera surgió un hilillo de sangre de color rojo claro. Gritando con rabia, Ciri le rodeó de nuevo con una pirueta, le golpeó de nuevo, esta vez directamente al morrión del yelmo, el caballero cayó sobre la otra rodilla. La rabia y la locura la habían cegado por completo, no veía nada que no fueran las odiadas alas. Saltaron las plumas negras, un ala cayó, la otra se quedó colgando de la hombrera ensangrentada. El caballero, intentando en vano levantarse, probó a detener la hoja de la espada agarrándola con su guante acorazado, gimió de dolor cuando el filo brujeril cortó la malla y la mano. El siguiente golpe hizo caer el yelmo, Ciri retrocedió para tomar ímpetu y lanzar el último y mortal tajo.
No lo lanzó.
No había yelmo negro, no había alas de pájaro de presa, cuyo sonido la había perseguido en sus pesadillas. No estaba ya el negro caballero de Cintra. Había un pálido jovencito de cabello oscuro retorciéndose en un charco de sangre, un joven de ojos azules y boca torcida en una mueca de terror. El caballero negro de Cintra había caído bajo los golpes de su espada, había dejado de existir, de las alas que provocaban miedo no quedaban más que unas plumas desmadejadas. El muchacho asustado, doblado, vomitando sangre, no era nadie. No lo conocía, no lo había visto nunca. No le importaba. No le tenía miedo, no le odiaba. Y no quería matarlo.
Tiró la espada al suelo.
Se dio la vuelta, escuchó los gritos de los Scoia'tael que venían corriendo desde el Garstang. Comprendió que enseguida la atraparían en el patio. Comprendió que la alcanzarían en el camino. Tenía que ser más rápida que ellos. Corrió hacia el caballo moro que estaba golpeando con los cascos en las baldosas del suelo, lo lanzó al galope con un grito, saltó a la silla mientras corría.
—Dejadme... —Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach jadeó, al tiempo que rechazaba con su mano sana a los elfos que lo estaban levantando—. ¡No tengo nada! Es una herida pequeña... perseguidla. Perseguid a la muchacha...
Uno de los elfos gritó, la sangre salpicó el rostro de Cahir. El otro Scoia'tael se tambaleó y cayó de rodillas, sujetando con las dos mano su barriga que estaba rajada. Los otros retrocedieron, se dispersaron por el patio con las espadas brillando.
Los atacó un monstruo de cabellos blancos. Saltó sobre ellos desde el muro. Desde una altura desde la que no era posible saltar sin romperse una pierna. Era imposible aterrizar blandamente, girarse en una pirueta que escapaba a la vista y matar en un fracción de segundo. Pero el albino lo consiguió. Y comenzó a matar.
Los Scoia'tael luchaban con saña. Eran más numerosos. Pero no tenían posibilidad alguna. Ante los ojos desmesuradamente abiertos de Cahir, se produjo una masacre. La muchacha de cabellos grises que lo había herido hacía un momento era rápida, era increíblemente ágil, era como una gata que protegía a sus garitos. Pero el monstruo de cabellos blancos que saltó entre los Scoia'tael era como un tigre de Zerrikania. La doncella de cabellos grises de Cintra, que, por motivos desconocidos, no le había matado, daba la sensación de estar loca. El monstruo de cabellos blancos no estaba loco. Estaba sereno y frío. Mataba serena y fríamente.
Los Scoia'tael no tenían posibilidad alguna. Sus cuerpos se derrumbaron uno tras otro sobre las losas del patio. Pero no cedieron. Incluso cuando sólo quedaron dos, no huyeron, sino que atacaron otra vez al monstruo de cabellos blancos. Ante los ojos de Cahir, el monstruo cortó una mano a uno de ellos por encima del codo, a otro le asestó un tajo aparentemente débil y desmañado que, sin embargo, arrojó al elfo hacia atrás, lo lanzó a través del plato de la fuente y lo hizo caer al agua. El agua se derramó por el borde del estanque en olas carmesíes.
El elfo de la mano cortada maldecía junto a la fuente, contemplando con la mirada perdida su muñón que manaba sangre. El monstruo de cabellos blancos le agarró por los pelos y con un rápido tirón de la espada le cortó la garganta.
Cuando Cahir abrió los ojos, el monstruo ya estaba sobre él.
—No me mates... —susurró, dejando de intentar levantarse del suelo resbaladizo por la sangre. La mano que le había herido la muchacha de cabellos grises había dejado de doler, se entumecía.
—Sé quién eres, nilfgaardiano. —El monstruo de los cabellos blancos dio una patada al yelmo de las alas destrozadas—. La has perseguido con tozudez durante mucho tiempo. Pero ya jamás vas a poder hacerle daño.
—No me mates.
—Dame una razón. Sólo una. Date prisa.
—Yo... —susurró Cahir—. Yo fui quien la sacó entonces de Cintra. Del incendio... La salvé. Salvé su vida...
Cuando abrió los ojos el monstruo había desaparecido, estaba en el patio, a solas con los cuerpos de los elfos. El agua de la fuente tintineaba, se vertía por el borde del plato, lavaba la sangre del suelo. Cahir se desmayó.
Al pie de la torre había un edificio que era una gran sala o mejor dicho algo en forma de peristilo. El techo sobre el peristilo, seguramente ilusorio, estaba cuajado de agujeros. Se apoyaba en unas columnas y pilastras esculpidas en forma de cariátides escasamente vestidas, de imponentes pechos. Las mismas cariátides sujetaban el arco del portal por el que había desaparecido Ciri. Detrás del portal, Geralt distinguió unas escaleras que conducían hacia arriba. Hacia la torre.
Maldijo en voz baja. No entendía porqué Ciri había corrido hacia allí. Arrastrándose detrás de ella por lo alto de los muros había visto cómo caía su caballo. Había visto cómo se levantaba con destreza pero, en vez de seguir corriendo hacia adelante, por el camino que se enrollaba como una serpentina alrededor de la cumbre, echó a correr por debajo de la montaña, en dirección a la solitaria torre. Los elfos no los veían ni a Ciri ni a él, ocupados como estaban en disparar con sus arcos a los humanos que corrían al pie de la montaña. Desde Aretusa venían refuerzos.
Tenía intenciones de seguir a Ciri por las escaleras cuando escuchó un murmullo. Desde arriba. Se volvió con rapidez. No era un pájaro.
Vílgefortz, agitando unas anchas mangas, entró volando a través de un agujero en el tejado, se dejó caer con lentitud sobre el suelo.
Geralt estaba delante de la entrada a la torre, tomó la espada y aspiró aire. Albergaba la sincera esperanza de que la dramática lucha final tuviera lugar entre Vilgefortz y Filippa Eilhart. Él no tenía ni la más mínima gana de participar en tales dramas.
Vilgefortz se sacudió el jubón, colocó las mangas, miró al brujo y leyó sus pensamientos.
—Puto dramatismo —suspiró.
Geralt no comentó nada.
—¿Ha entrado en la torre?
Geralt no respondió. El hechicero meneó la cabeza.
—Así que aquí tenemos el epílogo —dijo con frialdad—. El merecido final ¿O quizá es el destino? ¿Sabes adonde conducen estas escaleras? A Tor Lara. La Torre de la Gaviota. De allí no hay salida. Todo se ha terminado.
Geralt retrocedió de modo que las cariátides que sujetaban el portal cubrieran sus flancos.
—Ciertamente —concedió, observando las manos del hechicero—. Todo se ha terminado. La mitad de tus cómplices están muertos. Los cadáveres de los elfos que trajiste a Thanedd están tendidos uno detrás del otro hasta el Garstang. El resto ha huido. Desde Aretusa llegan refuerzos de hechiceros y de los hombres de Dijkstra. El nilfgaardiano que había de llevarse a Ciri seguramente se habrá desangrado ya. Y Ciri está allí, en la torre. ¿No hay salida de allí? Estoy contento de oírlo. Eso quiere decir que sólo hay una entrada. Ésta que estoy guardando.
Vilgefortz se indignó.
—Eres incorregible. Sigues sin poder valorar la situación. El Capítulo y el Consejo han cesado de existir. Los ejércitos del emperador Emhyr avanzan hacia el norte. Privados del consejo y la ayuda de los hechiceros, los reyes están tan desamparados como niños. Sus reinos se hunden como castillos de arena ante el impulso de Nilfgaard. Te lo propuse ayer y te lo repito hoy: únete a los vencedores. Echa un buen escupitajo a los perdedores.
—Tú eres el perdedor. Para Emhyr eras sólo un instrumento. Él necesitaba a Ciri, por eso envió aquí a aquel tipo del yelmo con alas. Será interesante ver qué hará contigo Emhyr cuando le comuniques el fiasco de tu misión.
—Disparas a ciegas, brujo. Y no aciertas, por supuesto. ¿Y si te dijera que Emhyr es mi instrumento?
—No te creería.
—Geralt, sé razonable. ¿De verdad quieres perder el tiempo con este teatro, con este final tan banal de la lucha entre el Bien y el Mal? Renuevo la proposición de ayer. Todavía no es demasiado tarde. Todavía puedes elegir, puedes ponerte del lado apropiado...
—¿Del lado al que hoy he jodido un poquito?
—No te sonrías, tus sonrisas demoníacas no me impresionan. ¿Sólo esos elfos hechos picadillo? ¿Artaud Terranova? Naderías, asuntos sin importancia. Se puede pasar al orden del día por encima de ellos.
—¡Pero por supuesto! Conozco tu visión del mundo. La muerte no cuenta, ¿verdad? Sobre todo la ajena.
—No seas banal. Lo siento por Artaud, pero en fin, qué se le va a hacer. Llamémoslo... un ajuste de cuentas. Últimamente yo mismo he intentado matarte dos veces. Emhyr se impacientaba, así que ordené lanzar contra ti a unos asesinos. Lo hice con bastante desagrado cada vez. Yo, como ves, todavía tengo esperanza de que algún día nos pinten juntos en un cuadro.
—Desecha esa esperanza, Vilgefortz.
—Envaina la espada. Entremos juntos en Tor Lara. Tranquilizaremos a la Niña de la Vieja Sangre que seguramente se esté muriendo de miedo allí en lo alto. Y nos iremos de aquí. Juntos. Estarás junto a ella. Podrás ver cómo se cumple su destino. ¿Y el emperador Emhyr? El emperador Emhyr recibirá lo que quería. Porque olvidaba decirte que aunque Codringher y Fenn han muerto, su obra y sus ideas siguen vivas y en buena forma.
—Mientes. Vete de aquí. Antes de que te eche un buen escupitajo.
—De verdad que no tengo ganas de matarte. Me desagrada matar.
—¿De verdad? ¿Y Lydia van Bredevoort?
El hechicero frunció los labios.
—No pronuncies ese nombre, brujo.
Geralt apretó con más fuerza el mango de la espada, sonrió burlón.
—¿Por qué tuvo que morir Lydia, Vilgefortz? ¿Por qué le ordenaste morir? Tenía que desviar la atención de ti, ¿verdad? Tenía que darte tiempo a hacerte resistente a la dwimerita, a lanzarle una señal telepática a Rience, ¿no es cierto? Pobre Lydia, la artista de rostro herido. Todos sabían que era una persona sin importancia. Todos. Excepto ella.
—Calla.
—Has matado a Lydia, hechicero. La utilizaste. ¿Y ahora quieres utilizar a Ciri? ¿Con mi ayuda? No. No entrarás en Tor Lara.
El hechicero retrocedió un paso. Geralt se tensó, listo para saltar y dar un tajo. Pero Vilgefortz no alzó la mano, sólo la extendió un poco a un lado. En su mano se materializó de repente un grueso palo, de unos seis pies de largo.
—Yo sé —dijo— qué es lo que te estorba a la hora de valorar razonablemente la situación. Sé qué es lo que te complica y dificulta la clara predicción del futuro. Es tu arrogancia, Geralt. Te la voy a quitar. Te la voy a quitar con ayuda de este bastón.
El brujo entrecerró los ojos, alzó ligeramente su hoja.