—Espero con impaciencia.
Algunas semanas después, ya curado gracias a los cuidados de las dríadas y al agua de Brokilón, Geralt reflexionó sobre cuál era el error que había cometido durante la lucha. Y llegó a la conclusión de que no había cometido ninguno durante la lucha. El único error lo había cometido antes de la lucha. Debería haber huido antes de comenzar la lucha.
El hechicero era rápido, el palo centelleaba en sus manos como un rayo. Por eso mismo fue mayor el asombro de Geralt cuando al pararlo, el palo y la espada tintinearon metálicamente. Pero no había tiempo para asombrarse. Vilgefortz atacó, el brujo tenía que revolverse esquivando y haciendo piruetas. Tenía miedo de parar con la espada. El puto palo era de hierro y para colmo mágico.
Cuatro veces se puso en posición de contraataque y golpe. Cuatro veces asestó el tajo. En la sien, en el cuello, bajo las axilas, en el muslo. Cada uno de estos golpes hubiera sido mortal. Pero todos fueron parados.
Ningún ser humano hubiera conseguido parar tales tajos. Geralt comenzó a comprender poco a poco. Pero ya era demasiado tarde.
No vio el golpe con el que le alcanzó el hechicero. El impacto le lanzó contra la pared. Se impulsó con la espalda, no acertó a saltar, a realizar una finta, el golpe le había privado de aliento. Recibió un segundo impacto, en el hombro, de nuevo voló hacia atrás, golpeándose el occipucio contra la pilastra, contra el pecho saliente de la cariátide. Vilgefortz se apartó con un hábil salto, agitó el bastón y le atizó en la barriga, bajo las costillas. Con fuerza. Geralt se dobló y entonces recibió un golpe en un lado de la cabeza. Las rodillas se le debilitaron de pronto, cayó sobre ellas. Y aquél fue el fin de la lucha. En esencia.
Intentó cubrirse desmañadamente con la espada. La hoja, atravesada entre la pared y la pilastra, estalló bajo un golpe con un gemido vibrante y cristalino. Se protegió la cabeza con la mano derecha, el bastón cayó con ímpetu y le rompió el hueso del antebrazo. El dolor lo cegó por completo.
—Podría sacarte el cerebro por las orejas —dijo Vilgefortz desde muy lejos—. Pero al fin y al cabo esto tenía que ser una lección. Te equivocaste brujo. Confundiste el cielo con las estrellas reflejadas por la noche en la superficie de un estanque. Ajá, ¿vomitas? Bien. Lesión cerebral. ¿Sangras por la nariz? Estupendo. Entonces, hasta la vista. Algún día. Puede ser.
Ya no veía nada y no escuchaba nada. Se hundía, se sumergía en algo cálido. Creía que Vilgefortz se había ido. Así que se asombró cuando el golpe del bastón metálico le cayó con fuerza sobre una pierna, aplastando la base del hueso del muslo.
Los siguientes golpes, incluso si los hubo de verdad, no los recordaba.
—Aguanta, Geralt, no te dejes ir —repetía sin tregua Triss Merigold—. Aguanta. No te mueras... Por favor, no te mueras...
—Ciri...
—No hables. Ahora te sacaré de aquí. Aguanta... Por los dioses, no tengo fuerza...
—Yennefer... Yo tengo...
—¡No tienes que hacer nada! ¡No puedes hacer nada! Aguanta, no te dejes ir... No te desmayes... No te mueras, por favor...
Lo arrastró por el suelo regado de cadáveres. Geralt veía su pecho y su barriga anegados en la sangre que le corría de la nariz. Veía su pierna. Estaba torcida en un ángulo extraño y parecía significativamente más corta de la que tenía sana. No sentía dolor. Sentía frío, todo el cuerpo estaba frío, entumecido y ajeno. Tenía ganas de vomitar.
—Aguanta, Geralt. Viene ayuda desde Aretusa. Ya no tardará...
—Dijkstra... Si Dijkstra me atrapa... se acabó todo...
Triss blasfemó. Con desesperación.
Lo arrastró por las escaleras. La pierna y la mano rotas rebotaron en los escalones. El dolor revivió, le mordió en las entrañas, en la sien, le irradió hasta los ojos, las orejas, hasta la coronilla. No gritó. Sabía que gritar le aliviaría, pero no gritó. Sólo abrió los labios, esto también le aliviaba.
Escuchó un estampido.
En la cima de las escaleras estaba Tissaia de Vries. Tenía los cabellos despeinados, el rostro cubierto de polvo. Alzó ambas manos, sus dedos ardieron. Gritó un encantamiento, y el fuego que bailaba en sus dedos se lanzó hacia abajo en forma de bolas de llamas crepitantes y cegadoras. El brujo escuchó el bramido que llegaba desde abajo de los muros al derrumbarse y los penetrantes aullidos de los quemados.
—¡Tissaia, no! —gritó Triss con desesperación—. ¡No hagas eso!
—No entrarán aquí —dijo la gran maestra sin volver la cabeza—. Esto es el Garstang de la isla de Thanedd. ¡Nadie ha invitado aquí a los lacayos de los reyes que ejecutan las órdenes de sus gobernantes de cortas miras!
—¡Los estás matando!
—¡Calla, Triss Merigold! ¡El golpe contra la unidad de la Hermandad no tuvo éxito, la isla sigue gobernada por el Capítulo! ¡Que se mantengan los reyes lejos de los asuntos del Capítulo! ¡Es nuestro conflicto y nosotros mismos lo resolveremos! ¡Resolveremos nuestros asuntos y luego pondremos punto final a esta guerra idiota! ¡Porque nosotros, los hechiceros, tenemos la responsabilidad sobre la suerte del mundo!
Otras bolas de rayos salieron disparadas de sus manos, el eco repetido de las explosiones se escuchó por entre las columnas y paredes de piedra.
—¡Fuera! —gritó de nuevo—. ¡No entraréis aquí! ¡Fuera!
Los gritos de dolor se alejaron. Geralt comprendió que los sitiadores retrocedían de las escaleras, desistían. La silueta de Tissaia se deshacía ante sus ojos. No era magia. Era él, que perdía el sentido.
—Vete de aquí, Triss Merigold. —Escuchaba las palabras de la hechicera que le llegaban desde lejos, como desde detrás de una pared—. Filippa Eilhart ya ha huido, voló de nuevo en sus alas de lechuza. Fuiste su cómplice en esta conspiración, debería castigarte. ¡Pero basta ya de sangre, muerte, desgracia! ¡Vete de aquí! ¡Vete a Aretusa, con tus compañeros! Telepórtate. El portal de la Torre de la Gaviota ya no existe. Se hundió junto con la torre. Puedes telepórtarte sin temor. Adonde quieras. ¡Aunque sea junto a tu rey Foltest, por el que has traicionado a la Hermandad!
—No dejaré a Geralt... —gimió Triss—. Él no puede caer en manos de los redanos... Está gravemente herido... Tiene una hemorragia interna... ¡Y yo ya no tengo fuerzas! ¡No tengo fuerzas para abrir el teleportal! ¡Tissaia! ¡Ayúdame, por favor!
Oscuridad. Un frío penetrante. Desde lejos, al otro lado de la pared de piedra, la voz de Tissaia de Vries.
—Te ayudaré.
Evertsen, Peter, n. 1220, confidente del emperador Emhyr Deithwen y uno de los verdaderos creadores del poderío del Imperio. Alguacil mayor del ejército en tiempos de las Guerras Norteñas (véase) desde el año 1290, gran tesorero de la corona. Elevado a la dignidad de coadjuctor del Imperio al final de gobierno de Emhyr. Durante el gobierno del emperador Morvran Voohis, falsamente acusado de malversación, condenado, encarcelado, f 1301 en el castillo de Winneburg. Rehabilitado postmortem por el emperador Jan Cálveit en el año 1328.
Effenberg y Talbot,
Encyclopaedia Máxima Mundi, tomo
V
Temblad, puesto que viene el Destructor de Naciones. Hollará vuestra tierra y con la soga la dividirá. Las ciudades vuestras serán destruidas y privadas de quienes las habitan. El murciélago, el buho y el cuento habitarán vuestras casas, la sierpe en ellas hará su nido.
Aen Ithlinnespeath
El jefe del destacamento detuvo el caballo, se quitó el yelmo, repasó con sus dedos unos cabellos ralos y anegados en sudor.
—Final del viaje —repitió, mirando el rostro interrogante del trovador.
—¿Eh? ¿Cómo es eso? —se asombró Jaskier—. ¿Por qué?
—No vamos más allá. ¿Véislo? El riachuelo que rebrilla allá abajo, ése es el Cintillas. Hasta el Cintillas habíamos pues de escoltaros. Lo que quiere decir que es hora ya de despedirse.
El resto del destacamento se había detenido detrás de ellos, pero ninguno de los soldados se había bajado del caballo. Todos miraban intranquilos a los lados. Jaskier se protegió los ojos con la mano, se puso de pie en los estribos.
—¿Y dónde ves tú ese río?
—Dije que allá abajo. Bajad el barranco, en un suspiro estáis allí.
—Acompañadme por lo menos hasta la orilla —protestó Jaskier—. Enseñadme el vado...
—Mas ya está todo enseñado. Desde mayo nada de nada, más que chicharrera, y la agua baja, así que el Cintillas va corto de flujo. Con el caballo se vadea por cualquier lado...
—Enseñé a vuestro comandante una carta del rey —dijo el trovador, y se sentó—. El comandante leyó la carta y yo mismo escuché cómo os ordenaba conducirme hasta el mismo Brokilón. ¿Y vosotros me queréis dejar aquí, en esta espesura? ¿Qué pasará si me extravío?
—No sus extraviaréis —bufó sombrío otro soldado que se había acercado a ellos pero que hasta entonces había guardado silencio—. No sus dará tiempo a extraviaros. Antes sus hallará la saeta de una rarisposa.
—Cuidado que sois cagaos —se burló Jaskier—. Cuidado que teméis a esas dríadas. Pero si Brokilón empieza al otro lado del Cintillas. El Cintillas es la frontera. ¡Todavía no la hemos cruzado!
—Su frontera-le aclaró el jefe, mirando alrededor— alcanza hasta donde sus saetas. Una saeta disparada de la orilla aquella puede volar airosa hasta la linde del bosque y aún habrá suficiente ímpetu como para atravesar una cota de malla. ¿Vos os emperráis en ir allá?, el negocio es vuestro, vuestro es el pellejo. Pero yo le tengo gusto a la vida. Yo no voy más allá. ¡Antes preferiría meter mis morros en un nido de avispones!
—Ya os he explicado —Jaskier se retiró el sombrerito hacia la parte de atrás de la cabeza y se enderezó en la silla— que voy a Brokilón con una misión. Soy, por así decirlo, embajador. No tengo miedo de las dríadas. Pero os pido que me escoltéis hasta la orilla del río. ¿Qué será de mí si me asaltan algunos bandoleros entre esas matas?
El otro, el sombrío, sonrió forzadamente.
—¿Bandoleros? ¿Aquí? ¿De día? Señor, de día no encontrareis aquí ni un alma. A lo último las rarisposas tiran del arco contra todo el que apaezca por la vera del Cintillas, y más de una vez consiguen meterse bien dentro de nuestro lado. No, no temáis a los bandoleros.
—Cierto es —confirmó el jefe—. Un tonto del copón habría de ser el tal bandolero para andurrear de día por el Cintillas. Y nosotros no somos tontos. Idos vos solo, sin arma ni coraza, y, perdonad, pero pinta de guerrero no tenéis, se ve a millas. Lo que puede que os dé suerte. Pero si las rarisposas nos atisban a caballo y armados, ni el sol se vería de las flechas que iban a volar.
—Ja, pues vaya un consejo. —Jaskier palmeó al caballo bajo el cuello, miró hacia abajo, hacia el sotobosque—. Iré entonces solo. Adiós, soldados. Gracias por la escolta.
—No sus apresuréis así. —El soldado sombrío miró al cielo—. Presto vendrá la tarde. Irsus cuando la bruma suba de la corriente. Porque, sabéis...
—¿Qué?
—En la niebla las saetas son menos certeras. Si el destino sus es propicio, o sea, la rarisposa. Pero ellas, señor, raramente yerran...
—Os he dicho...
—Claro, como decir, dijisteis, me acuerdo. Que con no sé qué risión vais a ellas. Mas yo sus digo otra cosa: que con risión ni procesión, a ellas les importa un apio. Os meten una saeta y tan panchas.
—¿Os habéis empeñado en asustarme? —habló de nuevo el poeta— ¿Por quién me tomáis, por un plumífero de la corte? Yo, señores soldados, he visto más campos de batalla que todos vosotros juntos. Y también sé más de las dríadas que vosotros. Aunque no sea más que el que nunca disparan sin avisar.
—Antaño fue así, razón tenéis —dijo en voz baja el jefe del destacamento—. Antaño avisaban. Tiraban una saeta a un tronco o al camino, queriendo decir, aquí, donde está la flecha, está la frontera, ni un paso más. Si el paisano tornaba con rapidez, podía escaparse salvo. Pero hogaño es distinto. Mandan las flechas de tal manera que desde el principio planean ya matar,
—¿Por qué esa saña?
—Bueno —murmuró el soldado—, veréis, os digo. Cuando los reyes firmaron acuerdo con Nilfgaard, se liaron furibundos con las bandas de elfos. A lo visto les zurraron fuerte por todos lados porque no hay noche que loes sobrevivientes no se cuelen por Brugge hacia Brokilón buscando refugio. Y cuando los nuestros persiguen a los elfos, ocurren a veces altercados con las rariesposas que les iban de refuerzo desde el otro lado del Cintillas Y pasa que a nuestro ejército se le iba un tanto la mano en la persecución... ¿Entendéis?
—Entiendo. —Jaskier miró con atención al soldado, meneó la cabeza—. Al perseguir a los Scoia'tael cruzasteis el Cintillas. Matasteis a algunas dríadas. Y ahora las dríadas toman la revancha de la misma forma. La guerra.
—Así es, señor, de los labios me lo habéis quitado. La guerra. Siempre fue ésta lucha a muerte, nunca a vida, pero ahora está muy mal. Grande es el odio entre ellas y nosotros. Otra vez os lo digo: si no tenéis apremio, no vayáis allende.
Jaskier tragó saliva.
—El hecho es —se alzó en la silla, adoptando con gran esfuerzo una mueca de aire marcial y una postura airosa— que tengo apremio. Y voy. Ahora. Tarde o no tarde, niebla o no niebla, hay que acudir cuando llama el deber.
Los años de práctica habían hecho lo suyo. La voz del trovador tañía hermosa y amenazadora, austera y fría, sonaba a hierro y hombría. Los soldados le miraron con una admiración no fingida.
—Antes de que partáis —el jefe extrajo de las alforjas una plana cantimplora de madera— meteos para el gargajo algo de orujo, señor cantor. Metéoslo...
—Y más leve sus será el morir —añadió sombrío el otro, el poco hablador.
El poeta echó un trago de la cantimplora.
—El cobarde —afirmó con dignidad en cuanto hubo dejado de toser y recuperó el aliento— muere cien veces. El hombre valiente muere sólo una vez. Pero la Señora Fortuna al atrevido ayuda, al cobarde siempre desprecio tiene.
Los soldados le miraron todavía con mayor admiración. No sabían y no podían saber que Jaskier estaba citando unas palabras de una epopeya heroica. Y para colmo, escrita por otra persona.
—Siendo así —el poeta sacó una tintineante bolsita de cuero de su seno—, se os agradece la escolta prestada. Antes de que volváis al fuerte, antes de que de nuevo os acojan los férreos brazos del servicio, pasad por la taberna y bebed a mi salud.