Tiempo de odio (3 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Y el brujo echó mano a la espada y se fue al camino hacia donde estaba el monstruo. Pero el comandante, según aquél se iba, hizo una señal contra el mal de ojo y escupió a la tierra y dijo que a los tales engendros del infierno no se sabe por qué causa la tierra los sostiene. Un mercader le dijo a esto que si el ejército, en lugar de andar dando tumbos por los bosques en busca de los elfos, se dedicara a echar a las monstruosidades de los caminos, entonces no harían falta brujos y que...

—No desbarres —le interrumpió el vejete— y cuenta qué viste.

—Yo —se enorgulleció el muchacho— alcancé a ver el caballo brujeril, una yegua castaña con raya blanca.

—¡A la yegua que la den! Y cuando el brujo mató al monstruo, ¿lo viste?

—Eeeh... —tartamudeó el muchacho—. No lo vi... Me empujaron para atrás. Todos gritaban a pelo y los caballos se desbocaron, entonces...

—Pos si ya lo dije —habló con desprecio el viejecillo— que no había visto astruna mierda, el mocoso éste.

—¡Mas vi al brujo cuando tornó! —se acaloró el muchacho—. Y el comandante, que todo había visto, el rostro todo lívido tenía y les dijo por lo bajo a los soldados que aquello eran encantos mágicos o artes élficas, que personas del común no pueden menear la espada tan rápido... El brujo, entonces, tomó el dinero de manos de los mercaderes, se montó en la yegua y se fue.

—Hum... —murmuró Aplegatt—. ¿Por adonde se fue? ¿La trocha hacia Carreras? Si es así puede que lo alcance, al menos le echaré la vista encima...

—No —dijo el muchacho—. Se fue a la parte de Dorian. Andaba con prisas.

 

Pocas veces soñaba el brujo con algo y tampoco recordaba nunca al despertar aquellos escasos sueños. Incluso cuando se trataba de pesadillas. Y por lo general se trataba de pesadillas.

Esta vez también había sido una pesadilla, pero esta vez el brujo recordaba al menos algunos fragmentos. Del torbellino de difusas pero inquietantes figuras, del vórtice de escenas extrañas pero de mal agüero y de los sonidos y gritos incomprensibles pero que provocaban espanto, surgió de pronto una imagen limpia y clara. Ciri. Distinta de la que recordaba en Kaer Morhen. Sus cabellos cenicientos, agitándose al galope, eran más largos, tal y como los llevaba cuando la vio por vez primera, en Brokilón. Cuando pasó cabalgando a su lado quiso gritar, pero la voz no le respondió. Quiso correr detrás de ella, pero tuvo la sensación de estar hundido hasta la cintura en alquitrán. Y parecía que Ciri no lo veía, seguía galopando, en la noche, entre alisos y sauces deformes, que movían las ramas como si estuvieran vivos. Y él vio que la perseguían. Que detrás de ella galopaba un caballo negro, y en él un jinete con una armadura negra y un yelmo decorado con las alas de un pájaro de presa.

No se podía mover, no podía gritar. Sólo podía mirar cómo el caballero de la alas alcanzaba a Ciri, la agarraba por los cabellos, la arrastraba hasta la silla y seguía galopando, con ella delante de él. Sólo podía mirar cómo el rostro de Ciri enrojecía de dolor y cómo de sus labios se alzaba un grito mudo. Despiértate, se ordenó a sí mismo, no puedo soportar las pesadillas. ¡Despiértate! ¡Despiértate de inmediato!

Se despertó.

Yació inmóvil durante largo tiempo, recordando el sueño. Luego se levantó. Extrajo un saquete de debajo de la almohada, contó con rapidez las monedas de diez coronas. Ciento cincuenta por la mantícora de ayer. Cincuenta por el nebulor que mató a petición del alcalde de una aldea cerca de Carreras. Y cincuenta por el lobizón que le señalaron los colonos de Burdorff.

Cincuenta por un lobizón. Mucho, porque el trabajo había sido muy fácil. El lobizón no se defendió. Perseguido hasta una cueva de la que no había salida, se arrodilló y esperó el golpe de la espada. Al brujo le dio pena.

Pero necesitaba el dinero.

No había pasado una hora y caminaba ya por las calles de la ciudad de Dorian, en busca de un callejón conocido y de un letrero conocido.

 

Las letras en el cartel anunciaban: «Codringher y Fenn, asesoría y gestoría jurídica». Geralt sabía sin embargo muy bien que lo que hacían Codringher y Fenn tenía por lo general poco que ver con la abogacía, de hecho los propios socios no carecían de motivos para evitar cualquier tipo de contacto tanto con la ley como con sus representantes. Tenía también serias dudas de que cualquiera de los que aparecían por la oficina supiera lo que significaba la palabra «asesoría».

En el piso bajo del pequeño edificio no había entrada, tan sólo una puerta cerrada a cal y canto que seguramente conducía a la cochera o a las caballerizas. Para llegar a la puerta de entrada había que rodear la casa, entrar a un corral lleno de barro, de gallinas y patos, desde allí subir unas escaleras, luego cruzar una estrecha galería y un oscuro pasillo. Sólo entonces aparecían unas sólidas puertas de caoba guarnecidas de hierro y provistas de una enorme aldaba en forma de cabeza de león.

Geralt llamó con la aldaba, después de lo cual retrocedió a toda prisa. Sabía que el mecanismo montado en la puerta podía disparar desde aberturas ocultas en la cerradura unas agujas de hierro de veinte pulgadas de largo. Teóricamente, las agujas surgían de la puerta sólo cuando alguien intentaba manipular la cerradura o cuando Codringher o Fenn apretaban el mecanismo de descarga, pero Geralt había visto ya muchas veces que no existían mecanismos infalibles y que cualquiera de ellos podía ponerse en acción incluso cuando no deberían hacerlo. Y al revés.

En las puertas debía de haber algún mecanismo de identificación de los visitantes, mágico, probablemente. Después de repicar en la puerta nadie preguntaba nunca desde el interior, ni exigía identificarse. Las puertas se abrían y aparecía Codringher. Siempre Codringher, nunca Fenn.

—Bienvenido, Geralt —dijo Codringher—. Entra. No tienes que aplastarte tanto contra el alféizar porque he desmontado el mecanismo. Hace algunos días se rompió algo dentro de él. Funcionaba según le venía en gana y agujereaba a los buhoneros. Entra sin miedo. ¿Tienes algo para mí?

—No. —El brujo penetró en un zaguán amplio y tenebroso en el que, como de costumbre, apestaba a gato—. No para ti. Para Fenn.

Codringher se rió ruidosamente, confirmando al brujo su sospecha de que Fenn era un personaje completamente mítico, que servía para engañar a prebostes, bailes, recaudadores de impuestos y otros seres a los que Codringher odiaba.

Entraron a la oficina, que era más luminosa porque era el cuarto más elevado y unas ventanas provistas de sólidas rejas dejaban pasar el sol la mayor parte del día. Geralt ocupó la silla destinada a los clientes. Enfrente, detrás de una mesa de roble, Codringher se dejó caer en un mullido sillón. Era éste un hombre que se hacía llamar «abogado» y para el que no había nada imposible. Si fulano tenía problemas, dificultades, apuros, iba a ver a Codringher. Y entonces fulano tenía pronto en sus manos las pruebas de la estafa y la malversación a que lo sometía su socio en los negocios. Conseguía un crédito en el banco sin garantías ni seguros. Era el único acreedor de una larga lista que percibía lo adeudado por una empresa que acababa de declararse en bancarrota. Recibía una herencia, aunque su tío rico le había amenazado con no dejarle ni un real. Ganaba un pleito por una herencia porque incluso hasta los más obstinados de sus parientes retiraban inesperadamente la demanda. El hijo salía de la trena limpio de acusaciones sobre la base de pruebas irrefutables o liberado por falta de ellas, porque si las había habido, habían desaparecido misteriosamente y los testigos a cuál más negaban sus declaraciones anteriores. El cazador de dotes que obsequiaba a la hija volvía de pronto sus afectos hacia otra. El amante de la esposa o el seductor de la hija, a consecuencia de un desgraciado accidente, padecían una complicada fractura de tres extremidades, entre ellas al menos una superior. Y el enemigo reconocido u otra persona sumamente incómoda dejaba de dar la lata, por lo general, desapareciendo sin dejar ni rastro.

Sí, si alguien tenía problemas iba a Dorian, se apresuraba a acudir a la oficina de Codringher y Fenn y repicaba a las puertas de caoba. En las puertas aparecía el «abogado» Codringher, no muy alto, delgado y entrecano, con la tez malsana de persona que raramente sale al aire libre. Codringher le conducía al despacho, se sentaba en el sillón, se ponía sobre las rodillas un gran gato blanquinegro y lo acariciaba. Ambos, Codringher y el gato, medían al cliente con una mirada fea e intranquilizadora de sus ojos amarillo verdosos.

—Recibí tu carta. —Codringher y el gato midieron al brujo con una mirada amarillo verdosa—. También me visitó Jaskier. Pasó por Dorian hace algunas semanas. Me contó algo acerca de tus penas. Pero muy poco. Demasiado poco.

—¿De verdad? Me asombras. Sería el primer caso que conozco de que Jaskier no dijera demasiado.

—Jaskier —Codringher no sonrió— no dijo mucho porque tampoco sabía mucho. Y me dijo menos de lo que sabía porque simplemente le habías prohibido hablar de ciertos asuntos. ¿Por qué esa falta de confianza? ¿Y para colmo con un compañero de profesión?

Geralt se estremeció ligeramente. Codringher intentó hacer como que no se había dado cuenta, pero no pudo, porque el gato lo había visto. El felino abrió los ojos de par en par, mostró los blancos colmillos y siseó casi sin sonido.

—No molestes a mi gato —dijo el abogado, mientras tranquilizaba al animal con una caricia—. ¿Te ha enfadado el que te haya llamado compañero de profesión? Pues si es verdad. Yo también soy brujo. Yo también libro a la gente de monstruos y problemas monstruosos. Y también lo hago por dinero.

—Hay ciertas diferencias —murmuró Geralt, al que todavía el gato miraba con desagrado.

—Cierto —Codringher se mostró de acuerdo—. Tú eres un brujo anacrónico y yo un brujo moderno, que va con el espíritu de los tiempos. Por eso dentro de poco te quedarás sin trabajo mientras que yo prosperaré. Pronto no quedarán estriges, vivemos, endriagos ni lobisomes. Pero hijos de puta seguirá habiendo siempre.

—Pero si precisamente tú te dedicas sobre todo a sacar de apuros a hijos de puta, Codringher. Los pobres con problemas no tienen para pagar tus servicios.

—Tampoco tienen para pagar los tuyos. Los pobres no tienen nunca para nada, precisamente por eso son pobres.

—Una lógica increíble. Y un descubrimiento que hasta quita el aliento.

—Es cierto que lo quita. Y también es verdad que la base y el soporte de nuestras profesiones es la hijoputez. Con la diferencia de que la tuya es ya casi una reliquia y la mía es real y está creciendo.

—Vale, vale. Vayamos al grano.

—Ya era hora —afirmó Codringher con la cabeza, al tiempo que acariciaba al gato, el cual se estiró y ronroneó en alta voz, clavándole las uñas en la rodilla—. Y vamos a resolver estos asuntos de acuerdo con la jerarquía de su importancia. Lo primero: mis honorarios, colega brujo, consisten en doscientas cincuenta coronas novigradas. ¿Dispones de tal cantidad? ¿O también te cuentas entre los pobres en apuros?

—Primero asegurémonos de que te has ganado tal cantidad.

—Esto de asegurarse —dijo el abogado con frialdad— lo habrás de limitar a tu propia persona y date mucha prisa en ello. Cuando te hayas asegurado, coloca el dinero sobre la mesa. Entonces pasaremos a los asuntos siguientes y de menor importancia.

Geralt desató un saquete que llevaba al cinto y lo arrojó sobre la mesa con estrépito. El gato dio un violento salto, escapó de las rodillas de Codringher y desapareció. El abogado guardó la bolsa en un cajón sin examinar su contenido.

—Has espantado a mi gato —dijo, en un tono acusatorio que no era fingido.

—Lo siento. Pensé que el sonido del dinero era la última cosa que podía espantar a tu gato. Di qué es lo que has encontrado.

—El tal Rience —comenzó Codringher— que tanto te interesa es una figura bastante misteriosa. Solamente he sido capaz de averiguar que estudió dos años en la escuela de hechiceros de Ban Ard. Le expulsaron de allí después de atraparle en pequeños robos. Cerca de la escuela, como de costumbre, había reclutadores de los servicios secretos de Kaedwen. Rience se alistó. No conseguí averiguar qué es lo que hizo para los servicios de Kaedwen. Pero a los expulsados de la escuela de hechiceros se les suele entrenar para asesinos. ¿Concuerda?

—Como anillo al dedo. Sigue.

—La siguiente información procede de Cintra. El señorito Rience estuvo allí en la trena. Durante el reinado de Calanthe.

—¿Por qué?

—Pues fíjate que por deudas. No anduvo mucho allá dentro, porque alguien lo sacó pagando sus deudas y los intereses. La transacción tuvo lugar por intermedio de un banco y guardando el anonimato de su bienhechor. Intenté averiguar de quién procedía el dinero, pero lo di por inútil después del cuarto banco. El que sacó a Rience era un profesional. Y a toda costa quería mantenerse en el anonimato.

Codringher se calló, tosió con fuerza, colocándose un pañuelo sobre la boca.

—Y de pronto, nada más acabar la guerra, don Rience apareció en Sodden, en Angren y en Brugge. —Se detuvo un instante, limpiándose los labios y mirando el pañuelo—. Totalmente cambiado, hasta ser irreconocible, al menos en lo que respecta a su comportamiento y a la cantidad de dinero de que disponía y que derrochaba. Porque si se trata del nombre, este hijoputa desvergonzado no se había esforzado: seguía usando el nombre de Rience. Y comenzó a buscar intensivamente a cierta persona, o mejor dicho personilla. Visitó a los druidas del Círculo de Angren, los que cuidaban de los huérfanos de guerra. Al cabo de un tiempo se halló el cuerpo de uno de los druidas en un bosque cercano, masacrado y con señales de tortura. Después Rience apareció por los Tras Ríos...

—Lo sé —le interrumpió Geralt—. Sé lo que hizo con cierta familia de campesinos de los Tras Ríos. Contaba con más por mis doscientas cincuenta coronas. Hasta el momento, lo único que ha sido nuevo para mí han sido las informaciones sobre la escuela de hechiceros y lo de los servicios secretos de Kaedwen. El resto ya lo sé. Sé que Rience es un asesino sin escrúpulos. Sé que es un cabrón arrogante, que ni siquiera intenta esconderse tras nombres falsos. Sé que trabaja por encargo de alguien. ¿De quién, Codringher?

—Por encargo de algún hechicero. Fue un hechicero el que entonces lo sacó de la mazmorra. Tú mismo me informaste, y Jaskier lo confirmó, de que Rience usa de la magia. De magia verdadera, no de trucos que pueda saber un colegial expulsado de la academia. Así que alguien le apoya, le proporciona amuletos, seguramente le enseña en secreto. Algunos de los magos reconocidos oficialmente tienen tales factótums y discípulos que usan para resolver asuntos ilegales o sucios. En el argot de los hechiceros se lo denomina actuar de correa.

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