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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

Tiranosaurio (10 page)

—Tus consejos siempre son bienvenidos, Cushman.

—Somos un museo. Somos investigadores. Tenemos suerte de no estar en una universidad. Así nos ahorramos tener que dar clases a un montón de gente que no está ni licenciada, y podemos volcarnos de lleno en la investigación y las publicaciones. En fin, que no hay excusas para tener un currículo de publicaciones flojo.

Hizo una pausa y levantó una ceja, como si fuera una manera de llamar la atención sobre la sutileza de su comentario, que, como de costumbre, tenía la misma que un trabuco.

Cogió un papel.

—Aquí tengo tu lista de publicaciones. Llevas nueve años con nosotros y me salen once artículos, más o menos uno al año.

—Lo que cuenta no es la cantidad, sino la calidad.

—Tú y yo no trabajamos en el mismo campo; yo soy entomólogo, así que discúlpame pero no puedo entrar en la cuestión de la calidad. Estoy seguro de que son buenos artículos. Nadie ha cuestionado nunca la calidad de tu trabajo, y todos sabemos que si la expedición a Sinkiang no salió bien fue por simple mala suerte. Pero ¿once? Aquí hay conservadores que publican once artículos al año.

—Cualquiera puede publicar un artículo. Publicar por publicar, prefiero esperar a tener algo que decir.

—Vamos, Iain, sabes que eso no es verdad. Reconozco que a veces se publica por vicio, pero somos el Museo de Historia Natural, y casi todo lo que hacemos tiene un alcance mundial. Me estoy apartando del tema, que es que te has pasado un año sin publicar nada. La razón de que te haya llamado es que doy por supuesto que estás trabajando en algo importante.

El arqueamiento de las cejas de Peale indicó que se trataba de una pregunta.

Corvus cambió las piernas de postura. Los músculos de alrededor de su boca empezaban a acusar el esfuerzo de sonreír constantemente. La humillación era casi insoportable.

—Así es, estoy trabajando en un proyecto importante.

—¿Puedo preguntarte de qué se trata?

—Ahora mismo está en un punto un poco delicado, pero en una o dos semanas os lo podré mostrar a ti y al comité de titularidad. Confidencialmente, claro. Me parece que será una respuesta más que satisfactoria.

Peale lo miró un momento y sonrió.

—Perfecto, Iain. Ten en cuenta que considero que tu incorporación sería beneficiosa para el museo. Lógicamente, también damos importancia a un apellido tan distinguido como el tuyo, por su vinculación a tu difunto padre. Solo te lo preguntaba con el ánimo de aconsejarte. Nos afecta mucho que un conservador no obtenga la titularidad. Más que nada, lo consideramos un fracaso del propio museo. —Peale se levantó muy sonriente, con la mano tendida—. Buena suerte.

Corvus salió del despacho y recorrió en sentido inverso el largo pasillo de la cuarta planta. La rabia contenida casi no le dejaba respirar. A pesar de todo, conservó la sonrisa y se dedicó a saludar con la cabeza hacia ambos lados a los colegas que salían del museo tras su jornada laboral, rebaño de regreso a alguna anónima urbanización de Connecticut, New Jersey o Long Island.

17

La sala enjalbegada de detrás de la sacristía del monasterio de Cristo en el Desierto solo contenía cuatro cosas: un taburete de madera, una mesa rústica, un crucifijo y un ordenador portátil Apple PowerBook G4 con impresora, alimentado por energía solar. Wyman Ford se sentó frente al ordenador con un cosquilleo de impaciencia. Acababa de bajar dos programas de criptoanalisis, y estaba a punto de lanzarlos sobre el código que había transcrito laboriosamente del cuaderno del muerto. Ya sabía que no era una clave sencilla, porque se había resistido a sus trucos habituales.

Tenía en sus manos algo muy especial.

Levantó un dedo y lo bajó con fuerza. El primer programa empezó a ejecutarse.

No era exactamente un programa de decodificación, sino un software de análisis de pautas que examinaba las secuencias y establecía un diagnóstico sobre el tipo de clave, de sustitución o de transposición, simple o cifrada, de nomenclátor o polialfabética, basándose en sus constantes numéricas. De momento Ford solo podía asegurar que no era una clave pública basada en la factorización de números primos muy altos.

El programa solo tardó cinco minutos en anunciar con un pitido que el primer análisis había terminado. Al ver aparecer la conclusión, Ford se llevó una sorpresa:

NO SE PUEDE ESTABLECER EL TIPO DE CLAVE

Bajó por la lista de pautas, las tablas de frecuencia numérica y las asignaciones de probabilidades. No era una agrupación aleatoria de números. El programa había detectado toda clase de constantes y desviaciones respecto al simple azar, señal de que los números contenían información, pero ¿cuál y cómo estaba codificada?

Ford, lejos de desanimarse, tuvo un escalofrío de emoción. Cuanto más compleja era la clave, mayor interés entrañaba el mensaje. Ejecutó el siguiente programa del módulo, un análisis de frecuencias de números de uno, dos y tres dígitos que cotejaba con tablas de frecuencia de los lenguajes más usuales, pero tampoco dio resultado. No se detectaba ninguna correlación entre los números y la lengua inglesa, ni con ningún otro idioma habitual.

Miró su reloj. Se había saltado la tercia. Llevaba cinco horas delante del ordenador.

¡Caramba!

Volvió a mirar la pantalla. El hecho de que cada número tuviera ocho dígitos —un byte— implicaba una clave de base informática. Sin embargo, estaba escrito a lápiz en un cuaderno sucio, como si lo hubieran anotado en medio de ninguna parte, en algún lugar donde no hubiera un ordenador a mano. Para colmo, Ford ya había intentado traducir los números de ocho dígitos a binario, hexadecimal y ASCII, pero no había conseguido nada sometiéndolos a los programas de decodificación.

La cosa se estaba poniendo entretenida.

Hizo una pausa para coger el cuaderno y hojearlo. Era viejo, con la tapa muy gastada y arena entre las páginas, también gastadas. Olía un poco a humo de leña. Los números estaban escritos muy claramente con un lápiz afilado, formando filas y columnas que creaban una especie de cuadrícula. La homogeneidad de la caligrafía le indujo a pensar que todo el diario había sido escrito al mismo tiempo. Por otro lado, no había un solo borrón o error en sesenta páginas. No cabía duda de que habían copiado los números de algún otro sitio. Lo cerró y le dio la vuelta. Detrás había una mancha un poco pegajosa. Comprendió con un respingo que era sangre. Dejó el cuaderno en la mesa con un escalofrío. La sangre le había recordado bruscamente que aquello no era ningún juego, habían matado a alguien, y probablemente el cuaderno contuviera el modo de hallar una fortuna. Wyman Ford se preguntó dónde se estaba metiendo. De repente sintió una presencia detrás de él y se volvió. Era el abad, con las manos en la espalda, una leve sonrisa y una expresión escrutadora en sus ojos negros y vivaces.

—Te echábamos de menos, hermano Wyman. Ford se levantó.

—Lo siento, padre. La mirada del abad se desplazó hacia los números de la pantalla.

—Debes de estar haciendo algo importante. Wyman no dijo nada. No estaba seguro de que fuera importante, al menos en el sentido que le daba el abad. Se avergonzó. Había incurrido una vez más en la obsesión por el trabajo, que tantos problemas le había causado en la vida real; ese hábito de concentrarse tanto en un problema, que todos los demás quedaban al margen. Desde la muerte de Julie nunca se había perdonado todas las veces que había trabajado hasta tarde en vez de hablar, cenar o hacer el amor con ella. Sintió la amable presión de la mirada del abad, pero no se atrevía a sostenerla.

—Ora et labora. Reza y trabaja —dijo el abad con un asomo de dureza, dentro de la afabilidad de su voz—. Lo uno es lo contrario de lo otro. La oración es una forma de escuchar a Dios, y el trabajo una manera de hablarle. La vida monástica persigue un estricto equilibrio entre ambas cosas.

—Lo entiendo, padre.

Ford sintió que se ruborizaba. Aquel hombre siempre lo sorprendía con su sencilla sabiduría.

El abad le puso una mano en el hombro.

—Me alegro.

Dio media vuelta y se fue.

Ford guardó los archivos, hizo una copia en un CD y apagó el ordenador. Después se guardó el cuaderno y el CD en el bolsillo, y al volver a la celda los metió en el cajón de la mesita de noche. ¿Se había distanciado realmente de todo lo que tuviera que ver con los servicios secretos? ¡A ver si era ese el problema!

Bajó la cabeza y rezó.

18

Tom Broadbent veía pasearse al detective Willer por la sala de estar; por alguna razón sus pasos lentos y pesados transmitían insolencia. El teniente llevaba una cazadora de cuadros, pantalones grises y una camisa azul sin corbata. Sus manos, huesudas y con las venas muy marcadas, colgaban de unos brazos cortos. Debía de tener unos cuarenta y cinco años, y no pasaba del metro setenta. Tenía la cara alargada y nariz afilada; las bolsas de sus ojos, negros con los bordes rojos, revelaban graves problemas de sueño.

Detrás de Willer, con una libreta abierta en la mano, estaba su ayudante, Hernández, rechoncho y agradable, de maneras suaves. Habían llegado con una mujer de pelo gris que no perdía el tiempo en elucubraciones y que se presentó como la doctora Feininger, la forense.

Sally estaba al lado de Tom, en el sofá.

—Se ha encontrado un pelo humano en el lugar del crimen —dijo Willer, girándose despacio—. La doctora Feininger quiere saber si es del asesino, pero para eso hay que descartar a todas las personas que estuvieron allí.

—Lo entiendo.

Tom se sintió observado por los ojos negros del teniente. —Entonces, si no tiene inconveniente, firme aquí. Firmó el formulario de autorización.

Feininger se acercó con una bolsita negra. —¿Podría sentarse, por favor? —No sabía que fuera peligroso —dijo Tom, intentando sonreír. La respuesta fue lacónica: —Se los voy a arrancar de raíz.

Tom se sentó e intercambió una mirada con Sally. Estaba casi seguro de que la visita era para algo más que para llevarse unos pelos. Vio que la forense sacaba un par de probetas y algunas etiquetas adhesivas de la bolsa negra.

—Mientras tanto —dijo Willer—, me gustaría aclarar un par de dudas. ¿Le molesta?

«Ya estamos», pensó Tom. —¿Necesito un abogado?

—Está en su derecho.

—¿Soy sospechoso?

—No. Tom hizo un gesto con la mano.

—Los abogados son caros. Adelante.

—Ha declarado que la noche del asesinato paseaba a caballo por la orilla del Chama. —Sí, es verdad.

Tom notó que los dedos de la doctora hurgaban en su pelo. Su otra mano aguantaba unas pinzas grandes.

—Dijo que cogió un atajo por Joaquin Canyon.

—No es realmente un atajo…

—Sí, es lo que pensaba. ¿Por qué subió hasta allí?

—Por lo que ya le dije: me gusta el lugar.

Silencio. Oyó el ruido del bolígrafo de Hernández rascando el papel, seguido por el de una página al girar. La forense arrancó tres pelos seguidos.

—Ya está —dijo.

—¿Cuántos kilómetros de más tuvo que recorrer esa noche? —preguntó Willer.

—Diez o doce.

—¿Que en tiempo serían…?

—Entre tres y cuatro horas.

—O sea, que decidió coger un atajo que en realidad era un rodeo a pesar de que ya estaba anocheciendo y de que tendría que avanzar a oscuras durante como mínimo tres horas.

—Había luna llena. De hecho, ese era el plan: quería volver a casa con la luz de la luna. Ahí estaba la gracia.

—¿A su mujer no le molesta que llegue tan tarde?

—No, a su mujer no le molesta —dijo Sally.

Willer se mantuvo impasible.

—¿Oyó los disparos y fue a investigar?

—¿No nos estamos repitiendo, detective?

Willer se hizo el sordo.

—Dice que encontró a la víctima agonizando y que le practicó la reanimación cardiopulmonar, que es la razón de que se le manchara toda la ropa de sangre.

—Sí.

—Y que él le pidió que buscara a su hija, llamada Robbie, ¿no?, para contarle lo que había encontrado. Pero que murió antes de poder decir qué era. ¿Me equivoco?

—Todo eso ya me lo había preguntado.

Tom se había abstenido de explicar que el prospector tenía un cuaderno y que había hablado de un tesoro. No se fiaba de que la policía lo mantuviera en secreto. La noticia de un tesoro provocaría un aluvión de gente.

—¿No le dio nada?

—No.

Tom tragó saliva. Le sorprendió cuánto odiaba mentir. Al cabo de un momento, Willer gruñó y bajó la vista.

—Pasa mucho tiempo paseando por la zona de las mesas, ¿no es cierto?

—Efectivamente.

—¿Busca algo en especial?

—Sí.

Willer levantó bruscamente la cabeza.

—¿Qué?

—Tranquilidad y silencio.

El detective frunció el entrecejo.

—¿Adonde va, exactamente?

—Por todas partes: al Laberinto, a la Mesa de los Viejos, por English Rocks, a La Cuchilla… A veces, si es una excursión de más de un día, llego hasta los Echo Badlands.

Willer se giró hacia Sally.

—¿Van juntos?

—A veces.

—Me han contado que ayer por la tarde fue al monasterio que hay en lo alto del monte, el de Cristo en el Desierto.

Tom se levantó.

—¿Quién se lo ha dicho? ¿Me tienen vigilado?

—Tranquilo, señor Broadbent. Su camioneta se reconoce enseguida. Además, le recuerdo que la mayor parte de la carretera es visible desde la cima de la Mesa de los Viejos, que es donde están buscando mis hombres. Bueno, ¿subió al monasterio o no?

—¿Tengo que contestar?

—No, pero si no contesta le mandaré una citación, y entonces sí que necesitará un abogado. Tendrá que contestar a mis preguntas bajo juramento en la comisaría.

—¿Es una amenaza?

—Es una simple constatación, señor Broadbent.

—Tom —dijo Sally—, no te pongas nervioso.

Tom tragó saliva.

—Bueno, pues sí que subí.

—¿Para qué?

Vaciló.

—Para ver a un amigo.

—¿Nombre?

—Hermano Wyman Ford.

El bolígrafo, rasca que rasca. Mientras escribía, Willer hacía un ruido como de sorber entre los dientes.

—¿El hermano Ford es monje?

—Novicio.

—¿Para qué fue a verlo?

—Quería saber si había oído o visto algo relacionado con el asesinato en el Laberinto.

Le sentó fatal decir otra mentira. Empezaba a darse cuenta de que los otros podían tener razón, de que quedarse el cuaderno podía ser una equivocación, pero era una promesa, qué caray.

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