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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

Tiranosaurio (8 page)

Ford miró el cuaderno, pero no lo cogió.

—Al menos échele un vistazo —dijo Tom, acercándoselo.

Ford titubeó y dijo:

—No, gracias.

—¿Por qué no?

—Porque no quiero.

La arbitrariedad de la respuesta irritó a Tom.

—Es por una buena causa. Lo más probable es que ella no sepa que su padre ha muerto. Podría estar loca de preocupación. Hice una promesa a un moribundo, y pienso cumplirla. La única persona que puede ayudarme es usted.

—Lo siento, Tom, pero no puedo.

—¿No puede o no quiere?

—No quiero.

—¿Tiene miedo de implicarse a causa de la policía? Una sonrisa irónica llenó de arrugas el curtido rostro del monje.

—En absoluto. —¿Entonces?

—Vine aquí por una razón: para huir de todo eso. —No sé si le entiendo.

—Falta menos de un mes para que haga los votos. Ser monje es mucho más que llevar hábito. Significa cambiar de vida, y esto… —señaló el cuaderno— esto sería un paso atrás hacia mi antigua vida.

—¿Su antigua vida?

Wyman miraba fijamente el río: tenía sus hirsutas cejas fruncidas y movía su protuberante mandíbula. —Sí, mi antigua vida.

—Pues debía de ser muy dura para huir a un monasterio… Ford arrugó la frente.

—La espiritualidad monástica no tiene nada que ver con huir de algo, sino con correr hacia algo: el Dios vivo. Ahora bien, sí que fue duro.

—¿Qué pasó, si no le molesta la pregunta?

—Sí me molesta. Será que ya no estoy acostumbrado a lo que en el mundo exterior se entiende por conversación y que es pura indiscreción.

La réplica hirió a Tom.

—Perdone, he estado fuera de lugar.

—No se disculpe. Usted hace lo que le parece justo. De hecho, a mí también me lo parece. Lo que pasa es que no soy quien tiene que ayudarle.

Tom asintió con la cabeza y ambos se levantaron. El monje se sacudió el polvo del hábito.

—Respecto al cuaderno, no creo que la clave se le resista demasiado. La mayoría de las claves caseras son lo que se llama claves idiotas: se le ocurren a un idiota y puede descifrarlas otro idiota. Son números en vez de letras. Lo único que hace falta es una tabla de frecuencia del inglés.

—¿Qué es eso?

—Una lista de las letras de la lengua inglesa por orden de frecuencia. Hay que cotejarla con los números de la clave en orden de frecuencia.

—Suena bastante fácil.

—Lo es. Seguro que no tarda nada en descifrarlo. —Gracias. Ford titubeó.

—Déjeme echarle un vistazo, tal vez pueda descifrarlo aquí mismo.

—¿Seguro que no le molesta? —No me morderá.

Tom le dio el cuaderno. Ford lo hojeó con detenimiento. Pasaron cinco largos minutos.

—Es curioso, pero esto parece bastante más refinado que una clave de sustitución.

El sol se estaba poniendo en los cañones, bañando los arroyos de una luz intensamente dorada. Las golondrinas revoloteaban por todas partes, sus gritos reverberaban en las paredes. Abajo, el agua del río susurraba. Ford cerró el cuaderno de golpe.

—Me lo quedaré unos días. Estos números me intrigan. Hay pautas curiosísimas.

—Así pues, ¿me ayudará, después de todo? El monje se encogió de hombros. —Así la hija podrá saber qué le pasó a su padre. Movió una de sus grandes manos.

—A veces peco de demasiado categórico. No pierdo nada por intentarlo un poco… —Entornó los ojos para mirar el sol—. Bueno, tengo que volver.

Le dio la mano a Tom.

—Admiro su tozudez. En el monasterio no hay teléfono, pero tenemos conexión a internet vía satélite. Cuando haya descifrado esto, le mandaré un mensaje.

13

Weed Maddox se acordó de la última vez que cruzó Abiquiú en una Harley Dyna Wide Glide robada, no paró ni un segundo. Ahora engrosaba las filas de los gilipollas con pantalones caquis y camisa Ralph Lauren Polo que pasaban por el pueblo en Range Rover. Decididamente, prosperaba. Después de Abiquiú, la carretera seguía el río hasta el final del valle, junto a verdes campos de alfalfa y pequeñas alamedas. Giró a la izquierda por la 96, pasó por encima del pantano y se internó en el lado occidental del valle, a la sombra de Pedernal Peak. Unos minutos después apareció a la izquierda el camino que iba a la casa de los Broadbent, con un letrero pintado a mano sobre una plancha vieja: Cañones.

Era un camino de tierra bastante descuidado; discurría paralelo a un arroyo. A ambos lados había pequeños ranchos de caballos, de entre quince y treinta hectáreas, con nombres tan encantadores como Los Amigos o Buckskin Hollow. Maddox había oído que el de la casa de los Broadbent tenía un nombre bastante raro, Sukia Tara. Al llegar a la verja condujo más despacio, la cruzó y aparcó medio kilómetro más lejos, en un carrascal. Salió, cerró la puerta suavemente y volvió a la pista para asegurarse de que el coche no se veía. Decían que la mujer de Broadbent se llamaba Sally, y que tenía un picadero. Tuvo curiosidad por saber cómo era.

Se puso la mochila. Lo primero, pensó, era inspeccionar el terreno, algo en cuyas virtudes creía a pies juntillas. Si no había nadie en la casa, la registraría, cogería el cuaderno, si es que estaba, y se iría. Si la mujercita se encontraba en la casa, las cosas serían aún más fáciles. De momento aún no había visto a nadie que se negara a colaborar con el cañón de una pistola en la boca.

Abandonó el camino y siguió la orilla del riachuelo. Un hilillo de agua apareció y desapareció entre las blancas piedras. Maddox giró a la izquierda, y después de cruzar un bosquecillo de álamos y carrascas salió a la parte trasera del establo de Broadbent. Lentamente, procurando no dejar ninguna huella, saltó una triple alambrada y se arrimó a la pared trasera del establo. Al llegar a la esquina se agachó y apartó los arbustos para ver la parte de atrás de la casa.

Se fijó en los detalles. Era una casa baja de adobe, con algunos corrales, un par de caballos, un comedero y un abrevadero. De repente oyó un grito agudo. Detrás de los corrales había un picadero al aire libre. La mujer de Broadbent, Sally, tenía un ronzal atado al codo. Un niño daba vueltas a caballo.

Maddox levantó los prismáticos para enfocar a Sally. Vio cómo su cuerpo giraba al mismo tiempo que el caballo: de frente, de lado, de espaldas, otra vez de lado… Su pelo largo se movía con la brisa. Se lo apartó de la cara con una mano. ¡Jo, qué guapa!

Enfocó al niño. Tenía algún tipo de retraso; mongólico, o algo por el estilo.

Volvió a mirar la casa. Al lado de la puerta trasera había un ventanal que daba a la cocina. En el pueblo decían que Broadbent tenía mucho dinero. Le habían contado que de niño vivía en una mansión, entre criados y obras de arte de valor incalculable. Su padre había muerto hacía un año, dejándole en herencia cien millones. Al menos eso era lo que decían, pero viendo la casa no lo parecía. Los indicios de riqueza brillaban por su ausencia. No los había ni en la casa, ni en el establo, ni en los caballos; tampoco en el patio polvoriento, ni en los jardines, ni mucho menos en el International Scout viejo que había en el garaje abierto, ni en el Ford 350 del aparcamiento cubierto. Si él, Maddox, hubiera tenido cien millones, de fijo que no viviría en un cuchitril así.

Dejó la mochila en el suelo y sacó la libreta y un lápiz recién afilado del número dos, para hacer un esquema lo más completo posible de la casa y el patio. Diez minutos después rodeó el establo pegado a la pared y cruzó unos arbustos para poder dibujar los patios delantero y laterales. Vio un salón modesto al otro lado de una doble puerta. Delante había un patio con el suelo de piedra, una barbacoa Smoky Joe y algunas sillas, en medio de un jardín de plantas aromáticas. Ni piscina ni nada. La casa parecía vacía. Se cumplía su esperanza de no encontrar a Broadbent. Al menos su Chevrolet de época modelo del 57 no estaba en el garaje, y Maddox supuso que no se lo dejaba conducir a nadie. De momento no había visto ni rastro de peones, y el vecino más cercano estaba a medio kilómetro.

Acabó el dibujo y lo estudió. A la casa se entraba por tres puertas: la trasera, de la cocina, la delantera y la del patio lateral. Si todas estaban cerradas —como dio por sentado, de cara a sus planes—, la vía más fácil sería por la doble puerta del patio, que era vieja. En sus tiempos había forzado bastantes puertas por el estilo con las cuñas que llevaba en la mochila. No tardaría ni un minuto.

Se agachó al oír un coche, que apareció por detrás de la casa y aparcó. Era una furgoneta Mercedes. La conductora bajó y se dirigió al picadero gritando y gesticulando. Al verla, el niño del caballo la saludó con la mano y profirió una expresión ininteligible de alegría. El caballo redujo el paso. La mujer de Broadbent ayudó a descabalgar al pequeño, que corrió a abrazar a la mujer del Mercedes. La clase había terminado. Conversaron un rato y después el niño y su madre subieron al coche y se marcharon.

La esposa, Sally, se quedó sola, siguió todos sus movimientos con los prismáticos, vio cómo llevaba el caballo a un poste, le quitaba la silla y lo cepillaba, agachándose para llegar a la barriga y las patas. Después lo dejó suelto en un corral, echó unos copos de alfalfa al comedero y se fue a la casa dándose palmadas en los muslos y el culo para quitarse los granitos de alfalfa. ¿Tendría más clases por delante? A las cuatro de la tarde no era lo más probable.

Sally entró en la cocina, haciendo chocar la puerta mosquitera. Al poco rato, Maddox vio que pasaba por delante del ventanal, iba hacia los fogones y empezaba a hacer café.

Era el momento.

Dio un último repaso al dibujo antes de guardarlo en la mochila y de sacar el instrumental. Primero se tapó los zapatos con patucos verdes de quirófano. Luego se puso la red para el pelo, el gorro de ducha y la media. Acto seguido, el impermeable de WalMart, de esos que valen cuatro dólares y que son como un paquetito. Tras enfundarse unos guantes de látex, cogió su Glock 29 de diez milímetros Auto, novecientos treinta y cinco gramos cargados con diez balas en la recámara. Una pistola la mar de bien resuelta. La limpió y se la metió en el bolsillo de los pantalones. Finalmente sacó una tira de condones, arrancó dos y se los metió en el bolsillo de la camisa.

No pensaba dejar su ADN en la escena del crimen.

14

El teniente Willer bajó del coche patrulla y tiró la colilla al asfalto. Después de aplastarla con un giro del zapato, entró en la comisaría por la puerta trasera y cruzó un vestíbulo de pizarra y plexiglás. La puerta de cristal de Homicidios daba a un pasillo adornado con un ficus en una maceta. Entró en la sala de reuniones.

Llegaba en buen momento. Ya estaban todos. Su aparición silenció los murmullos. A Willer no le gustaban nada las reuniones, pero en su profesión eran inevitables. Le hizo una señal con la cabeza a su ayudante, Hernández. Después saludó a un par de personas más, cogió un vaso de poliestireno para servirse un café, dio un sorbo —para variar estaba recién hecho— y dejó el vasito en la mesa. Abrió el maletín, sacó un fajo de papeles donde se leía laberinto y lo dejó caer sobre la mesa con un golpe lo bastante fuerte para merecer la atención general.

Miró a su alrededor con la carpeta abierta y una mano sobre los papeles.

—¿Estamos todos?

—Creo que sí —dijo Hernández.

Gestos de asentimiento con la cabeza, y un murmullo generalizado.

Willer bebió ruidosamente otro sorbo de café y dejó el vasito encima de la mesa.

—Como saben, clamas y caballeros, en el desierto de Chama, concretamente en el Laberinto, se ha producido un asesinato que ha tenido gran repercusión en la prensa. Quiero saber en qué punto estamos y hacia dónde vamos. Si alguien tiene alguna idea brillante, que la exponga.

Miró a todos los presentes.

—Primero el informe forense. ¿Doctora Feininger?

La patóloga de la policía, una mujer de aspecto elegante y pelo gris que desentonaba con la sordidez de la sala, abrió una carpeta de piel muy fina. Habló sin levantarse, con voz queda y un tono lacónico teñido de ironía.

—En el lugar del crimen se encontraron diez litros de arena empapada de sangre, en los que estaban casi íntegramente los cinco de sangre que contiene de promedio el cuerpo humano. Son los únicos restos humanos que han aparecido. Hemos hecho todas las pruebas posibles: grupo sanguíneo, presencia de drogas, etcétera.

—Grupo sanguíneo O positivo, sin rastros de droga ni de alcohol. Recuento de leucocitos aparentemente normal. Proteínas en suero, insulina… Todo normal. La víctima era un varón con buena salud.

—¿Varón?

—Sí. Presencia del cromosoma Y. —¿Le han hecho la prueba del ADN? —Sí. ¿Y?

—Lo hemos cotejado con todas las bases de datos, pero no coincide.

—¿Cómo que no? —intervino el fiscal del distrito.

—No disponemos de una base de datos nacional del ADN —dijo pacientemente la forense, como si le hablara a un idiota, cosa que Willer supuso que era cierta—. Normalmente no se puede identificar a una persona por su ADN, al menos de momento. Solo sirve para hacer comparaciones. Mientras no encontremos un cadáver, un familiar o una mancha de sangre en la ropa de algún sospechoso, no servirá de nada.

—Ah, bueno…

Willer bebió un poco de café.

—¿Ya está?

—Si me dan un cadáver les diré más cosas. —En eso estamos. ¿K9?

Un pelirrojo nervioso cuadró apresuradamente unos papeles: Wheatley, de Albuquerque.

—El 14 de junio llevamos seis perros a la zona… Willer lo interrumpió.

—Dos días más tarde, después de que lloviera a cántaros y de que se llenaran todos los cauces, borrando cualquier huella u olor del Laberinto. —Hizo una pausa, mirando a Wheatley con agresividad—. Lo digo para que conste en acta.

—Es una zona muy aislada, de difícil acceso.

El tono de Wheatley se había vuelto un poco más agudo.

—Siga.

—El 14 de junio, con tres cuidadores de la división de rastreo K9 de Albuquerque, los perros encontraron un rastro. —Levantó la vista—. He traído mapas, por si quiere…

—Limítese al informe.

—Encontraron un posible rastro en el lugar del crimen. Lo siguieron por el cañón hasta el borde de la Mesa de los Viejos, donde quedó constancia de que no había suficiente manto vegetal para que se conservara adecuadamente un olor.

—Por no hablar del centímetro y pico de lluvia.

Wheatley se quedó callado.

—Prosiga.

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