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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

Tiranosaurio (7 page)

Shane se volvió hacia Tom, se quitó el sombrero y se secó la frente, entrecerrando un ojo.

—¿A ti qué te parece?

Tom observó los movimientos del caballo.

—¿Cuánto tiempo lleva?

—Diez minutos.

—Osteítis podal.

Shane abrió el ojo que había cerrado. —No, te equivocas. Sesamoiditis.

—No tiene hinchadas las articulaciones del tobillo, y la herida es demasiado simétrica.

—Incipiente; además, la sesamoiditis también puede ser simétrica.

Tom observó los movimientos del caballo con los ojos entornados.

—¿De quién es?

—Del O Bar O. Se llama Noble Nix y es la primera vez que da problemas.

—¿Vaquero o de saltos? —Vaquero.

Tom frunció el entrecejo. —Quizá tengas razón.

—¿Quizá? Aquí no hay quizás que valgan. Acaba de llegar de una carrera en Amarillo, de ganar un premio. La combinación del esfuerzo y de un viaje tan largo es causa más que suficiente.

Tom paró el caminador, se puso de rodillas y palpó los tobillos del caballo. Estaban calientes. Se levantó.

—Sigo diciendo que es osteítis podal, pero reconozco que podría ser osteítis podal en los huesos sesamoideos.

—Deberías haber sido abogado.

—El tratamiento es el mismo en ambos casos: descanso total, un chorro de agua fría cada cierto tiempo, aplicación de dimetilsulfóxido y fundas de cuero en todas las patas.

—No me digas.

Tom cogió a Shane por el hombro.

—Se te empieza a dar muy bien, ¿eh, Shane?

—Pues sí, jefe.

—Entonces no te molestará quedarte otro día al frente de todo.

—Contigo fuera va todo mucho mejor: cerveza fría, mariachis, mujeres con el culo al aire…

—Que no se te incendie el chiringuito.

—¿Sigues buscando a la hija del que mataron en el Laberinto? —Sí, pero no estoy teniendo mucha suerte. La policía no consigue encontrar el cadáver.

—Pues a mí no me sorprende que no aparezca. Arriba es todo tan grande…

Tom asintió con la cabeza.

—Si pudiera descifrar lo que escribió en su cuaderno probablemente sabría quién era. —Probablemente.

Tom se lo había contado todo a Shane. Su relación era así, y Shane, aunque de natural muy hablador, podía presumir de una discreción a toda prueba.

—¿Lo llevas encima?

Tom sacó el cuaderno del bolsillo.

—Déjame verlo. —Shane lo cogió y lo hojeó—. ¿Qué es, algo en clave? —Sí.

Lo cerró y miró la tapa.

—¿Esto es sangre?

Tom asintió con la cabeza.

—Caray, pobre tío… —Shane le devolvió el cuaderno—. Como los polis se enteren de que te lo has quedado, te encierran y sueldan la puerta de la celda.

—Lo tendré en cuenta.

Tom fue a la parte trasera de la clínica para ver cómo estaban los caballos del establo. Los acarició uno a uno, les murmuró palabras tranquilizadoras y comprobó su estado. Después fue a su escritorio para ordenar las facturas, y vio que algunas habían vencido. No había dejado de pagar por falta de dinero, sino por pura vagancia. Shane y él odiaban por igual la parte del negocio que era simple papeleo. Volvió a dejar las facturas en la bandeja de entrada, no abrió ninguna. Decididamente, necesitaba un contable que le llevara los trámites. La pega era que el sueldo extra volvería a situarlos en números rojos, después de un año en que les había costado mucho cubrir gastos. El hecho de que Tom tuviera cien millones de dólares en custodia no contaba. El no era su padre. Necesitaba obtener beneficios por sus propios medios.

Apartó los papeles para abrir el cuaderno encima de la mesa. Los números le hacían señas. Estaba seguro de que guardaban el secreto de la identidad del muerto. También el del tesoro que había encontrado.

Shane asomó la cabeza.

—¿Qué, cómo va el caballo del O Bar O? —preguntó Tom. —Ya le he hecho la cura. Está en su compartimiento del establo.

Shane vaciló en la puerta. —¿Qué pasa?

—¿Te acuerdas de que el año pasado a los del monasterio de al lado del río Chama se les puso enferma una oveja? Tom asintió.

—¿Recuerdas que cuando fuimos allí alguien dijo algo de un monje que había descifrado códigos para la CÍA, pero que lo había dejado todo por la vida monástica?

—Sí, me suena.

—¿Por qué no le pides que te descifre el cuaderno?

Tom miró a su socio fijamente.

—Es la mejor idea que has tenido en toda la semana.

11

Melodie Crookshank ajustó el ángulo de la laminadora de diamante e incrementó la velocidad de rotación. Era un instrumento de una precisión perfecta, lo percibía en la pureza del silbido. Puso la muestra en la bandeja, la fijó y abrió el chorro de agua laminar. El agua empezó a bañar el espécimen con un borboteo que se mezcló al canto de la laminadora, haciendo aparecer manchas amarillas, rojas y violáceas. Tras algunos ajustes finales, Melodie activó la velocidad automática y esperó a que empezara el proceso de corte.

Cuando el espécimen y la cuchilla de diamante se tocaron, surgió una nota que era pura música. El espécimen quedó cortado en dos en un instante, y el tesoro que llevaba dentro salió a la luz. Con la pericia que le daban los años de experiencia, Melodie lo lavó, lo secó y le dio la vuelta, antes de montar el otro lado en una base de resina epoxi con un manipulador de acero.

Mientras la resina se endurecía, contempló su pulsera de zafiros. A sus amigos les había dicho que era bisutería barata, y se lo habían creído. ¿Por qué no? ¿A quién se le podía pasar por la cabeza que Melodie Crookshank, técnica de primer grado que cobraba un sueldo de veintiún mil dólares al año, vivía en un piso interior de la parte alta de la avenida Amsterdam y no tenía ni novio ni dinero, pudiera pasearse con diez quilates de zafiros estrella de Sri Lanka? Sabía perfectamente que Corvus la estaba utilizando, que un hombre así no podía sentirse atraído sinceramente por ella, pero por otro lado no era ninguna coincidencia que la hubiera elegido para el encargo. Porque ella en lo suyo era buena, buenísima. La pulsera formaba parte de una operación estrictamente impersonal, una compensación por su opinión profesional, y por su discreción. No tenía nada de deshonroso.

La muestra ya se había endurecido. Volvió a ponerla en la bandeja y le hizo otro corte por el lado contrario. En breves instantes dispuso de una fina lámina de piedra de un grosor aproximado de medio milímetro, perfectamente cortada, sin grietas ni mellas de ninguna clase. Disolvió rápidamente la resina, dejando la oblea al desnudo, y la cortó en una docena de trozos más pequeños, cada uno de los cuales estaba destinado a una prueba distinta. Cogió uno, lo fijó con resina en otro manipulador y usó la pulidora para adelgazarlo aún más, hasta obtener una admirable transparencia, de aproximadamente la mitad del grosor de un cabello humano. Lo montó en un portaobjetos y lo puso en la bandeja del microscopio de polarización Meiji. Después de encenderlo, acercó los ojos a los oculares.

Un rápido ajuste de los botones hizo brotar un arco iris de colores, todo un mundo de belleza cristalina. La magnificencia del microscopio de polarización siempre la dejaba atónita. Hasta la roca más opaca desnudaba su alma. Puso el microscopio en treinta aumentos y empezó a cambiar el ángulo de polarización por pasos de treinta grados. Cada cambio generaba una nueva explosión de color dentro del espécimen. El primer barrido tenía una finalidad meramente estética. Era como mirar una vidriera más bonita incluso que el rosetón de la catedral de Chartres.

A medida que progresaba por los trescientos sesenta grados de polarización, sintió que su pulso se aceleraba con cada nuevo ángulo. Aquel espécimen era un prodigio. Cuando llegó al final de la serie, aumentó la magnificación hasta ciento veinte. La estructura era tan fina, tan perfecta… Increíble. Ahora entendía el secretismo de Corvus. Si, como era probable, había más de lo mismo in situ, sería de vital importancia mantenerlo en secreto. Estaba destinado a ser un golpe maestro, incluso en alguien de la reputación de Corvus.

Se apartó del ocular. Acababa de tener una idea. Si jugaba bien sus cartas, tal vez pudiera aprovecharlo para que le dieran un cargo con opción a titularidad…

12

El monasterio de Cristo en el Desierto está a orillas del Chama, veinticinco kilómetros río arriba, en pleno desierto, junto a la masa enorme y recortada de la Mesa de los Viejos, que marcaba el principio del altiplano. Tom avanzaba a velocidad de caracol por el camino del monasterio, le daba mucha rabia meter a su preciosa Chevrolet por una de las carreteras más tristemente famosas de todo Nuevo México. Tenía tantos agujeros que parecía haber sufrido un bombardeo, y superficies en sierra que amenazaban con soltar hasta el último tornillo de la camioneta y destrozarle a Tom toda la dentadura. Se decía que a los monjes la carretera les gustaba así.

Después de un trayecto que parecía llevar a los confines de la tierra, vio asomarse el campanario de adobe de la iglesia sobre los enebros y la chamiza. Poco a poco apareció el resto del monasterio benedictino, un grupo de construcciones de adobe marrón desperdigadas a la buena de Dios por un bancal situado encima de la zona inundable del lecho del río, justo debajo de donde confluían el Gallina y el Chama. Tenía fama de ser uno de los monasterios cristianos más recónditos del mundo.

Dejó la camioneta en el aparcamiento de tierra y continuó a pie por el camino que llevaba ala tienda del monasterio. Se sentía nervioso temía no encontrar el modo de obtener la ayuda del monje. Oyó retazos de música coral procedentes de la iglesia, que se mezclaban con los gritos roncos de una bandada de arrendajos.

Dentro no había nadie. Sin embargo, al abrir la puerta sonó una campanilla y un monje joven salió de la trastienda.

—Hola —dijo Tom.

—Bienvenido.

El monje se sentó detrás del mostrador, en un taburete alto de madera. Tom no sabía qué hacer. Miró los humildes productos del monasterio: miel, flores secas, tarjetas hechas a mano, tallas de madera…

—Me llamo Tom Broadbent —dijo, tendiendo la mano. El monje se la estrechó. Era un hombre menudo y llevaba unas gafas de cristal grueso. —Encantado.

Tom carraspeó. Se sentía realmente incómodo. —Soy veterinario. El año pasado vine a curarles una oveja enferma.

El monje asintió con la cabeza.

—Y oí que decían algo de un monje que había estado en la CÍA. El monje volvió a asentir. —¿Sabe a quién me refiero? —Al hermano Ford.

—Exacto. Venía a preguntar si puedo hablar con él.

El monje echó un vistazo a su reloj de pulsera, un modelo deportivo grande, lleno de botones y diales, que por alguna razón, que Tom no supo discernir, desentonaba en la muñeca de un monje. Claro que hasta los monjes necesitan saber la hora…

—Acaba de terminar la sexta. Voy a buscarlo.

Se fue por el camino. Cinco minutos más tarde Tom se llevó la sorpresa de ver bajar a un personaje gigantesco con unos pies enormes calzados con sandalias, un largo bastón de madera en la mano y un hábito marrón que flotaba a su paso. Poco después, la puerta se abrió de golpe y el gigante dio unas cuantas zancadas por la tienda con el hábito revuelto. De repente estaba frente a Tom, envolviendo su mano con un apretón de sorprendente suavidad.

—Soy el hermano Wyman Ford —dijo con una voz dura, impropia de un monje.

—Tom Broadbent.

El hermano Ford impresionaba por su fealdad. Tenía la cabeza muy grande y unas facciones tan accidentadas que parecía un cruce entre Abraham Lincoln y Hermán Munster. No daba una impresión especialmente pía. En todo caso, su corpachón de casi dos metros, su barba y su pelo, que caía rebelde alrededor de las orejas, no cuadraban con la imagen del típico monje.

Sé quedaron callados. Tom volvió a darse cuenta de lo embarazoso de su visita.

—¿Tiene un momento para hablar conmigo?

—Técnicamente, dentro del recinto estamos sometidos al voto de silencio —dijo el monje—. ¿Damos un paseo?

—Por mí, perfecto.

El monje salió disparado por un camino que bajaba de la tienda haciendo curvas y que al llegar al río seguía por la orilla. Tom tuvo que darse prisa para no quedarse rezagado. Era un bonito día de junio. Los bordes anaranjados del cañón contrastaban luminosamente con el inmenso cielo azul, sembrado de nubes algodonosas que flotaban como barcos en el mar. Caminaron en silencio durante diez minutos. El camino volvía a subir hacia la cima de una escarpadura. El hermano Wyman se apartó el faldón del hábito para sentarse en el tronco seco de un enebro.

Tom se sentó al lado y contempló el cañón, embelesado, sin abrir la boca.

—Espero no distraerlo de nada importante —dijo. Aún no sabía por dónde empezar.

—Me estoy perdiendo una reunión importantísima en la Sala de Debates. Un hermano dijo una palabrota en completas. El monje rió entre dientes. —Hermano Ford… —Llámeme Wyman, por favor.

—No sé si se ha enterado de que hace dos días mataron a alguien en el Laberinto…

—Ya hace tiempo que no leo el periódico. —¿Sabe dónde queda el Laberinto? —Sí, lo conozco bastante.

—Pues dentro, hace dos noches, mataron a un buscador de tesoros.

Tom desgranó la historia de cómo había encontrado al moribundo, del cuaderno de notas y de la desaparición del cadáver.

Al principio Ford guardó silencio, mirando el río. Después volvió la cabeza y preguntó:

—Bueno, pero ¿yo qué tengo que ver?

Tom sacó el cuaderno del bolsillo.

—¿No se lo dio a la policía?

—Hice una promesa.

—Pero seguro que les dio una copia…

—No.

—Mala idea.

—El policía que investiga el caso no me inspiraba confianza. Además, lo prometí.

Vio que los ojos grises del monje lo observaban fijamente. —¿En qué puedo ayudarle?

Tom tendió el cuaderno, pero el monje no hizo ademán de cogerlo.

—He hecho todo lo que se me ocurría para identificar al muerto y poder darle esto a su hija, pero ha sido en balde. La policía está desorientada. Me han dicho que pueden tardar varias semanas en encontrar el cadáver. La clave de su identidad está aquí dentro. Estoy seguro. El único problema es que está escrito en clave.

Una pausa. El monje seguía con la mirada fija en Tom.

—Me habían dicho que usted descifraba códigos para la CÍA.

—Sí, era criptoanalista.

—Entonces, ¿qué me dice? ¿Se atreve?

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