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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

Tiranosaurio (6 page)

Peek escupió para quitarse una hebra de tabaco de la lengua.

—Todas las historias de tesoros son iguales —dijo.

—O sea, que tú no te la crees.

—Para nada.

Peek se apoyó en el respaldo y se dio el gusto de volver a encender la pipa y dar un par de chupadas en espera de los comentarios de Tom.

—Pues tengo que decirte que hablé con el hombre. Había encontrado algo serio, Ben.

Peek se encogió de hombros.

—¿Podría haber encontrado algo de valor, aparte del tesoro de El Capitán?

—Sí, claro; minerales y metales preciosos, allá arriba hay de todo. Eso si era prospector. A menos que fuera de los que buscan cerámica y excavan por las ruinas indias… ¿Te fijaste en su equipo?

—Lo llevaba en el burro. No había nada que llamase la atención.

Peek gruñó otra vez.

—Si era prospector, puede que encontrara uranio o moli. A veces aparece uranio en el estrato superior de la formación Chinle, que aflora en Tyrannosaur Canyon, Huckbay Canyon y por toda la zona baja de Joaquin. Yo a finales de los cincuenta estuve buscando uranio, pero no encontré nada. Claro que no tenía el instrumental necesario, contadores de centelleo y esas cosas…

—El nombre de Tyrannosaur Canyon ha salido ya dos veces en la conversación.

—Sí, es un cañón enorme con un millón de cañones tributarios, que cruza los Echo Badlands y se interna por las mesas. Antes allí se encontraba mucho uranio y moli.

—Hoy en día ¿el uranio vale algo?

—Solo si tienes un comprador privado en el mercado negro. El gobierno está claro que no lo compra. Ya tiene bastante. —¿Lo podrían usar los terroristas? Peek negó con la cabeza.

—Lo dudo. Haría falta un programa de enriquecimiento de miles de millones de dólares.

—¿Y para hacer una bomba sucia?

—La torta amarilla y el uranio puro apenas tienen radiactividad. La idea de que el uranio es peligrosamente radiactivo es un error muy extendido.

—Lo otro que has dicho, el moli… ¿Qué es?

—Molibdeno. Arriba, al fondo de Tyrannosaur Canyon, hay algunos afloramientos de pórfido de traquiandesita del Oligoceno vinculado al molibdeno. Cuando subí encontré un poco de moli, pero ya habían saqueado el yacimiento, quedaba tan poco que no daba ni para llenar un orinal. Claro que podría haber más. Siempre hay más en algún sitio.

—¿Por qué se llama Tyrannosaur Canyon?

—Porque justo en la entrada hay una intrusión basáltica muy grande que en la parte de arriba, a causa de la erosión, parece un cráneo de tiranosaurio. Los apaches nunca suben. Dicen que está encantado. Es donde mi muía se asustó y me tiró al suelo. Me rompí la cadera y estuve tres días esperando al helicóptero médico. Vaya, que si no está encantado, debería estarlo. Nunca he vuelto.

—¿Y oro? Me han dicho que encontraste un poco.

Ben soltó una risita.

—Sí, un poco. El oro, para el que lo encuentra, siempre es una maldición. En el ochenta y seis encontré una roca de cuarzo entreverada de oro al fondo de Maze Wash. Se la vendí a un marchante de minerales por nueve mil dólares, y luego me gasté diez veces más buscando de dónde venía. ¡De algún sitio tenía que salir, la muy jodida! Pero no llegué a encontrar la veta madre. Supongo que bajó rodando desde los montes Canjilón, donde hay varias minas de oro agotadas y varios pueblos antiguos de mineros. Ya te digo que el oro más vale ni tocarlo. De hecho, yo, desde entonces, no lo he vuelto a tocar.

Se rió y volvió a llenarse la boca de humo de pipa.

—¿Se te ocurre algo más?

—El «tesoro» que dices podrían ser ruinas indias. Arriba hay un montón de ruinas anasazis. Antes, cuando era más ingenuo, solía excavar por esos yacimientos y vendía las puntas de flecha y la cerámica que encontraba. Actualmente, por un buen cuenco blanco y negro de Chaco puedes sacar cinco o diez mil. Vale la pena. También está la Ciudad Perdida de los Padres. —¿Qué es?

—¡Tom, chaval, esta historia ya te la conté! —No es cierto.

Peek hizo ruido al chupar la pipa.

—Hacia principios de siglo, Eusebio Bernard, un cura francés, se perdió en la Mesa de los Viejos cuando viajaba a Chama desde Santa Fe, y mientras buscaba la salida vio un poblado anasazi enorme, grande como Mesa Verde, escondido en un saliente de la roca, por debajo de donde él iba. Tenía cuatro torres, cientos de habitáculos… Una ciudad perdida de las de verdad. Nadie ha vuelto a encontrarla.

—¿Es una historia real?

Peek sonrió.

—Probablemente no.

—¿Y petróleo, o gas? ¿Podría ser lo que buscaba el muerto?

—Lo dudo. Es verdad que el desierto del Chama está justo al borde de San Juan Basin, uno de los mayores yacimientos naturales de gas del sudoeste, pero para localizarlo se necesita a toda una brigada de peones especializados en sondas sísmicas. Un prospector que vaya solo no tiene ninguna posibilidad. —Peek removió la ceniza de la pipa con un utensilio, la compactó y volvió a encenderla—. Pero si buscaba fantasmas… parece que arriba hay bastantes. Los apaches dicen que han oído los rugidos del tiranosaurio.

—Nos estamos apartando del tema, Ben.

—Tú has dicho que querías historias.

Tom levantó la mano.

—Ya, pero si empezamos con fantasmas de dinosaurios me planto.

—Supongo que es posible que tu prospector encontrara el tesoro de El Capitán. Trescientos kilos de oro valdrían… —Peek hizo una mueca— casi cuatro millones de dólares. Aunque también hay que tener en cuenta el valor numismático de los antiguos lingotes españoles con el sello del león y el castillo. Como mínimo sacarías veinte o treinta veces lo que vale el oro en sí. Eso sí que es dinero.

»En fin, tú vuelve y cuéntame más cosas sobre el asesinato, que yo te explicaré la historia del fantasma de la Llorona. —Trato hecho.

9

Weed Maddox se desperezó en la butaca de primera clase del vuelo Continental 450 de LaGuardia a Albuquerque, reclinó el sillón de cuero, abrió el ordenador portátil y, mientras se encendía, bebió un poco de San Pellegrino. Pensó, divertido, en cuánto se parecía a los pasajeros que lo rodeaban: trajes caros y portátiles abiertos. Sería francamente sabroso que el vicepresidente o socio directivo del asiento de al lado viera a qué se dedicaba.

Empezó a ordenar las cartas manuscritas: misivas llenas de faltas de ortografía, laboriosamente escritas con un lápiz mal afilado sobre papel pautado barato, entre abundantes manchas de aceite y huellas dactilares. Cada carta tenía una foto adjunta, enganchada con un clip, del tío feo que la había escrito. ¡Qué pandilla de fracasados!

Sacó la primera carta, la alisó en la mesita, junto al ordenador, y empezó a leer.

Apreciado señor Madocks:

Me yamo Londell Franklin James y tengo 34 años, soy ario, de Arundell, Arkansas, mi poya toda tiesa mide bentitres zentimetros y busco una rubia pero que no tenga el culo gordo ni sea una maruja por favor, solo una rubia que le guste que le metan bentitres zentimetros hasta el fondo, encima mido un metro ochenta y soy puro músculo con un tatuaje de una calabera en el deltoide derecho y un dragón en el pecho. Busco una tía delgada del sudeste, paso de negras mulatas y putonas feminacis de Nueva York, yo lo que quiero es una aria del sur de las de toda la bida que sepa darle gusto a un tio y hacer pollo con sémola. Estoy cumpliendo de cinco a quince por robo a mano armada, lo de que me metieran menos años si me declaraba culpable fue una trola del fiscal, ahora, que si que conseguí que en dos años y 8 meses me seleccionaran para la condicional. Quiero a una tía caliente que me espere a la salida con ganas de que se la meta hasta el fondo.

Maddox se sonrió. Fijo que ese marica se pasaba el resto de la vida en la cárcel, con condicional o sin ella. Pura vocación. Empezó a escribir en el portátil:

Me llamo Lonnie F. James. Tengo treinta y cuatro años y soy caucásico, de Arundell, Arkansas; estoy cumpliendo condena de cinco a quince años por robo a mano armada, pero está previsto que me otorguen la libertad condicional en menos de tres años. Mis condiciones físicas son inmejorables: un metro ochenta y cinco y ochenta y seis kilos. Me dedico a fondo a las pesas y al culturismo. ¡ Ah, señoras! Y estoy muy bien dotado. Mi signo es Capricornio. Llevo tatuada una calavera en el brazo derecho y un san Jorge matando al dragón en el pecho. Busco a una chica guapa y chapada a la antigua del sudeste, menuda, rubia y con los ojos azules, para cartearnos y salir con fines serios. Tendría que ser delgada y estar en forma, además de no pasar de los veintinueve años y ser más dulce que un julepe de menta, pero saber reconocer al mismo tiempo a un hombre de verdad. A mí me gusta la música country, la buena cocina campestre, el fútbol americano profesional y dar largos paseos por el campo cogidos de la mano en las mañanas de niebla.

Al repasarlo, Maddox pensó que estaba inspirado. «Más dulce que un julepe de menta.» Lo releyó otra vez, borró lo de las mañanas de niebla y guardó el archivo en el ordenador. Después miró la foto adjunta a la carta. Otro mariconazo más feo que la hostia. Tenía cabeza de pepino y los ojos tan juntos que parecía que se los hubieran apretado con un torno. De todos modos, la escanearía y la colgaría. Sabía por experiencia que lo importante no era el aspecto físico. Lo que contaba era que Londell Franklin James no estuviera fuera, sino dentro. En ese sentido, ofrecía una relación perfecta. Solo era cuestión de encontrar a la mujer indicada, que pudiera escribirle, mantener correspondencia erótica, hacerle promesas, jurarle amor eterno, hablar de bebés, de boda y del futuro… sin que ninguna de esas cosas cambiara el hecho de que Londell estaba dentro y ella fuera. En último término, la que lo controlaba todo era ella. Ahí estaba el quid: en el control, y en el puntillo erótico que a determinadas mujeres les daba cartearse con un tío cachas que cumplía una condena larga por robo a mano armada, y que decía que tenía una polla de veintitrés centímetros. Total, ¿quién podía demostrar lo contrario?

Abrió un nuevo documento y cambió de carta.

Apreciado señor Maddox:

Busco a una mujer para llenarla de leche y dejarla preñada…

Maddox hizo una mueca y decidió saltarse esa carta, la metió en el bolsillo del respaldo de delante. ¡Cono, que tenía una agencia de contactos, no un banco de semen! Empezó a montar Hard Time cuando trabajaba en la biblioteca de la cárcel, donde había un viejo ordenador IBM 486 que servía de fichero. Su experiencia como sargento de artillería le había enseñado todo lo necesario sobre ordenadores. Tal como estaba el mundo, sin un ordenador ya no se podía disparar un proyectil de calibre superior a cincuenta milímetros. A diferencia de la gente, los ordenadores eran limpios, inodoros y obedientes, y no iban por el mundo creyéndose no sé qué. Al principio Maddox cobraba diez dólares por preso a cambio de colgar sus nombres y sus direcciones en una página web que había creado para pedir corresponsales femeninas que se cartearan con ellos desde el exterior, y la cosa había ido cogiendo impulso. En poco tiempo se había dado cuenta de que la gran fuente de ingresos no eran los presidiarios, sino las mujeres. Le parecía mentira que hubiera tantas mujeres dispuestas a salir con reclusos. Cobraba veintinueve dólares con noventa y nueve centavos al mes por ser miembro de Hard Time, ciento noventa y nueve dólares anuales, y a cambio ofrecía acceso ilimitado a los anuncios personales (fotos y direcciones incluidas) de más de cuatrocientos presos de verdad que cumplían condenas serias por todo tipo de delitos, desde el asesinato y la violación hasta el secuestro y el robo a mano armada. En ese momento ya había tres suscriptoras por preso, casi mil doscientas en total, y Maddox se sacaba trescientos dólares semanales limpios.

El sistema de megafonía emitió el anuncio de «prepárense para el aterrizaje». Una azafata muy sonriente murmuró a todos los hombres de negocios que cerrasen el portátil. Maddox guardó el suyo debajo del asiento y miró por la ventana. El paisaje marrón de Nuevo México se deslizaba bajo el avión, que se acercaba a Albuquerque por el este. El terreno subía paulatinamente hasta las estribaciones de las montañas Sandía, se oscurecía de pronto por los árboles, y a continuación se volvía blanco por la nieve. Sobrevolaron las montañas, y de golpe y porrazo tuvieron la ciudad a sus pies, que se veía inclinada a causa de la maniobra. Maddox tuvo la oportunidad de verlo todo: el río, las autopistas, la Big I (la confluencia de las interestatales 40 y 25) y las casitas que trepaban por el monte. Le deprimió ver a tanta gente viviendo patéticamente para nada en un hormiguero de cajitas. Era casi como estar en la cárcel.

No, eso lo retiró. Nada era casi como estar en la cárcel.

Volvió a pensar con rabia en el problema: Broadbent. Seguro que había estado esperando su momento en el Laberinto. Solo tenía que hacer eso: esperar. Del resto del trabajo, el de tenderle la emboscada a Weathers, se había encargado Maddox. Broadbent se había limitado a aparecer, coger tranquilamente el cuaderno y darse el piro. El muy hijo de puta le había reventado un final perfecto.

Respiró hondo, cerró los ojos y repitió mentalmente su mantra un par de veces, intentando meditar. No tenía sentido agobiarse. El problema era bastante sencillo. Si Broadbent tenía el cuaderno en su casa, Maddox lo encontraría; si no, buscaría una manera de obligarlo a confesar su paradero. Broadbent no se imaginaba con quién se las tema. Por otro lado, teniendo en cuenta lo metido que estaba en el asunto, parecía difícil que hubiera avisado a la policía. Todo quedaría entre ellos dos.

Se lo debía a Corvus. Por deberle, le debía hasta la vida.

Se recostó en el asiento para el aterrizaje, que fue perfecto, como si el 747 diera un beso al suelo. Maddox lo interpretó como un buen presagio.

10

Por la mañana Tom encontró a su ayudante, Shane McBride, en el caminador, muy atento a un caballo alazán que daba vueltas con dificultades por la pista. Shane era un irlandés de South Boston titulado en Yale, pero se había amoldado a las costumbres del Oeste estupendamente, y ahora parecía aún más vaquero que la propia gente del país. Siempre iba con botas camperas, se dejaba crecer el bigote, se calaba hasta el fondo un sombrero Stetson abollado, se ponía un pañuelo negro descolorido en el cuello y mascaba tabaco todo el santo día. Sabía de caballos, tenía sentido del humor, se tomaba el trabajo en serio y era de una fidelidad a toda prueba. Desde el punto de vista de Tom, era el colaborador perfecto.

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