Hoy en día disfrutamos de más música, de una variedad infinita, y llega a nosotros de muchísimas más maneras que antes. Obviamente, quienes antes controlaban los escasos canales de distribución e imponían en ellos sus condiciones, no están demasiado contentos, y posiblemente no vuelvan a estarlo hasta que toda una generación de directivos haya pasado a la jubilación y manejen esas compañías - si es que todavía existen - sus hijos y nietos. Pero eso, para usted, es y debe ser completamente irrelevante. Descárguese de la red lo que buenamente quiera, por el método que prefiera, pagando o sin pagar. Si le llaman “pirata”, no solo estarán equivocados (los “piratas” son personas que atacan barcos en alta mar y que habitualmente secuestran a sus ocupantes, los desposeen de sus pertenencias o los asesinan, absolutamente nada que ver con el inofensivo hecho de descargar una canción), sino que merecerán generalmente insultos mucho peores. No haga caso de “cuentos de viejas”, y disfrute de la mayor herramienta de difusión cultural que la Humanidad ha tenido nunca entre sus manos: la red.
“Supe que todo había terminado cuando me descargué Skype. Cuando los creadores de KaZaA distribuyen gratis un pequeño programa que puedes usar para hablar con cualquier otra persona, y la calidad es fantástica, y además es gratis – es el fin. El mundo va a cambiar inevitablemente.”
Michael Powell, Director de la Federal Communications Commission (FCC), en Fortune, febrero de 2004
Si hay una afirmación que no precisa prueba en los tiempos que vivimos es la de que la velocidad con la que transcurren las cosas se ha incrementado hasta niveles próximos a la histeria. En poquísimo tiempo, hemos podido ver cómo empresas que hace unos pocos años únicamente existían en la imaginación de sus fundadores, se convertían en imperios económico-tecnológicos capaces de marcar tendencias y definir escenarios. Hemos visto como industrias de toda la vida caían víctimas del avance de nuevas tecnologías completamente imparables, y cómo marcas absolutamente consolidadas desaparecían o se convertían en casi irrelevantes siguiendo ciclos en ocasiones extremadamente cortos.
La impresión resulta especialmente llamativa cuando comparamos nuestra vida con la de hace una o dos generaciones: para que una persona de hace no tantos años pudiese llegar a ver cambios de una magnitud tal como la que nosotros vivimos hoy en nuestro día a día, de informativo en informativo, de clic en clic, habría tenido que vivir varias vidas seguidas. Para los nacidos en la primera mitad del siglo pasado o anteriormente, la vida cotidiana era un lugar sometido a una gran estabilidad. Una persona podía mantener un trabajo en una empresa durante toda su vida laboral, y manejar en él prácticamente la misma tecnología, sometida en algunos casos a algunas mejoras incrementales. Mi padre, ingeniero de profesión pero no relacionado con el mundo del automóvil más allá de conducir habitualmente uno, presumía con bastante fundamento de ser capaz de diagnosticar la mayor parte de los problemas mecánicos en función de un somero análisis de prácticamente cualquier vehículo. Conociendo de manera no profesional una sola tecnología, la del motor de explosión, mi padre podía sentirse seguro circulando en su automóvil si éste, que como media permanecía en su poder entre diez y quince años, sufría cualquier contratiempo en el medio de un viaje. Sin embargo, en sus últimos automóviles, la cara de mi padre si pretendía inspeccionar el motor era todo un poema: se quedaba mirando a aquel compartimento cerrado, en el que prácticamente lo único que se podía hacer para diagnosticar un problema era conectar el coche a un ordenador y pedir la ejecución de un programa de diagnóstico, algo que estaba únicamente al alcance de técnicos especializados y dotados de una tecnología determinada. Hoy en día, revisar un automóvil ya no requiere únicamente conocimientos de mecánica, sino también el manejo de programas especializados y de electrónica que si no han dejado a toda una generación de mecánicos fuera de juego es porque las marcas han optado por una simplificación de la tecnología que reduce la necesidad de conocimientos específicos a leer la información que ofrece un programa e intercambiar la pieza afectada por una nueva.
En la sociedad tradicional, la que vivieron nuestros padres y abuelos, una generación formaba a la siguiente en el uso de las tecnologías necesarias para el desempeño de sus actividades habituales: aprendías a utilizar el teléfono de la mano de tus padres, mientras que los entresijos del trabajo te los enseñaba un empleado veterano. El incremento de velocidad del progreso tecnológico ha determinado, sin embargo, que el sentido de ese aprendizaje se invierta: si mi padre tiene un problema con su ordenador, me llama a mí. Pero si el problema afecta a su teléfono móvil (o habitualmente, a su comprensión de los menús o elementos de dicho teléfono móvil), ni siquiera: llama a mi hija. El impenitente avance de la tecnología relega a muchos al papel de “generación perdida”: observan los cambios en otras personas, generalmente más jóvenes, los critican como si fuesen la razón de todos los males del universo, y se sienten demasiado alejados de ellos como para atreverse a probarlos.
¿Cuántas de las cosas que hacemos con total naturalidad a día de hoy resultarían absolutamente increíbles si se las contásemos, por ejemplo, a nuestro abuelo o bisabuelo? ¿En cuántos casos éste nos miraría con cara de perplejidad, incluso preocupándose de nuestra salud mental? Mi abuelo no se sentía en absoluto un extraño con respecto a la tecnología: ingeniero especializado en electricidad, con carrera desarrollada en el extranjero, pertenecía sin duda a la parte superior de la distribución de formación de su época. Sin embargo, si pudiese dirigirme a él para explicarle que voy a intentar conocer de primera mano los trabajos de un profesor de una universidad norteamericana, probablemente se levantaría de su sempiterna butaca orejera para ayudarme a hacer la maleta. Si tras convencerle de que no es necesario, me viese sentarme ante una pantalla y acceder en cuestión de segundos a lo que este profesor ha publicado en toda su vida, empezaría a pensar que detrás de aquello se encontraba algo sobrenatural. Y si de repente me encontrase al susodicho profesor conectado a GTalk o a Skype e iniciase una charla con él utilizando vídeo, me temo que mi abuelo exclamaría algo así como
“isto é cousa de meigas”
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(mi abuelo era, efectivamente, tan gallego como yo).
Pero no hace falta retrotraerse una o dos generaciones. Si cuando yo tenía la mitad de la edad que tengo ahora hubiese observado a una persona sentada sola en su coche en pleno atasco, con las manos sobre el volante y hablando sin parar, o incluso gesticulando puntualmente, habría pensado con total convencimiento que esa persona estaría mejor internada en un manicomio. Hoy, por supuesto, asocio la imagen de manera automática con la telefonía móvil y con el uso de un dispositivo manos libres integrado en su coche. Y si pretendiese explicarle a mi abuelo que en un pequeño dispositivo en mi bolsillo llevo la posibilidad de comunicarme telefónicamente, de recibir correos electrónicos y de acceder a todos los que he escrito y recibido en los últimos cuatro o cinco años, necesitaría armarme de mucha, mucha paciencia y resignarme a ver a mi abuelo, una persona de gran autoridad y presencia intelectual para mí, transformado en una especie de primo cercano de los restos humanos fósiles encontrados en Atapuerca. Y es que como bien reza la tercera ley enunciada por el escritor y científico británico Arthur C. Clarke, “cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. O, citando al gran programador norteamericano Alan Kay, “tecnología es cualquier cosa que no existía cuando naciste”.
Pero la tecnología no es magia, ni aparece de la noche a la mañana, por mucho que en ocasiones nos lo parezca. El desarrollo tecnológico es muchas veces lento y costoso, rodeado de importantes condicionantes. La tecnología no “se desarrolla y ya está”, sino que suele ser objeto de mejora continua, de generaciones sucesivas, de aplicaciones nuevas y de usos inesperados. Además, el proceso que sigue al desarrollo tecnológico, el de la difusión y adopción, resulta especialmente fascinante y ha sido objeto de estudio por parte de académicos como Everett Rogers o Frank Bass, que ha intentado ajustarlo a modelos matemáticos explicativos o predictivos. Si su trabajo tiene que ver con la innovación o con la puesta en el mercado de productos innovadores, es posible que conozca perfectamente el trabajo de estos dos profesores (o si no es así, debería conocerlo). La difusión de una innovación en la sociedad divide a las personas en función de su velocidad de adopción, y define fenómenos de sustitución que van desde la coexistencia pacífica y progresiva de tecnologías, hasta la llamada disrupción o innovación disruptiva, definida por Clayton Christensen como una innovación capaz de crear un mercado nuevo o inesperado mediante el desarrollo de un conjunto diferente de valores, de convertir un hasta entonces pacífico y próspero sector industrial en un ramillete de ejecutivos vociferantes, desesperados y, en muchos casos, patéticamente ridículos, enfrentados con una realidad que nunca tiene vuelta atrás. Como de manera genial enuncia Seth Godin: “los ejecutivos de las compañías no tienen el poder, la competencia y el mercado son como el agua... van donde quieren”.
Imaginemos, por ejemplo, una situación real de hace algunos años: una página en eBay, el sitio de subastas más popular de la red, en el que un usuario bajo la dirección [email protected] ofrece, por el módico precio de salida de dos millones y medio de dólares, un riñón perfectamente funcional. Tan perfectamente funcional como que, de hecho, lo llevaba puesto: el usuario intentaba obtener un dinero, que supuestamente donaría a la entidad de caridad de su elección, a cambio de su propio riñón, aprovechando el hecho de que, salvo en casos de afecciones renales, un ser humano normal puede sobrevivir con un solo riñón con una pérdida relativamente escasa de calidad de vida. Aunque los detalles se desconocen debido al anonimato del usuario, la imaginación nos lleva a imaginarnos a alguien con problemas de dinero que, tras vender la mayoría de sus pertenencias, decide desprenderse ni más ni menos que de una parte de su cuerpo, de un órgano vital. La pregunta, por supuesto, es de qué manera debería enfrentarse la Justicia a una situación así. Por un momento, evite escandalizarse: no intentamos caer en el amarillismo, sino analizar una situación. De entrada, la primera pregunta es si una situación así es claramente legal o ilegal, algo que antes de recibir respuesta, exigiría plantear otra pregunta: legal o ilegal... ¿dónde? La estructura de la Justicia está intensamente condicionada por la territorialidad, por el ámbito geográfico de aplicación de las leyes, e Internet sobrepasa completamente estas barreras para convertirlas muchas veces en absurdas: en los Estados Unidos, donde presuntamente podríamos suponer se encuentra nuestro usuario, la donación con contrapartida económica de fluidos corporales (sangre, semen, ¡hasta orina para engañar los análisis de detección de sustancias estupefacientes que practican muchas empresas!) es legal, pero la de órganos vitales no lo es. Pero, ¿y si nuestro usuario se encontrase en un país en el que la legislación fuese, en este tipo de temas, laxa o directamente inexistente? Parece evidente que la territorialidad, una variable esencial en nuestra forma de entender los negocios, las leyes o muchísimas cuestiones de nuestra vida cotidiana, encuentra verdaderos problemas a la hora de representarse en una red que, más allá de los tópicos, es universal por naturaleza.
Por simplificar, eliminemos el factor territorial. Supongamos que tanto nuestro usuario que desea subastar su riñón como el hipotético comprador del mismo se encuentran en los Estados Unidos, y que el acto de compraventa resulta, por tanto, claramente ilegal. ¿Sobre quién debería recaer la responsabilidad? ¿Sobre el vendedor? ¿Sobre el comprador? ¿Sobre una eBay que sirve de medio para la transacción? ¿Sobre todos ellos? La respuesta a esta pregunta es de todo menos simple: comprador y vendedor incurren en una ilegalidad al intentar comerciar con algo prohibido, pero ¿en qué situación se encuentra eBay? En este caso, eBay no es más que el lugar en el que tiene lugar la transacción, papel que desempeña a cambio de una comisión por listado y otra comisión sobre el importe de la misma. ¿Deberíamos considerar responsable a un mercado en una plaza pública por el hecho de que alguna de sus tiendas de golosinas venda, por ejemplo, drogas además de golosinas a aquellos clientes que se identifiquen de un modo especial? ¿Y al Ayuntamiento que expidió la correspondiente licencia? O peor... ¿es una compañía telefónica responsable por los delitos que sus clientes traman a través de sus líneas? La respuesta, en muchos casos, depende de la capacidad para supervisar las transacciones: el Ayuntamiento debe tener policías que impidan delitos, mientras que la compañía telefónica tiene estipulado que únicamente puede intervenir las comunicaciones de sus usuarios en caso de petición judicial. ¿Cuál es la respuesta de eBay cuándo se le demanda que “controle” las transacciones que ocurren en su mercado? Como cabía esperar, la respuesta es que en un sitio como eBay, en el que tienen lugar aproximadamente unas quince millones de subastas cada día y cambian de manos mil novecientos dólares cada segundo, resulta verdaderamente difícil controlar nada por medios humanos.
Ante la palmaria evidencia de la imposibilidad de controlar fehacientemente un sitio como eBay, ¿recomendaríamos a sus gestores optar por la construcción de filtros de palabras consideradas “peligrosas”, opción escogida por algunos jueces que intentaron enfrentarse a problemas similares
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? La respuesta, mucho me temo, es que no. Que ante tal prohibición, los infractores se dedicarían a utilizar variantes de los términos clasificados como tabú (se han calculado 600,426,974,379,824,381,952 formas alternativas de deletrear la palabra “Viagra” de manera que pueda ser interpretada por el ojo humano, variaciones que son utilizadas para intentar evitar los filtros anti-spam), a inventarse códigos o sinónimos, o a idear mecanismos como el denominado
pig latin
, utilizado en la primera época de los bloqueos de Napster y consistente en desplazar la primera letra de la palabra prohibida a la última posición de la misma (etallicaM en lugar de Metallica, por ejemplo, para identificar las canciones de la conocida banda de rock, e ir aumentando el número de caracteres en rotación a medida que era necesario). Pero las consecuencias - y esto es algo que veremos repetirse en infinidad de ocasiones a lo largo del libro - serían peores aun: el problema ya no es únicamente que los infractores puedan, mediante artimañas de todo tipo, seguir llevando a cabo sus acciones, sino que los intentos de prevención de las mismas provocan que quienes quieren llevar a cabo transacciones legítimas no puedan hacerlo sin sufrir molestos contratiempos: ¿cómo subastaría un estudiante de tercer año de Medicina su tratado de “Anatomía del riñón” sin mencionar la palabra “riñón”?