La tesitura, por tanto, se establece entre desarrollar patéticos intentos de control infructuosos que no detienen el problema y sí, en cambio, molestan a los usuarios legítimos, u optar por otro tipo de aproximaciones. En el caso de eBay, la solución proviene de apalancar el trabajo colectivo: si bien sería imposible y antieconómico crear un sistema de vigilancia dimensionado con el personal suficiente para examinar manualmente todas las transacciones, sí resulta en cambio posible y eficiente poner las herramientas para que cualquier usuario que se cruce con una subasta que levante de algún modo sus alarmas la denuncie mediante un simple clic de su ratón. Un sistema de control descentralizado aprovechando los millones de ojos de los usuarios presenta varias ventajas: por un lado, tiene infinitamente más alcance que uno creado específicamente para ello. Por otro, resulta muchísimo más barato, porque preselecciona las transacciones sospechosas, que son las que finalmente se someten al escrutinio de la compañía. Y por otro, recompensa a los participantes con un sitio de mejor calidad percibida, algo en lo que definitivamente tienen interés por su condición de usuarios. Pero ¿qué es lo que hace que el sistema funcione bien? Paradójicamente, el hecho de que funcione al margen de la ley, en paralelo con ésta.
Pocas semanas después de la transacción del ya famoso riñón de camcurtis, una pareja de estudiantes con problemas económicos intentó subastar por la misma vía algo que provoca sensaciones todavía más espeluznantes: un feto en pleno proceso de gestación. Tras haberse quedado embarazada, y visto que sus convicciones morales les impedían abortar, habían llegado a la conclusión de que sería mejor entregar a su hijo en adopción al mejor postor, para lo que pasaron a añadir a la página de la subasta vínculos a las últimas ecografías, los análisis de sangre en los que se demostraba que estaban sanos y libres de drogas, etc. Como en el caso del riñón, resulta evidente que el mercado para este tipo de transacciones existe: el número de personas en busca de un donante de riñón es muy elevado, como lo es el de parejas buscando un bebé en adopción. En ambos casos hay fuertes incentivos y excusas para saltarse el canal habitual regulado y recurrir al irregular, pero igualmente en ambos casos, las subastas no llegaron a tener lugar: en cuanto algunos usuarios se encontraron con las páginas y las denunciaron mediante el mecanismo de marcado diseñado para ello, las páginas fueron dadas de baja, no sin antes pasar fugazmente por todos los boletines de noticias y convertirse en conversaciones de café. El sistema, como vemos, funciona mejor cuando se autorregula mediante mecanismos desarrollados por el propio sistema, en lugar de intentar someterlo a directrices completamente externas al mismo.
Pero no solo la ley se encuentra con situaciones y cambios difíciles de manejar. En los últimos años, hemos tenido oportunidad de presenciar la disrupción en una creciente variedad de industrias. Pero sin duda, la palma de los llamados “Premios Darwin”, otorgados a aquellos que contribuyen a mejorar la especie eliminándose a sí mismos de ella, la obtiene la industria de la música, tal y como hemos podido ver en el capítulo anterior: un auténtico compendio de “historias para no dormir” que hacen las delicias de cientos de profesores y alumnos en cursos de management de todo el mundo. Estudiar el contexto que llevó a la industria de la música a evolucionar de la manera en que lo hizo es, de hecho, una buena manera de entender el tipo de cosas que bajo ningún concepto se deben hacer cuando uno se encuentra cara a cara con el fenómeno de la disrupción.
Pero, a pesar de la terrible experiencia todavía no concluida de la industria de la música y de su lucha contra sus propios clientes y contra el sentido común, aunque sea especialmente interesante debido a lo enfermizamente erróneo de sus reacciones, la industria de la música no ha sido la única en sufrir este tipo de disrupción brusca. En otros casos, las reacciones han sido mucho más mesuradas, pero tampoco han servido para evitar el duro impacto del proceso disruptivo.
Pensemos, por ejemplo, en la industria de los periódicos: en este caso, nos encontramos con una actividad que no es la primera vez que, en sus más de cuatrocientos cincuenta años de existencia, siente en sus carnes el impacto de la disrupción. En realidad, la profesión periodística tiene su origen en los llamados
avvisi
o
fogli a mano
, documentos manuscritos nacidos en la floreciente economía de la Venecia del siglo XV. Aunque no eran estrictamente periódicos, los
avvisi
eran un recurso de altísimo valor utilizado por banqueros y comerciantes para obtener información acerca del cambiante entorno sociopolítico de la época. Era un servicio muy caro y exclusivo que pocos podían pagar y que tenía, además de un valor práctico, uno simbólico, como elemento de estatus que, de hecho, todavía persiste de una manera muy interesante en algunos entornos (estar suscrito a determinados periódicos en algunas ciudades es algo que sirve en muchos casos casi como un elemento de ostentación). Los periodistas, conocidos como menanti, eran personajes influyentes y conocidos en la sociedad de la época. Con la aparición y rápida popularización de la imprenta, la situación cambió: de repente, resultaba muy fácil imprimir un gran número de copias de cualquier documento, de manera que los originales avvisi se convirtieron en las gazetta, cuyo nombre provenía del de una moneda veneciana de escaso valor que era precisamente su precio. El proceso, sin embargo, no fue inmediato ni rápido: las noticias manuscritas y las impresas coexistieron todavía durante buena parte del siglo XVI e incluso más tarde. La invención del telégrafo en 1837 y la del teléfono en 1875 representaron también ejemplos sucesivos de cómo la llegada de innovaciones tecnológicas afectaban de manera importante a la forma de llevar a cabo el periodismo, transformando en muchas ocasiones de manera drástica los factores estratégicos o las barreras de entrada implicadas en el mismo.
La llegada de Internet, sin embargo, a pesar de ser interpretada originalmente como un proceso similar, ha resultado tener un impacto notablemente distinto. En principio, la gran mayoría de los periódicos optaron con mayor o menor velocidad por el desarrollo de una edición online, pero rápidamente cayeron en la cuenta del problema que esto representaba: la idea de tomar unas noticias que tanto costaba producir - sueldos de periodistas, coste de papel y tinta, proceso de impresión, distribución, equipos de ventas, etc. - y por las que los clientes pagaban para llevárselas del quiosco o para recibirlas en su casa, y ponerlas en Internet para que pudieran ser consumidas gratis resultaba poco menos que anatema para muchos editores. Sin embargo, la posibilidad de cobrar por ellas demostró muy pronto ser un camino sin retorno: salvo el honroso caso del Wall Street Journal, con una demanda ampliamente globalizada de usuarios no demasiado sensibles al precio y que otorgaban un alto valor a la mayor velocidad de actualización del medio en la red, todo el resto de los intentos se toparon con la total indiferencia de los usuarios, que al encontrarse el acceso a su cabecera favorita dificultada tras una barrera de pago, optaron simplemente por irse a otra diferente. Pero se toparon, además, con algo mucho peor: al parapetar sus contenidos tras esa misma barrera y dejarlos, por tanto, inaccesibles a las “arañas” indexadoras de los motores de búsqueda, los periódicos desaparecían también de las páginas de resultados que los usuarios recibían tras hacer una búsqueda, con lo que perdían además toda su influencia. Casos como el de
El País
, primer diario en España que no fue capaz de lograr una posición similar en la red precisamente por intentar llevar a cabo una estrategia errónea de convertirse en un medio accesible únicamente por suscripción, han sucedido en muchos otros países, demostrando que la posibilidad de pedir a los usuarios que depositasen el importe correspondiente solo era una estrategia válida para unos muy escasos elegidos. Y a pesar de las experiencias del pasado, los periódicos todavía parecen disponerse, como indica el texto de la llamada “Declaración de Hamburgo” del 26 de Junio de 2009, a repetir uno por uno los mismos errores que otros cometieron anteriormente. En este caso, los más de quinientos años de historia del periodismo parece que han tomado el mismo camino de “velocidad absurda hacia la nada” que sufrieron anteriormente las discográficas: en su última iteración, los periódicos y las agencias de prensa parecen decididos a intentar regular quién tiene derecho a hablar y comentar las noticias y quién no lo tiene.
Lo sucedido con los periódicos deja claro que si bien el camino de la negación, el emprendido por las discográficas, no es el adecuado, el de creer que los mismos modelos son válidos antes y después de una innovación disruptiva tampoco lo es. Al encontrarse con Internet, los periódicos empezaron por intentar hacer lo mismo que hacían en el papel: seguir siendo periódicos - entendida tal palabra como “dotado de periodicidad” - y mantener la misma estructura, tanto en lo concerniente a la publicidad como en el formato de interacción con los lectores. Así, los usuarios fuimos obteniendo una prueba detrás de otra de que los periódicos no habían entendido el medio: en la red, conceptos como la periodicidad o el cierre de edición perdían su sentido, la publicidad no se podía vender siguiendo las mismas reglas que en el papel, y los lectores no querían únicamente leer noticias, sino también comentarlas, reenviarlas o reutilizarlas como si estuviesen pasando un rato en la máquina del café.
Pero el fenómeno de la disrupción no afecta únicamente a empresas de sectores que parecen oponerse al progreso. Lo hace también con otros que incluso podríamos considerar que sustentan el mismísimo desarrollo de la sociedad de la información. Veamos, por ejemplo, el caso de las telecomunicaciones: una industria que, en principio, debería verse enormemente favorecida por el hecho de que los usuarios incrementen su nivel de consumo, pero que se encuentra, de repente, con un proceso disruptivo que afecta a uno de sus productos más rentables, las comunicaciones de voz. Con la aparición de Internet, aparece la posibilidad de utilizar su protocolo para la transmisión de voz a través de la red. El primer desarrollo comercial de voz sobre IP (VoIP) corresponde a VocalTec en 1995, pero no es en realidad hasta la aparición de Skype en 2003 cuando las llamadas a través de la red alcanzan una popularidad apreciable.
Para las empresas de telecomunicaciones, era la más inesperada de las situaciones: acostumbradas a cobrar, en la mayoría de los países, en función de variables tan conocidas y tangibles como espacio y tiempo - distancia entre los puntos que se conectaban, y duración de la llamada - se encontraban de repente ante la paradoja de que cualquier cliente podía, utilizando Skype, conectarse con otro en cualquier lugar del mundo, y hablar durante el tiempo que quisiese sin pagar nada más que el importe de su tarifa plana. De la noche a la mañana, las dos variables que regían la tarificación de las empresas de telecomunicaciones perdían su sentido, ¡y lo hacían además a manos de una empresa que utilizaba precisamente las infraestructuras de las propias empresas de telecomunicaciones! El protocolo desarrollado por la compañía hacía uso de dos tecnologías especialmente interesantes: VoIP, por un lado, y
Peer-to-peer
(P2P) por el otro. Cuantos más usuarios se conectaban a Skype, más nodos prestaban una fracción de su ancho de banda para el enrutamiento de paquetes, y mejor funcionaba la red en su conjunto.
Las alarmas saltaron relativamente rápido: si las llamadas entre usuarios eran completamente gratuitas y la empresa adquiría el compromiso de que siguieran siéndolo siempre, ¿cuál era el modelo de negocio de Skype? Mientras sus críticos afirmaban que en realidad Skype era una empresa típica de la burbuja tecnológica cuya única posibilidad era la de venderse a otra empresa, sus creadores consiguieron, basándose en unos bajísimos costes de explotación, organizar un interesante modelo de negocio basado casi exclusivamente en los ingresos colaterales: los usuarios rellenaban su cuenta de Skype para utilizar el crédito haciendo llamadas a teléfonos convencionales (SkypeOut) y generando un interesante flujo de dinero flotante para Skype, contrataban servicios adicionales como el contestador automático, adquirían auriculares y otros productos generando comisiones, o incluso contrataban números de teléfono convencionales en otros países que transferían las llamadas a su cuenta de Skype (SkypeIn). Para algunas empresas, como es el caso de muchas PYMES, algunos de los productos eran ideales: podían empezar a ofrecer productos en cualquier lugar del mundo, disponiendo siempre de un número de contacto local para las posibles llamadas de sus clientes.
La reacción de las empresas tradicionales de telecomunicaciones ante la llegada de Skype fue bastante más mesurada que en otros casos: en lugar de intentar combatir la tecnología, intentaron simplemente limitar su propuesta de valor. En aquellos países en los que las operadoras no ofrecían todavía tarifas planas para llamadas de voz locales o nacionales, empezaron a ofrecerla rápidamente. La cuenta era relativamente simple: en caso de no existir tarifa plana, la opción de utilizar Skype resultaba en una muy interesante propuesta de valor para un amplio segmento de la población, lo que habría conllevado una popularización rápida del servicio. Estableciendo la tarifa plana, las compañías telefónicas disminuían en gran medida la inclinación de un cliente a adoptar Skype, relegando el interés a aquellos clientes que tenían un volumen elevado de llamadas internacionales. Sacrificar un cierto volumen de ingresos en llamadas nacionales a cambio de mitigar la adopción masiva de Skype permitía un cierto “control de daños colaterales”, que ocurría al tiempo que el ADSL se consolidaba como una de las grandes fuentes de ingresos de la industria.
En conjunto, la erosión de márgenes provocada por la VoIP ha sido, por el momento, mucho más reducida que la que tuvo lugar en otras industrias con tecnologías de similar poder disruptivo: de hecho, la adopción de una tecnología con tanto potencial como la VoIP todavía puede calificarse de testimonial, en gran medida gracias a las “medidas paliativas” adoptadas. Sin embargo, un vistazo al panorama de la industria de las telecomunicaciones antes de la adopción de un servicio como Google Voice y otros similares ofrece un panorama desolador: con los servicios telefónicos digitales de nueva generación, que algunas compañías telefónicas como AT&T intentan detener como si se pudiera detener el avance del mar en una tormenta, los usuarios disponen de posibilidades jamás imaginadas en la telefonía: redirecciones sucesivas en función de múltiples criterios como la hora del día o el número que llama, transcripción de los mensajes de voz a correos electrónicos, manejo de números de distintos sitios como si fueran uno solo, y todo lo que la aplicación de la tecnología digital permite imaginar. Servicios que permiten imaginar, realmente, lo que deberían ser a día de hoy los servicios de telefonía si no estuviesen gestionados por una serie de fósiles llamados compañías telefónicas, que además hacen lo que hacen rematadamente mal: en prácticamente todos los países desarrollados las operadoras telefónicas son las protagonistas de la inmensa mayoría de las reclamaciones de los clientes a las oficinas de consumo.