Todo va a cambiar (10 page)

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Authors: Enrique Dans

Tags: #Informática, internet y medios digitales

La capacidad de medirlo todo provocó rápidamente un auge en el desarrollo de metodologías de medición, con una métrica, el
clickthrough
, a la cabeza. El
clickthrough
representaba en términos porcentuales el número de personas que, habiendo visto el anuncio, habían decidido hacer clic en él. Los primeros
banners
, además, provocaron por su novedad magnitudes de
clickthrough
notables: como nadie sabía qué era aquello y a dónde llevaba, lo natural era hacer clic para satisfacer la curiosidad. En una red en la que que por entonces predominaba claramente el texto y había pocas fotos, los
banners
destacaban notablemente. Llevados por esos valores iniciales elevados, los anunciantes pasaron a lanzar campañas de todo tipo en la web, sin tener en cuenta que el entusiasmo inicial pasaría rápido hasta entrar en valores convergentes con los de la publicidad tradicional. Pero al ver cómo, pasado el efecto de la novedad, los valores de
clickthrough
retornaban a la lógica de magnitudes habitualmente muy inferiores a un punto porcentual (un 2% es considerado un enorme éxito), los anunciantes escogieron una curiosa manera de evitarlo: “¿que no quieren hacer clic? ¡Pues hagamos que los anuncios bailen!” De la noche a la mañana, la web se pobló de rectángulos en furioso movimiento que provocaban casi el estrabismo en los visitantes de las páginas, mientras intentaban pacíficamente leer un periódico o consultar la información de éstas. Gracias a la inclusión del movimiento, sin embargo, se recuperó algo del “efecto novedad”, y el
clickthrough
manifestó una cierta recuperación temporal. Pero lo bueno no podía durar, y la siguiente caída llevó a los anunciantes a exigir a los creativos nuevas formas de mantener el
clickthrough
elevado, aunque fuese a costa de destrozan la experiencia de navegación y de consumo de contenidos de los usuarios: del movimiento pasamos al insoportable sonido preactivado, y de ahí, a los
pop-up
, que se desplegaban inmisericordes ante los ojos del visitante de una página impidiéndole, precisamente, ver su contenido, la razón que en función de toda lógica le había llevado hasta allí. El acoso llegó a términos insoportables: a finales de los años '90, muchas páginas lanzaban
pop-up
de manera constante, introducían mecanismos para evitar su cierre (ventanas que “huían”del ratón mientras el usuario se afanaba en perseguirlas por toda la pantalla, o engaños que presentaban un falso botón que servía supuestamente para cerrar la ventana) o, de una manera u otra, llevaban a cabo actividades que suponían para el usuario molestias que iban entre lo leve y lo directamente insufrible.

Los abusos de una publicidad que amenazaba con destrozar la propuesta de valor de la publicidad en Internet terminaron con la incorporación de mecanismos de bloqueo en la mayoría de los navegadores y con el lanzamiento por parte de Google de una barra de navegación que servía además para bloquear los
pop-up
: en el año 2000, todos los navegadores excepto Microsoft Internet Explorer permitían el bloqueo de
pop-up
, y la barra de Google había alcanzado una rapidísima popularidad llevada por la necesidad de los usuarios de protegerse frente al ataque. En realidad, se trató del inicio de una escalada armamentística: aún en nuestros días, siguen existendo anunciantes irresponsables que intentan buscar métodos para saltarse las restricciones y seguir molestando a sus usuarios por encima de los mecanismos que éstos utilizan para defenderse de ellos. Momento en el cual convendría, seguramente, detenerse un momento y pensar de manera reposada: ¿qué lleva a una empresa que pretendía dar a conocer sus productos o presentarlos ante sus clientes potenciales a convertirse en una fiera acosadora que los persigue, molesta e incomoda hasta el punto en que éstos sienten la necesidad de instalar herramientas para protegerse de ella?

Lo ocurrido con la publicidad en Internet es, en realidad, algo digno de uno de los más conocidos pasajes de una de las obras de teatro más representadas de todos los tiempos, la famosa “Muerte de un viajante” de Arthur Miller, cuando el vecino de Willy Loman, Charley, se da cuenta de que Willy era un vendedor en el más puro sentido de la palabra: se vendió a sí mismo hasta que el mundo dejó de comprar. Durante años, las empresas se han dedicado a agotar canales de comunicación con sus clientes hasta convertirlos en muchos casos en completamente inservibles: hace años, abríamos la puerta cuando alguien llamaba con intención de vendernos algo. Hoy en día, el canal de la venta a domicilio vive unas cotas de popularidad tan bajas que su popularidad ha descendido muchísimo, y su uso se limita a unas muy pocas industrias con una gran tradición en este sentido, a los pedigüeños, a determinadas religiones en busca de prosélitos, o a los niños vendiendo lotería de fin de curso. Y lo ocurrido con la venta a domicilio es un proceso que hemos visto repetirse de manera idéntica con otros canales, como el correo postal o el teléfono. ¿Debía de alguna manera Internet ser necesariamente diferente en ese sentido?

La respuesta, como en todos los casos anteriores, es que sí. Que Internet estaba destinado a ser diferente en ese sentido. Del mismo modo en que lo ha llevado a cabo con la fricción, los costes de búsqueda y el componente de átomos frente a bits, revise ahora los mecanismos de interacción con sus clientes: si están basados en métodos predominantemente unidireccionales, o si se desarrollan de tal manera que le daría vergüenza dirigirse así a sus familiares o amigos, se dispone a presenciar una drástica caída de su eficiencia, cuando no un efecto directamente negativo derivado de su uso. Un cambio en el modelo de interacción que está provocando, entre otras muchas cosas, la crisis en los negocios sostenidos por la publicidad convencional, como periódicos, revistas o televisiones, en una espiral de decrecimiento que solo puede empeorar con el tiempo. Si su negocio consiste en interrumpir a una serie de clientes que quieren obtener un contenido, bombardeándoles de manera sistemática con otro contenido que no han solicitado ni desean ver, olvídelo: su negocio está destinado a desaparecer.

¿Cómo reconocer, por tanto, los procesos de disrupción? La respuesta, por supuesto, es que no resulta en absoluto sencillo. Las variables que determinan el arranque de un proceso disruptivo se inician con manifestaciones a veces difíciles de percibir, con cambios de hábitos que, en muchas ocasiones, tienen lugar en subconjuntos de clientes extremadamente poco representativos. El análisis de las variables citadas en este capítulo pueden enseñarle a reconocerlos, pero lo que sin duda lo hará es otra variable: la velocidad. Si prestamos atención a los casos comentados en capítulos anteriores, observaremos una característica común: todos ellos tuvieron lugar a gran velocidad. En el caso de la música, el desarrollo de Napster por parte de aquel diecisieteañero llamado Shawn Fanning tuvo lugar en Junio de 1999. En Febrero de 2001, tenía más de veintiséis millones de usuarios. En el de las enciclopedias, los primeros contactos de Microsoft con el líder histórico del sector, Enciclopædia Britannica, tuvieron lugar a mediados de la década de los '80: en 1996, la compañía fue malvendida muy por debajo de su precio de mercado debido a sus dificultades financieras, y a pesar de la enorme popularidad de la marca, ha seguido una estrategia discreta y gris desde entonces, mientras su verdugo, Encarta, caía pocos años después, en 2009, por acción y efecto de Wikipedia, una enciclopedia nacida tan solo ocho años antes. No cabe duda: cuando hablamos de procesos disruptivos, hablamos casi siempre de sucesos que tienen lugar muy, muy deprisa.

La esencia de los procesos de disrupción subyace en la curva de adopción de los clientes. Preste atención a estos procesos: cuando detecte cambios de hábitos rápidos en determinados segmentos de clientes, tenga mucho, muchísimo cuidado: bajo ningún concepto los considere raros, extravagantes o, siguiendo la terminología actual, “frikis”
[9]
. Póngase en su lugar, pruebe a hacer lo que ellos hacen, y lleve a cabo el análisis que hemos comentado, porque la curva de adopción tiene una forma sigmoidea, y tras la fase de la primera adopción, suele emprender un rápido camino ascendente que explica los ejemplos citados anteriormente. Y una vez que la curva empieza su camino ascendente, nada ni nadie puede pararla. El proceso de adopción no lo toma su empresa, por muy líder que sea o crea ser. La decisión de adopción, en el momento en que a usted le resulta por primera vez visible, ya ha sido tomada en otro sitio. Lo único que puede hacer es intentar entenderla, y adaptarse a un cambio que en ningún caso depende de usted ni de su empresa: depende del entorno que los rodea.

Terminemos este capítulo con la última y definitiva prueba de que se encuentran usted o su empresa dentro de la espiral de un proceso disruptivo: padecer una extraña incapacidad para darse cuenta de ello. Efectivamente, para el directivo que presencia uno de estos procesos, todo tiene explicaciones mucho más sencillas, asentadas en experiencias anteriores o en comportamientos que deben ser corregidos. A menudo visualizan oscuras conspiraciones destinadas a hundirles, en lo que podría ser calificado casi como de proceso esquizofrénico: culpan a otras industrias, pretenden compensar sus pérdidas mediante subvenciones y mecanismos inexplicables ante las leyes del mercado, o deducen hábilmente que “los clientes se equivocan” o que “deben ser perseguidos o castigados por no seguir comportándose como lo hacían antes”. Vistos desde fuera, o a través del prisma de la historia, las reacciones de los directivos de industrias en declive son tan claramente aberrantes, que no dejan lugar a dudas. Pero por alguna razón en la que seguramente interviene el instinto de conservación, las cosas no se ven igual desde dentro. Por lo tanto, no olvide una última precaución: por buenos, o sobre todo, por bienintencionados que sean sus análisis, es muy posible que sus impresiones estén peligrosamente sesgadas, y que sea incapaz de percibir la disrupción. Si su percepción del proceso se separa drásticamente de la de sus clientes, si observa la creación de bandos a veces fuertemente radicalizados, o si se encuentra con análisis y puntos de vista radicalmente diferentes a los suyos, no piense simplemente que “todos los demás están locos”, como el que va por la autopista en dirección contraria y cree encontrarse ante una epidemia de conductores suicidas. Seguramente esté ante un proceso disruptivo. Y sobre todo, recuerde: la pregunta no es si lo va a sufrir o va a dejar de hacerlo: la pregunta es, simplemente, cuándo.

4
La evolución de la comunicación

“La televisión no podrá con ningún mercado después de los primeros seis meses. La gente se aburrirá en seguida de mirar todas las noches la misma caja de madera”

Darryl F. Zanuck, Director de 20th Century Fox (1946)

La evolución de la comunicación en la especie humana está ligada, precisamente, a lo que define a nuestra especie como humana. La comunicación, en principio, no es un rasgo diferencial de nuestra especie. Los expertos en etología nos dirían que una amplísima variedad de especies se comunican gracias a todo tipo de mecanismos, en algunos casos muy interesantes: las manadas de lobos cuentan con sistemas de comunicación sofisticados que les permiten cazar coordinadamente o señalar categorías que marcan quién tiene derecho a comer primero y quién debe respeto a quien mediante la posición de la cola.

Las abejas utilizan complejas danzas para indicar la situación de alimentos, en las que codifican elementos tales como la dirección y la distancia. Sin embargo, la comunicación en especies animales se reduce, en general, a aspectos relacionados con las necesidades fisiológicas, tales como alimentación y reproducción, los más elementales en la jerarquía de necesidades.

Hace unos cincuenta mil años, algunas agrupaciones del género Homo empezaron a desarrollar la capacidad de comunicarse verbalmente, de transmitir información mediante un código compartido, un lenguaje. El desarrollo del lenguaje trajo consigo una ventaja evolutiva que la especie humana aprovechó muy bien: además de soportar necesidades elementales como alimentación y reproducción como en el resto de las especies, el lenguaje permitía transmitir información de una manera eficiente de generación en generación, crear un acervo de conocimientos compartidos, coordinarse de manera eficiente para el desarrollo de tareas, organizarse... el desarrollo del lenguaje supone, como decíamos, una de las principales señas de identidad de nuestra especie. En perspectiva evolutiva, cabe pensar que determinadas agrupaciones humanas fueron capaces de disfrutar de ventajas evolutivas gracias al conocimiento del lenguaje: eran capaces de cazar de maneras más eficientes y sofisticadas, de transmitir el aprendizaje de todo tipo de cuestiones, etc., una ventaja que, a lo largo de las generaciones, conllevó la consolidación progresiva del lenguaje y el desarrollo de un cerebro más adecuado para su procesamiento y almacenamiento.

El lenguaje verbal, sin embargo, tiene serias y evidentes limitaciones. Para transmitir un mensaje, el emisor y el receptor deben estar en el mismo lugar y en el mismo momento: la distancia solo puede salvarse de manera limitada elevando el tono de voz, una solución que no va más allá de unas cuantas decenas de metros, mientras que el factor tiempo resulta directamente imposible de salvar. Por mucho que yo vaya a un sitio a una hora determinada y pronuncie un discurso o emita un mensaje determinado, para una persona que llegue una hora después resultará imposible captarlo, a no ser que alguien lo haya grabado y lo reproduzca para él. La comunicación verbal no puede, obviamente, superar tiempo ni distancia, lo que plantea limitaciones de cara a la transmisión de la información.

Precisamente para superar estas limitaciones, el ser humano desarrolló, hace unos cinco mil años, el lenguaje escrito. Los primeros registros de mensajes escritos que se conservan corresponden a textos religiosos en escritura cuneiforme sobre tablillas de arcilla que se cocieron accidentalmente al arder un templo sumerio a manos de invasores que practicaban el pillaje. Durante la mayor parte de la historia antigua, la escritura estuvo únicamente en manos de un estrato social relacionado directamente con el poder, bien con la corte o con los sacerdotes. Esta asimetría en el acceso a los medios de comunicación resulta sumamente interesante, porque se ha mantenido con la evolución de éstos: cuando, hace unos quinientos años, Gutenberg diseñó y popularizó el uso de la imprenta, tener acceso a ésta para realizar una tirada con un nivel razonable de popularidad era algo relativamente accesible para cualquiera que tuviera el equivalente en términos corrientes a unos diez mil dólares. Sin embargo, el paso del tiempo produjo una asimetría cada vez mayor: a finales del siglo XIX y principios del XX, se calcula que para acceder a una imprenta y llevar a cabo la impresión de un periódico era preciso disponer de alrededor de unos dos millones y medio de dólares. La prensa tal y como la conocemos se había convertido en lo que en gran medida sigue siendo hoy: un medio unidireccional. La base de lectores hace únicamente eso, leer, mientras el canal de retorno se restringe, como mucho, a escribir una carta al director, que además únicamente llegará a publicarse si el editor lo estima oportuno.

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