Todo va a cambiar (8 page)

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Authors: Enrique Dans

Tags: #Informática, internet y medios digitales

Algunas de las creaciones del software de código abierto, tales como el sistema operativo Linux, el motor de base de datos MySQL, el navegador Firefox o el servidor web Apache, son hoy en día líderes o competidores muy destacados en su segmento. El desarrollo mediante herramientas LAMP (Linux, Apache, MySQL y Perl/PHP/Python) representa una de las grandes tendencias para la creación de aplicaciones, y sin duda el conjunto de herramientas más demandado por el mercado de programadores. En la base del éxito del software de código abierto están las posibilidades de Internet de cara a posibilitar la coordinación entre múltiples agentes encargados de una tarea compleja, así como la no dependencia de ciclos comerciales: mientras una empresa de software convencional condiciona la siguiente versión de sus programas a factores como la penetración en el mercado o las reacciones de la competencia, las comunidades de desarrollo en código abierto optan por una mejora gradual y constante, lo que genera un ritmo de progreso superior.

El nuevo modelo supone una fuerte disrupción sobre el modelo tradicional: el código abierto convierte en complejo cobrar por licencias, dado que cualquiera puede en principio obtener el programa de manera gratuita. Sin embargo, el hecho de que el código se pueda obtener de manera gratuita no impide otros modelos de negocio: en muchos casos, el usuario está dispuesto a pagar una licencia a cambio de, por ejemplo, acceso a servicios de mantenimiento, funcionalidades que no se encuentran incorporadas en la versión básica, formación, adaptaciones, etc. El hecho de que empresas como Red Hat, que comercializa productos en código abierto, haya llegado a incorporarse al selecto club del Fortune 500 indica claramente que dedicarse al software de código abierto no es necesariamente algo incompatible con el negocio. Además, la constatación de la superioridad del código abierto como método de desarrollo ha llevado a muchas empresas a incorporarlo en un grado mayor o menor. Actualmente, empresas como IBM, Apple o Google recurren al código abierto para una gran mayoría de sus desarrollos, y obtienen gracias a ello un nivel de productividad de su investigación y desarrollo netamente superior. De hecho, resulta profundamente simplista considerar las aplicaciones de código abierto como el producto de un montón de locos con mucho tiempo libre que dedican parte de su jornada a trabajar de manera altruista: una gran cantidad de empresas contribuyen con dinero y horas hombre al desarrollo de productos de código abierto, y muchos programadores independientes obtienen sustanciosos beneficios del hecho de destinar esfuerzos a ello.

Como en tantos otros casos, el código abierto supone una fuerte disrupción en la industria del software, dado que impone modelos de negocio alternativos a los que las empresas tradicionales no desean adaptarse. Aquel que percibe la disrupción siempre piensa que vivía mejor antes de que ésta llegase, e intentará evitarla como si tal cosa fuera posible, como si fuese posible detener algo que ya no está en sus manos detener.

Para terminar este capítulo, vamos con una reflexión importante usando algunos de nuestros ejemplos: piense en la Encyclopædia Britannica. Su precio, como hemos comentado anteriormente, estaba entre los $1500 y los $2200 en función de su encuadernación. Su sustituta en el mercado, Encarta, costaba tan solo $60, mientras que la iniciativa que reemplazó (y eventualmente eliminó del mercado) a ésta, tenía un precio de cero dólares, era un producto gratuito. De $2200, a $60, y finalmente a cero dólares... ¿estamos hablando de un proceso de destrucción de valor debido al impacto de la tecnología? Piénselo bien: de la respuesta a esta pregunta depende en gran medida su nivel de aprovechamiento de este libro cuya lectura está comenzando. Si usted ve en ese proceso una destrucción neta de valor (y no es usted Jacqui Safra, propietario de Encyclopædia Britannica, o William H. Gates III, accionista de referencia de Microsoft), tenemos un problema. Porque si es usted una de esas dos personas o es accionista de alguna de esas dos empresas, puedo entenderlo: obviamente, usted ha visto como se destruía valor. Ha podido observar casi físicamente, como los títulos de propiedad de sus acciones entraban en un proceso de combustión espontánea y quedaban reducidos a cenizas, cómo los ambiciosos planes trazados para esos productos desaparecían víctimas de un cambio tecnológico. Pero... ¿dónde ha ido ese dinero? ¿Se ha convertido en humo? ¿Ha desaparecido? No, no es así. En estos casos, el dinero actúa siguiendo algo parecido al primer principio de la Termodinámica, el de la conservación de la energía: no se crea ni se destruye, solo cambia de forma o de lugar. En realidad, el valor se ha generado en los usuarios, que ahora disponen de una enciclopedia mejor, infinitamente más actualizada y completa, y además, de uso gratuito. El incremento de valor en los bolsillos de unos pocos accionistas se ha transformado en un incremento de valor en muchos millones de usuarios. No existe destrucción de valor, a lo sumo una migración del mismo
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¿Podría alguien diferente del patético Steve Ballmer, el histriónico Director General de Microsoft, argumentar seriamente que el software libre provoca una fortísima generación de valor en empresas de todo el mundo, que gracias al mismo son capaces de obtener herramientas adecuadas, baratas, en permanente proceso de mejora y que pueden ser adaptadas y modificadas por los propios usuarios o por empresas de servicios? Afirmar, como hizo Ballmer, que el software libre “destruye riqueza y puestos de trabajo” no es más que carecer de la inteligencia suficiente como para ver que no todo ocurre a dos palmos de su nariz: el software libre destruye, efectivamente, “su” riqueza y los puestos de trabajo de “su” compañía (Microsoft ha despedido ya a varios miles de empleados, a pesar de tener más de treinta y siete mil millones de dólares en caja y enormes beneficios), pero genera mucha más riqueza en otros sitios en los que no existen las patentes ineficiencias que se producen en Microsoft.

No, la tecnología no destruye valor. Pero a lo largo de la historia de la Humanidad, hemos tenido constantes ejemplos de personas que afirmaban que así era. Si la tecnología destruyese valor, ahora seríamos infinitamente más pobres que en la época de la Revolución Industrial, y fíjese usted por donde, no es así. Por supuesto, en la Revolución Industrial pudimos ver cómo muchas empresas se iban a pique debido a las innovaciones tecnológicas que otras adoptaban. Las empresas de transporte de hielo se fueron a pique cuando la tecnología permitió tener una nevera en casa. Pero todas estas innovaciones terminaron, al cabo de muy poco tiempo, provocando una inmensa generación de valor que ha incrementado el nivel de vida medio de la mayoría de la Humanidad por un factor descomunal.

Los clichés son la manera en la que los seres humanos nos enfrentamos a razonamientos cuya aparente complejidad excede nuestro razonamiento o las ganas que tenemos de recurrir al mismo. La próxima vez que se enfrente a ese cliché que afirma irresponsablemente que la tecnología destruye valor, racionalícelo un poco: la tecnología genera sistemas más eficientes, y aniquila a los que no son capaces de adaptarse a esas ganancias de eficiencia.

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La disrupción tecnológica (cuando lo vemos venir)

“En este entorno sorprende todavía ver cómo todavía hay empresas con ejecutivos ocupando altos cargos directivos simplemente porque son expertos en lo que era importante ayer”

Jonas Ridderstråle, autor de Funky Business

¿Qué lecciones podemos extraer de la enumeración de casos del capítulo anterior? La gran mayoría de directivos de empresas de sectores distintos a los mencionados, al ver la descripción de las situaciones acaecidas, tiende a quedarse con cara de “esto no me va a pasar a mí” y a buscar argumentos por los cuales “su caso no es como todos esos”. Pero obviamente, lo mismo pensaban en su momento los directivos de los sectores afectados y lo mismo piensan a día de hoy los que están empezando a ver las orejas al lobo, en una especie de ciclo sin fin. ¿Existe alguna manera de entender lo experimentado hasta el momento “en cabeza ajena”, de proyectar el impacto del proceso de disrupción tecnológica sobre nuestros propios negocios?

Para entender el impacto de la disrupción tecnológica, es indispensable racionalizar el comportamiento de algunas variables. La primera de ellas es la denominada fricción, entendida desde un punto de vista económico. Podríamos definir la fricción como el conjunto de circunstancias que se interponen entre un agente económico y el bien que éste pretende obtener, derivadas de imperfecciones en el mercado como costes de adquisición de información, comunicación, transporte, logística, etc. En cualquier transacción, la fricción viene representada por todo eso que impide que lo que deseamos adquirir aparezca ante nuestros ojos con simplemente chasquear los dedos. Si nos levantamos una mañana queriendo comprar un libro determinado, la fricción hace que para obtenerlo tengamos que asearnos, vestirnos, salir a la calle, caminar hasta la librería más próxima, buscar entre las estanterías, localizar el libro deseado en caso de que se encuentre en ellas, pagarlo y transportarlo de vuelta. En el caso de la obtención de una hipoteca, la fricción determina que tengamos que ir hasta el banco, explicar nuestras circunstancias a un empleado de la sucursal, rellenar un montón de formularios, solicitar una peritación del inmueble, esperar a que se reúna el comité de riesgos, etc. En general, la fricción supone un conjunto de circunstancias no necesariamente relacionadas con el bien que se desea obtener o con la empresa que lo vende, pero que asociamos con el proceso de una manera casi natural, como algo inherente al mercado: de hecho, algunos competidores juegan con elementos de reducción de la fricción en algunas ocasiones para hacer su oferta más atractiva.

A efectos puramente didácticos, imagínese su negocio, ese en el que tiene experiencia, que conoce perfectamente y en el que ha desarrollado su actividad profesional, y piense qué ocurriría si de la noche a la mañana apareciese algún primo lejano del mago Merlín y, agitando su varita, provocase una disminución total de la fricción. ¿Qué tipo de cosas ocurrirían a partir de ese momento? ¿Podría competir su empresa en un mundo sin fricción? En esa tesitura debieron sentirse, por ejemplo, gigantes del mundo de la distribución editorial norteamericana como Borders o Barnes&Noble cuando empezaron a experimentar la competencia con Amazon. De repente, si te levantabas por la mañana y querías un libro determinado, todo lo que tenías que hacer era ponerte delante de la pantalla del ordenador - lo de vestirse era plenamente opcional en función de la distancia entre éste y una ventana sin cortinas - y mover el ratón durante un rato. Todos los procesos de fricción anteriormente enumerados, desde el salir a la calle hasta la búsqueda por las estanterías, sustituidos por la escasa fricción entre el ratón y su alfombrilla. Nótese aquí que no pretendo afirmar que un sistema sea inherentemente mejor que el otro, ni que la fricción disminuya de manera absouta: el paseo hasta la librería podría llevarse a cabo en una deliciosa mañana de primavera, parando para degustar un Martini con su aceituna en una terracita mientras conversamos con un amigo, para después hablar un rato con ese librero encantador que nos conoce desde que llevábamos pantalones cortos. Pero eso, a efectos de teoría económica, tiene entre poca y ninguna relevancia. Podría ocurrir que el libro que quisiésemos obtener estuviese prominentemente expuesto en el escaparate de la librería, reduciendo notablemente el esfuerzo de encontrarlo, y que volviésemos a casa con él debajo del brazo, mientras todos sabemos que en el caso de la librería electrónica, nadie nos va a quitar una espera de unos días hasta que el operador logístico llame a nuestra puerta con el libro en cuestión. De acuerdo. Nada es perfecto. Para analizar cuál de los dos procesos tiene una fricción menor, necesitaríamos dar a dos personas una lista de, por ejemplo, cien libros escogidos al azar, y enviar a ambos a obtener los libros, uno exclusivamente a través de la librería de su barrio y otro exclusivamente a través de una tienda en la web. ¿Cuál de los dos conseguiría obtener antes la totalidad de los libros?

A efectos económicos, la web supone seguramente el mayor reductor de fricción inventado por el hombre desde que el mundo es mundo. No es perfecto, y sobre todo, choca con infinidad de cuestiones culturales o derivadas de los usos y costumbres desarrollados durante generaciones. Pero la tarea de imaginarnos nuestro negocio en ausencia de fricción, como quien hace el ejercicio de imaginarse cómo serían sus quehaceres diarios si estuviese a bordo de la Estación Espacial Internacional en situación de gravedad cero, nos puede ayudar a aproximarnos a la idea. Intente aislar el papel que en su negocio juega la fricción: si es usted un intermediario comercial, la ausencia de fricción determinaría en muchos casos que su papel simplemente desapareciese: en ausencia de fricción, los fabricantes hacen llegar sus productos a los clientes de manera directa, como a golpe de varita mágica. Por supuesto, eso no es algo que la web pueda conseguir - todavía - y sí en cambio protagoniza, en algunos casos, procesos de reintermediación, con el desarrollo de nuevos papeles necesarios para las transacciones, pero recuerde dos cosas: una, estamos haciendo un simple ejercicio académico. Y dos, nadie está intentando venderle nada, no es preciso que se ponga a la defensiva.

Intentemos ahora hacer un ejercicio causal: ¿qué tipo de cosas se alteran de manera fundamental cuando ese concepto visto anteriormente, la fricción, desaparece o se reduce de manera notable? A poco que lo pensemos, nos daremos cuenta de que uno de los factores más directamente afectados son los llamados costes de búsqueda. Los costes de búsqueda representan el esfuerzo que un cliente debe hacer para obtener información sobre la oferta de un producto determinado. A la hora de adquirir, por ejemplo, un automóvil, los costes de búsqueda representarían el esfuerzo de acercarse por todos los concesionarios de la ciudad para preguntar el precio del modelo escogido o de aquellos que hayamos introducido en nuestro conjunto de selección. ¿Hasta que punto estamos dispuestos a incurrir en costes de búsqueda? Lógicamente, hasta el momento en que el trabajo adicional de buscar es mayor que el diferencial de ahorro que puede llegar a obtenerse de manera razonable. La existencia de los costes de búsqueda permiten construir, por ejemplo, muchos modelos de negocio basados en supremacías locales, en los que un competidor ofrece el mejor balance de calidad o precio para el espacio en el que resulta razonable que los clientes objetivo lleven a cabo su búsqueda. Desde un punto de visa puramente intuitivo, la disminución de los costes de búsqueda debida a Internet resulta sumamente fácil de entender: donde antes un cliente recorría tres o cuatro bancos preguntando por las condiciones de una hipoteca, o varias tiendas de televisores apuntando el precio del modelo deseado, ahora puede simplemente entrar en una página de comparación, bien con datos suministrados por las propias tiendas u obtenidos de manera social preguntando a otros clientes, y decidir en unos golpes de ratón a qué tienda acudir. O incluso no acudir, y poner en marcha el proceso logístico desde la misma página web.

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