Uno de los temas más frecuentemente reprochados a Google es la acusación de ser “un monstruo de la privacidad”, una amenaza enorme que sabe más de las personas que las personas mismas. La acusación proviene del mismo modelo de negocio de la compañía, un infomediario que, como hemos comentado anteriormente, permite a los usuarios pagar por los servicios que utilizan con la moneda de su atención. Esta atención, convenientemente procesada y analizada, es el producto que Google revende a sus anunciantes a cambio de cuantiosos beneficios. Como consecuencia, la compañía acaba acumulando una gran cantidad de información de sus usuarios, información que, lógicamente custodia con sumo cuidado. Una de las consecuencias de tal acúmulo de información debería ser, si todo funcionase como debe, que los usuarios recibiesen una publicidad cada vez mejor segmentada, mejor adaptada a sus intereses. ¿Quién no estaría contento de recibir menos publicidad irrelevante y, en su lugar, más de la que es posible que le interese? Por supuesto, el hecho de que la compañía sepa mucho de cada usuario no impide que dicho usuario pueda “desprenderse de dicho pasado” en un momento dado: basta entrar en los servicios de la compañía desde un navegador con las opciones de privacidad activadas (tanto Firefox como Safari, Chrome, Opera o Explorer cuentan con dicha opción de navegación anónima) para pasar a ser un usuario completamente anónimo.
Lo importante es entender el manejo de la privacidad por parte de Google como una ecuación de sostenibilidad: si un determinado porcentaje de usuarios de Google se sintiesen intrínsecamente incómodos debido al manejo de la privacidad que la compañía lleva a cabo, no pasaría mucho tiempo hasta que dichos usuarios saliesen por la puerta con destino a otros servicios proporcionados por otras compañías que entendiesen menos intrusivas. La respuesta de Google ante tales preocupaciones ha sido siempre la transparencia: en todo momento, un usuario puede entrar en su perfil e historial, ver lo que la compañía sabe de su persona, y eliminar o revocar los permisos y la información conveniente. La diferencia entre Google y muchas otras compañías que también manejan información de sus usuarios es que en el caso de Google, podemos saber de qué información se trata, y gestionarla con relativa facilidad.
Sobre la condición de monopolio de Google habría mucho que escribir: dominar un mercado de forma clara no implica necesariamente abusar de dicho dominio, y por el momento, el único mercado en el que Google verdaderamente ejerce un dominio es el de la publicidad relacionada con las búsquedas, en la que ostenta una fuerte supremacía apoyada en la cuota de mercado de su buscador. Sin embargo, hablamos de un mercado dinámico y, sobre todo, caprichoso: un nuevo buscador capaz de proponer un esquema nuevo de relevancia podría hacer que abandonásemos a Google por otro con la misma velocidad con la que en su momento decidimos abandonar a Altavista por Google. Sin duda, Google es a día de hoy uno de los actores más destacados en el panorama tecnológico, y sus movimientos son seguidos por muchos: muchas empresas aspiran a convertirse en objetivos de adquisición, al tiempo que otras la critican por la invasión de sus terrenos tradicionales. Como gigante que es, Google tiene necesariamente que moverse con cuidado si no quiere ver sus actividades y crecimiento dificultados. Pero sin duda, nos hallamos ante una de las empresas más prometedoras y estratégicamente bien situadas de la historia de la tecnología, de las que más claramente marcan tendencias, y sin duda con una gran importancia de cara al futuro.
“La idea que subyace detrás de ARPA es que la promesa ofrecida por el ordenador como medio de comunicación convierte en insignificante su origen histórico como herramienta de cálculo”
Documentos fundacionales de ARPA (1957)
La evolución tecnológica en los últimos años ha sido completamente vertiginosa, hasta el punto de sacudir los conceptos más básicos. En un contexto que se ha movido a tal velocidad, resulta razonable que incluso personas que se consideran expertos en tecnología o que trabajan con ella en su día a día se encuentren confusos, incapaces de apreciar la magnitud de los cambios.
Hace tan solo veinte o veinticinco años, un ordenador era una máquina con un procesador muy inferior en prestaciones al que hoy tiene un teléfono móvil sencillo, y dotado de muchísima menos memoria. Si nos remontamos un poco más en el tiempo, los ordenadores que manejaban las personas no tenía siquiera procesador o memoria: eran los llamados “terminales tontos”, que constaban únicamente de una interfaz de uso con pantalla y teclado para acceder a un ordenador central con capacidad de proceso y memoria. La comparación entre un IBM PC de 1981 y un iPhone resultaría casi grotesca: desde el procesador Intel 8088 capaz de correr a 4.77MHz. hasta el de un iPhone 3GS actual, preparado para correr a 833MHz. aunque se utiliza a “tan solo” 600MHz. con el fin de reducir el consumo y la generación de calor, hablamos de una potencia superior en más de cien veces, y estamos comparando un ordenador con un simple teléfono de bolsillo: en el caso de un ordenador de sobremesa comparable, las magnitudes de la comparación son sumamente difíciles de apreciar, por la presencia no solo de incrementos brutales en velocidad, sino también de múltiples núcleos, memorias internas y unidades de procesamiento paralelo. En términos de memoria, el iPhone es capaz de almacenar hasta 32 GB en memoria Flash, frente a un IBM PC que carecía de disco duro y que únicamente permitía trabajar con dos diskettes de cinco pulgadas y cuarto, de 360KB cada uno. Si comparásemos uno de los primeros ordenadores, el construido en el Massachusetts Institute of Technology (MIT) en 1965, con un teléfono móvil actual, nos encontraríamos con un dispositivo que, puesto en números redondos, es alrededor de mil veces más potente, cien mil veces más pequeño, y un millón de veces más barato. Una comparación de magnitudes sencillamente mareante, que nos da idea del brutal avance de la tecnología en el tiempo.
Pero más allá de la evolución de las capacidades tecnológicas, resulta interesante pensar en otro cambio de concepto si cabe más importante: ¿para qué tipo de tareas utilizábamos un ordenador entonces? Por regla general, el usuario de un IBM PC podía, en su vertiente más seria, utilizar un proceso de textos como WordStar, una hoja de cálculo como Lotus 1,2,3 y un programa de gráficos como Harvard Graphics, por no mencionar bases de datos como dBASE y otros programas como compiladores, etc. de un uso generalmente más técnico.
Puestos a analizar el tipo de tareas que se llevaban a cabo, podríamos decir que un proceso de textos viene a ser como una máquina de escribir en edición corregida y mejorada: su metodología permite disociar la fase de introducción de texto de la representación del mismo sobre un papel, lo que permite una productividad muy superior. En lugar de escribir una carta cada vez que aparece directamente sobre el papel y nos obliga a recurrir al popular Tipp-ex para enmendar posibles errores, el procesador de textos permite componer un texto en pantalla, e imprimirlo todas las veces que queramos, con posibles cambios y correcciones parciales. Sin duda, el proceso de textos representaba un enorme avance en productividad. El análisis de una hoja de cálculo nos llevaría prácticamente a las mismas conclusiones: en realidad, se trata básicamente de una “calculadora con esteroides” capaz de almacenar en su memoria una cantidad casi ilimitada de operaciones encadenadas, algo que indudablemente nos permite multiplicar nuestra eficiencia cuando trabajamos con números. Pero, yéndonos a la esencia de la cuestión: ¿qué es lo que realmente cambia entre máquina de escribir y proceso de textos, entre calculadora de bolsillo y hoja de cálculo? A todos los efectos, un ordenador se consideraba una máquina destinada a hacer lo mismo que haríamos sin ella, pero mucho más rápido, con una mayor eficiencia.
El verdadero cambio se llamaba productividad. Entendida simplemente como producción por unidad de tiempo, la productividad era visto como el argumento fundamental para la adopción de tecnología, y lo fue por supuesto en el caso de los ordenadores y sus primeros clientes, las empresas. Si pensamos en las primeras áreas funcionales de las empresas que en su momento decidieron incorporar ordenadores, nos encontramos en una amplia mayoría de casos con Contabilidad y Finanzas, áreas en las que no solo se precisaba un intenso tratamiento y análisis de datos que resultaba además muy repetitivo, sino que, además, existía un requisito legal de almacenamiento de los mismos. Otras áreas, tales como Recursos Humanos, contaban también con procesos, como el cálculo de nóminas, altamente cíclicos y repetitivos, que podían beneficiarse en gran medida del poder de cálculo de los ordenadores. Su incorporación posibilitaba la programación de las secuencias de trabajos, que tras la introducción de los datos, pasaban a un tratamiento automatizado que se desarrollaba a mucha mayor velocidad. Como en el caso de la productividad personal, un ordenador era para la empresa una máquina para llevar a cabo esencialmente los mismos procesos, pero a mayor velocidad.
Para muchas, muchísimas personas y empresas, un ordenador sigue siendo exactamente lo mismo: una máquina para desarrollar las mismas tareas, pero más rápido. En realidad, la productividad de los ordenadores se manifestaba en muchos más aspectos: poder calcular más rápido en una hoja de cálculo no permitía simplemente terminar la tarea antes, sino que proporcionaba además una capacidad analítica derivada del hecho de poder visualizar más escenarios, hacer más hipótesis o llevar a cabo más pruebas que acababa redundando en una comprensión del problema muy superior.
Pero más allá de estas ganancias incrementales, consideremos ahora los tiempos en que vivimos: ¿cuál diríamos que es, en este momento, la pieza más importante de su ordenador de sobremesa? ¿Qué parte del ordenador de su despacho le hace pensar en volverse a su casa cuando no funciona? La respuesta es clara: la parte más importante de su ordenador de sobremesa está por detrás: es su cable de red. Si la red no funciona, usted mirará lastimeramente a la máquina, y pensará eso de “me voy a tomar un café, el ordenador no funciona”. En realidad, la máquina funciona perfectamente, es la conexión a la red la que no lo hace. ¿Qué nos lleva a tener esa sensación de que la máquina no sirve para nada cada vez que la red se cae? ¿Qué programas tenemos más tiempo hoy en día delante de nuestros ojos en la pantalla? Salvo casos muy específicos, la respuesta para la mayoría de usuarios será que los programas que acaparan la pantalla durante más tiempo son el gestor de correo electrónico, la mensajería instantánea y, sobre todo y cada vez de manera más patente, la gran estrella: el navegador. En muy pocos años, el ordenador ha pasado de ser una máquina destinada a la productividad, una herramienta para hacer lo mismo pero más rápido, a ser una ventana abierta al mundo, el punto a través del cual nos comunicamos, nos relacionamos, recibimos y enviamos información.
El cambio tiene una magnitud tan brutal, tan importante, como lo que supondría que, en pocos años, los automóviles dejasen de ser máquinas que nos llevan de un lado a otro y pasasen a ser utilizados fundamentalmente para calentar café: algo completamente impensable. Pero está sucediendo, y a una velocidad enorme: cada vez más, el navegador toma una preponderancia mayor, y va acaparando progresivamente una mayor cantidad de nuestras tareas habituales. Los navegadores se sofistican: se dotan de pestañas múltiples que permiten desempeñar varias tareas a la vez, adquieren nuevas funciones gracias al desarrollo de extensiones, y comienza una carrera competitiva por la cuota de mercado de los mismos que incluye a jugadores como el Internet Explorer de Microsoft, que poseía la mayor cuota de mercado, y otros más rápidos y pujantes en su desarrollo, como el Firefox de la Mozilla Foundation, heredero del antiguo Netscape, o jugadores interesantes como Apple (Safari), Opera, o Google (Chrome). Cada vez más, el navegador, unido a unos servicios en la red cada vez más avanzados, van haciendo que el ordenador sea menos relevante: para ejecutar un navegador y utilizar servicios online, no es necesaria una gran potencia en la máquina, lo que altera el panorama competitivo en la venta de hardware: por primera vez, el avance de la tecnología no implica necesariamente adquirir un ordenador nuevo, sino que puede llevarse a cabo sobre máquinas que incrementan su vida útil notablemente, acercándose a lo que debería ser su ciclo de funcionamiento razonable. Un ordenador, encendido casi a todas horas de manera continua, puede llegar a durar, en función de la calidad de sus componentes, unos seis o siete años, y podría seguir funcionando tras la sustitución selectiva de algunos componentes. Sin embargo, los usuarios estaban acostumbrados a un panorama en el que cada tres años como media, era preciso cambiar de ordenador si se quería instalar la última versión de sistema operativo, y no hacerlo significaba quedarse desactualizado y empezar a recibir archivos en formatos que no se podían abrir.
Además, los usuarios van pasando de escenarios tecnológicos en los que utilizaban un solo ordenador, a otros en los que pasan a utilizar varios terminales de diversos tipos: los casos en los que una persona utiliza un ordenador en su casa, otro en su despacho, un ordenador portátil cuando viaja y un teléfono móvil con capacidad de conexión empiezan a ser más norma que excepción, y definen casuísticas en las que el mejor escenario consiste en tener los datos en un repositorio central en la red, al que se puede acceder desde cada una de las máquinas sin necesidad de duplicar innecesariamente los archivos.
En estas condiciones, en 2007, la empresa taiwanesa Asus decide lanzar su serie Eee: la denominación correspondía a
“Easy to learn, Easy to work, Easy to play”
, y era pequeña, ligera, con sistema operativo Linux, y costaba únicamente unos doscientos dólares. La pequeña Asus Eee fue un enorme éxito de ventas, y se convirtió rápidamente la máquina a la que corresponde el honor de inaugurar toda una nueva categoría, la de los denominados ultraportátiles o netbooks, a la que rápidamente se apuntaron muchas otras marcas como Acer, HP o Dell. Durante el año 2008, se vendieron en el mundo dieciséis millones y medio de unidades de ultraportátiles, que pasaron a ser más de treinta y cinco millones en 2009, un crecimiento del 99%, frente a un mercado de portátiles convencionales de ciento treinta millones de unidades completamente estabilizado en crecimiento cero.