Facebook había descubierto un axioma fundamental en las redes sociales: para provocar y favorecer el uso de una red social, había que provocar y favorecer las circunstancias que creaban contexto en esa red social. Si aislamos las relaciones sociales habituales entre las personas y las sometemos a una observación fría y desapasionada, comprobaremos que una gran mayoría de nuestros gestos sociales se basan en convenciones y acciones que, en sí, poseen un valor práctico más bien escaso: una reunión social entre amigos suele consistir en actos sociales vinculados en muchos casos a la bebida y la comida, a una sucesión de chistes más o menos imaginativos, risas, bromas, comentarios de situaciones acaecidas a unos y otros miembros del grupo y, en general, a cuestiones perfectamente prescindibles, salvo por el importante detalle de que no queremos prescindir de ellas porque hacen nuestra vida mucho más agradable. Las relaciones sociales están en gran medida construidas sobre este tipo de materiales, de manera que para que una red social cumpla su función, es importante que sirva para proporcionar contexto a estas relaciones. No es lo mismo entrar en la red social para felicitar los cumpleaños y enviar un par de mensajes, que hacerlo y que te proporcione la oportunidad de enviar mil y una cuestiones entre simpáticas y entretenidas que permiten mantener viva la relación social en ausencia de contacto físico. Después de todo, el hombre es la única especie en el planeta capaz de sublimar las relaciones sociales para que éstas se mantengan sin un contacto directo, algo que no resulta trivial y en cuya base se encuentra, precisamente, la tecnología.
El año 2004 nos trae a la web otra interesantísima dimensión todavía no completamente explorada: la aparición de la información geográfica. A finales de ese año, una Google reforzada económicamente por su muy exitosa salida a bolsa de Agosto, adquiere Keyhole, una empresa de tan solo tres años de antigüedad dedicada a la visualización de datos geoespaciales, e incorpora a su cartera de productos Google Maps y Google Earth, capaces de permitir una navegación en mapas con un interfaz de manejo espectacular. La incorporación de la información geográfica a la web coincide en el tiempo con la popularización de la tecnología de geoposicionamiento por satélite o GPS: en un año, el GPS pasa de ser un costoso instrumento cuasiprofesional, a convertirse en la estrella de las compras navideñas. La combinación de dispositivos GPS cada vez más baratos e integrados en teléfonos móviles y las herramientas de la web geográfica están posibilitando un desarrollo enorme de combinaciones, y permitiendo una dimensión aún escasamente explorada: la de un Internet sensible al espacio, en el que podamos buscar cosas, por ejemplo, en función de que estén más o menos cerca de nosotros o de nuestro barrio, otorgando unas importantísimas posibilidades de desarrollo futuro a la llamada “Internet local”.
En 2006, otra adquisición de una Google convertida ya en un líder sólido introduce con una enorme fuerza uno de los contenidos que en la actualidad aparecen dotados de un mayor dinamismo: el vídeo. La empresa adquirida, YouTube, era una pequeña startup que unos amigos habían creado tan solo un año antes, tras una fiesta en casa de uno de ellos en la que varios de los asistentes llevaban cámaras de vídeo. Al día siguiente, algunos de los asistentes quisieron compartir los materiales grabados la noche anterior, y se encontraron con una patente limitación: el correo electrónico era demasiado limitado para el manejo de ficheros de vídeo. Muchas cuentas de correo limitan el tamaño de los ficheros adjuntos, y el vídeo se caracteriza precisamente por la generación de archivos voluminosos. La opción de situar los archivos en un servidor para su descarga era también compleja, o excedía al menos las habilidades y disponibilidades de una amplia mayoría de usuarios de la web. La opción ideal, además, era la de ver directamente los vídeos desde el lugar en que estuviesen almacenados, sin tener que solicitar su descarga y esperar a que se completase para empezar a verlos. Con tales premisas, crearon una página simple a la que los usuarios podían subir los vídeos, y en la que éstos eran convertidos al ya entonces prácticamente ubicuo formato Flash, que podía ser visualizado en la gran mayoría de los ordenadores en cualquiera de las plataformas habituales. La plataforma tenía, además, funciones sociales: un usuario podía definir amigos, y compartir con ellos los vídeos que fuese subiendo a la plataforma, poner nota a cada vídeo con un sistema de estrellas, y la interesante posibilidad de integrar (“embeber”) los vídeos en cualquier otra página.
El éxito del sitio fue impresionante. En muy poco tiempo, millones de usuarios habían poblado YouTube con todo tipo de vídeos, que aparecían además por doquier en miles de páginas en la red, y el sitio sostenía unos ritmos espectaculares en cuanto a número de usuarios y materiales disponibles. Los usuarios, además, hacían un uso prácticamente mínimo de las funciones sociales: casi todos ellos compartían sus vídeos con toda la red, sin restricciones de ningún tipo. Los intentos de otros competidores, incluida la propia Google, de crear sitios similares no fueron capaces de rivalizar en ningún momento con las dimensiones de YouTube, que aparecía como un gigante tanto en el volumen de material que manejaba como en el ascenso de los costes de ancho de banda que debía afrontar para distribuir un número de vídeos tan elevado. Finalmente, en Noviembre de 2006, Google hizo una oferta por la compañía por valor de 1.650 millones de dólares en forma de cotizadísimas acciones de Google, que los fundadores del sitio aceptaron sin pestañear. En el período que iba desde Febrero de 2005 hasta Noviembre de 2006, algo menos de dos años, Steve Chen, Chad Hurley y Jawed Karim habían pasado de empleados de PayPal a multimillonarios. El mismo día del anuncio de la operación, los dos primeros publicaron un vídeo en el que, en pleno ataque de risa histérica, agradecían a los usuarios su contribución: lo que realmente valía dinero en YouTube no era la plataforma, relativamente sencilla en su desarrollo, sino el enorme inventario de vídeos de todo tipo con el que los usuarios la habían llenado (y continúan haciéndolo a un ritmo que supera las veinte horas de vídeo cada minuto que pasa), y que la había convertido en el mayor repositorio de vídeo jamás puesto a disposición de la Humanidad.
El éxito de YouTube resulta sumamente significativo: el desmesurado coste que representaba almacenar y servir a los visitantes la inmensa cantidad de vídeos que solicitaban la situaba muy lejos de la rentabilidad, pero alguien como Google, incapaz de competir con ella con su propia iniciativa, Google Video, llegaba, ponía 1.650 millones de dólares encima de la mesa, y convertía en ricos a sus fundadores, evocando de nuevo la archifamosa burbuja de finales de los 90 que todos los escépticos sacaban a relucir en estos casos. ¿Qué llevaba a una empresa cotizada en bolsa y con accionistas y directivos supuestamente en sus cabales a desembolsar una gran cantidad de dinero para hacerse con una página web creada hacía menos de dos años, y que perdía una barbaridad de dinero cada minuto que pasaba, cada vez que sus millones de visitantes hacían clic en uno de sus infinitos vínculos? La respuesta, contrariamente a lo que algunos pretendían, no estaba relacionada con ningun tipo de enajenación mental transitoria, sino con algo denominado “economía de la atención”: YouTube representaba la primera televisión a escala planetaria, un canal que podía ser visto por personas de todo el mundo, y que a su vez contenía un infinito número de canales, administrables de todas las maneras imaginables: podía regular qué vídeos servía en que lugares, a qué usuarios, y qué contenido los rodeaba o era recomendado con ellos.
Finalmente, en Octubre de 2009, se desveló el misterio: en realidad, Google no pagaba prácticamente costes de ancho de banda por el vastísimo flujo de información generado por YouTube, sino que lo convertía en tráfico intercambiado con otros proveedores de acceso a la red a través de la enorme red de fibra que Google había ido adquiriendo a lo largo del tiempo. YouTube había llegado a un punto en el que el crecimiento, lejos de convertirse en un problema, le resultaba beneficioso. Y obviamente, había redefinido los hábitos de toda una generación, que cada vez que deseaba acceder a un contenido audiovisual, se iba directamente a esa página. Actualmente, YouTube protagoniza una auténtica redefinición de hábitos de consumo: resulta cada vez más frecuente verlo como punto central de ocio de personas de distinta composición demográfica, desde niños que buscan contenidos de entretenimiento hasta adolescentes buscando música, pasando por adultos que comparten vídeos graciosos o momentos nostálgicos de cuando eran niños. YouTube es el mayor repositorio de contenidos en vídeo del mundo, la auténtica “Biblioteca de Alejandría del vídeo”, y sus posibilidades solo están empezando a ser exploradas.
Para una empresa como Google, que se preciaba de querer “organizar la información mundial para que resulte universalmente accesible y útil”, YouTube representaba el dominio de un tipo de contenido en tan franco crecimiento como el vídeo, como adquirir la mayor cadena de televisión del mundo, libre además de restricciones geográficas. El hecho de que dicha cadena de televisión no fuese todavía capaz de ganar dinero se reducía, en la mentalidad de Google, a la proyección de ese mismo adverbio de tiempo, “todavía”. Un adverbio cuya importancia en la evolución tecnológica y en nuestra asimilación de la misma deberíamos seguramente tener en buena consideración: la diferencia entre los escépticos más recalcitrantes y los auténticos visionarios tecnológicos está en la interpretación de ese adverbio, en la estimación no de lo que la tecnología va a permitir, sino del cuándo va a hacerlo.
“La misión de Google es organizar la información mundial para que resulte universalmente accesible y útil.”
Larry Page y Sergey Brin (1999)
Google es una historia reciente, de desarrollo vertiginoso, y que casi todo el mundo conoce. Todo en la empresa es como una película en cámara rápida: en once años, Google ha pasado de ser un proyecto en la cabeza de dos estudiantes doctorales de Stanford, a ser el motor de búsqueda utilizado por la gran mayoría de la población en casi todos los países del mundo, una de las mejores empresas para trabajar según la revista Fortune, una de las mejor cotizadas en los mercados financieros, y una de las más fuertemente vigiladas por las autoridades antimonopolio. Jocosamente, hay quien habla de un AG y un DG, un Antes de Google y un Después de Google, algo que, al menos en lo concerniente a la historia de Internet, es decididamente así.
Ante tan vertiginosa evolución, no resulta sorprendente darse cuenta de que la gran mayoría de las personas que utilizan Google todos los días o escuchan hablar de ella no sepan, en realidad, como funciona. Para el usuario medio, el funcionamiento de Google es un misterio: no entienden cómo es capaz de brindar los mejores resultados en su buscador ni cómo puede valer tanto una empresa que no cobra prácticamente nada a sus usuarios. Pero tampoco se preocupan demasiado por entenderlo. Es como si el rutilante éxito de Google prevaleciese sobre la necesidad de explicación alguna para sus usuarios: funciona, y ya está. Para las empresas, sin embargo, no es así: en muchos países del mundo, tener una buena posición en Google cuando tus clientes potenciales buscan determinadas palabras significa ya la diferencia entre el éxito y el fracaso. Cada día más, lo que no aparece en Google, no existe.
Situémonos en la cabeza de sus fundadores en 1999: hacer un doctorado en una de las universidades más prestigiosas de los Estados Unidos es una experiencia sumamente intensa. Los estudiantes doctorales llegan al punto de obsesionarse con sus temáticas, de vivirlas muy intensamente, y porqué no, de odiarlas también en determinadas ocasiones. Y uno de los momentos más importantes en esa denominada
“grad-student life”
, o “vida del estudiante doctoral”, es la decisión del tema de investigación. Así, cuando Larry Page y Sergey Brin empezaron a barajar la hipótesis de que analizar las relaciones en forma de enlaces entre páginas web era una mejor manera de calcular la relevancia que simplemente contar el número de apariciones de una palabra en ellas, cayeron en seguida en la cuenta de que tenían entre las manos algo muy importante.
Para entender la importancia de este hecho, demos un paso atrás e intentemos entender el funcionamiento de algo tan fundamental en la web como un motor de búsqueda: para desarrollar su trabajo, un motor de búsqueda no puede salir a buscar lo que un usuario le pide cada vez que éste introduce un término en la cajita correspondiente. Con la dimensión de la web, encontrar en tiempo real cuál es la página más relevante a ese término sería algo que llevaría no horas, sino seguramente días: los usuarios tendrían que enviar sus consultas y quedarse esperando a recibir el resultado, algo impensable. En su lugar, lo que hace un buscador es construir un índice, una base de datos propia, una especie de copia referenciada de la web. Para ello, desarrollan unos programas denominados “arañas”,
“bots”
,
“spiders”
o
“crawlers”
, que llegan a una página y realizan un análisis de ésta, que suele denominarse
“parsing”
o, en versión castellano imposible, “parseado”. Esto consiste en la obtención de métricas como las frecuencias de las palabras existentes en la página, la eliminación de artículos y otras palabras irrelevantes, las distancias relativas entre términos, la importancia o peso de los mismos en función de que estén en un título o en el cuerpo del texto, etc., que son inmediatamente almacenadas en una base de datos junto con la dirección de la página. Cuando la araña termina el análisis de una página, simplemente toma un vínculo en ella, y se desplaza a otra página. Al llegar a la nueva página, debe primero comprobar si se encuentra ya en la base de datos. Si efectivamente es así, comprobará la versión existente en la base de datos con respecto a la que ha encontrado en la web, verificará la fecha de la última actualización, y si no ha habido cambios, continuará a la siguiente página. Si por el contrario, los ha habido, actualizará la base de datos con los cambios correspondientes. Así, paso a paso, a una velocidad vertiginosa, la araña acaba construyendo una base de datos en la que se encuentran los análisis de una gran cantidad de páginas de la web. Una base de datos sobre la que, con la suficiente memoria y capacidad de proceso, sí es posible lanzar consultas con respecto a un término específico con posibilidades de devolver resultados en un tiempo razonable. Esta base de datos, o índice, es objeto de una gran competencia entre los diferentes motores de búsqueda: lógicamente, a mayor índice, mayor cobertura y mejores resultados.