Tormenta de sangre (15 page)

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

Pero Malus ya no lo escuchaba, atrapado en una ola de fría y clara furia que se llevó el dolor y el miedo.

—Aparta de mí esa bendición y guárdala para alguien que la merezca más. Fue Nagaira quien me convirtió en su títere, quien me habló del cráneo que tenías y quien me proporcionó los medios para violar tu sanctasanctórum. Es ella quien merece tus atenciones. Yo no fui más que la espada en su mano. —Mientras hablaba, en su mente adquirió forma un plan—. Deseo purgar mis crímenes, hermano. Deseo purificar mi alma con la sangre de la impía. Si detienes tu mano, os recompensaré a ti y al templo con un rico regalo de matanza que te ganará el favor de Khaine.

Un estremecimiento recorrió a los sacerdotes que allí se habían reunido, pero la expresión de Urial era severa.

—¿Le imploras misericordia a un servidor de Khaine?

—¡No! Le pido la oportunidad de servir a su causa y proporcionarle un sacrificio aún más grandioso ejecutado en su nombre. —Miró a su hermano a los ojos—. ¿Y si te dijera que el culto de Slaanesh medra dentro de los muros del propio Hag?

Los ojos de Urial se entrecerraron con suspicacia.

—Hace mucho que el templo sospecha eso. Nuestros agentes buscan señales de los apóstatas dentro del Hag y en todas partes.

—La mancha es más profunda de lo que tú sabes, hermano. Llega hasta las casas más poderosas de la ciudad —replicó Malus—. Detén tu mano, y yo podré entregártelos... Nuestra hermana Nagaira es tenida en alta estima por ellos. Piensa en eso. Imagina qué víctima de sacrificio sería ella. —Pasado un momento, añadió —: Y hay más.

El aire se inundó de susurros cuando los sacerdotes reaccionaron ante la noticia. Urial los silenció con una mirada.

—¿Más? ¿Qué más puedes ofrecer? —Yasmir.

Urial se puso rígido y después se lanzó hacia Malus con una velocidad sorprendente para las deformidades que le retorcían el cuerpo.

—¡Te atreves a cuestionar su honor, Darkblade! ¡Ella, que es pura y amada ante el dios!

—¡No! ¡No me refería a eso! ¡Detén tu mano! —Malus bajó la voz para que sólo Urial pudiera oírlo—. Quiero decir que puedo traerla hasta ti.

Urial miró a Malus con los ojos muy abiertos, llenos de incomprensión.

—Sus pensamientos pertenecen sólo a Bruglir —dijo, rígido—. Y rehusa renunciar a él.

—Por supuesto —asintió Malus—, por supuesto. Sabes eso tan bien como yo. Pero a todos los guerreros les llega el momento de contemplar el rostro de Khaine, ¿no es así?

Urial clavó la mirada en los ojos de Malus con expresión inescrutable.

—Así es. Así es, en efecto —susurró.

—Eso puede disponerse, hermano. Yo puedo encargarme de ello. Pero necesitaré tu ayuda. Mi plan requiere un brujo de gran destreza. —Intentó encogerse de hombros, pero había olvidado el efecto paralizante de las agujas—. Confieso que había planeado emplear a Nagaira en mis planes, pero esto es mucho más adecuado. Incluso puede verse la obra de la mano de Khaine en esto.

Pasado un largo momento, Urial bajó la daga. En sus ojos brillaba algo, pero Malus no sabía si era deseo o demencia. Quizá había poca diferencia entre ambos.

—Tal vez —dijo Urial, al fin—. No puedo negar que tu oferta constituiría un glorioso regalo para Khaine. Tampoco puedo negar que tienes más sinuosidades que una víbora. Todo esto podría ser una mentira.

Una vez más, Malus inclinó la cabeza respetuosamente.

—Es así, y no puedo convencerte de lo contrario. De todos modos, deberías preguntarte qué tienes que perder si miento, y qué ganarás si digo la verdad.

La expresión de Urial cambió. No sonrió, pero sus duras facciones se suavizaron ligeramente.

—Bien dicho, hermano —replicó al mismo tiempo que les hacía un gesto a los sacerdotes—. Tengo poco que perder si te dejo vivir un tiempo más. Pero, dime, ¿cómo nos entregarás a los apóstatas?

Los sacerdotes de Khaine rodearon a Malus, lo aferraron con las manos ensangrentadas y lo alzaron del lecho de dolor. Su grito de sufrimiento se transformó en una áspera risa de triunfo.

—¿No lo he mencionado antes, hermano? Mañana debo ser iniciado en el culto.

9. El regalo de la bruja

Malus aguardaba en las sombras y se preparaba para la batalla que se avecinaba. Nagaira se había puesto furiosa al enterarse de su huida. Para cuando acabó de trazar planes con Urial y salió de la torre de su hermano, la medianoche ya había quedado muy atrás. Así pues, no pudo hacer nada más que atravesar los terrenos de la fortaleza y entrar en su propia torre para informar a sus hombres del papel que ellos desempeñarían en la inminente iniciación. Dejó el Octágono de Praan guardado bajo llave en un baúl de madera férrea que tenía en sus aposentos, y cruzó el estrecho puente ventoso que conectaba su torre con la de la hermana. Los guardias no se sorprendieron al oír que llamaba a la puerta. Desde el momento en que Nagaira se dio cuenta de que se había marchado, les había dado orden de que montaran guardia por si aparecía.

Malus se reclinó en el respaldo de la silla y sonrió al pensar en la cólera de la hermana. Nunca antes la había visto tan enfadada: le lanzó preguntas como si fueran rayos para exigirle que diera cuenta de todos sus pasos desde que había salido de la torre. La había apaciguado un poco al decirle que estaba dispuesto a aceptar la iniciación. Por un momento, se había mostrado complacida, y luego su interés se había agudizado más que una navaja, y la bruja había exigido saber cómo había salido de su propiedad sin que ella se diera cuenta. Eso había llevado a una sarta de amenazas y maldiciones, tanto explícitas como insinuadas, que había durado gran parte de la noche, hasta que finalmente ella había llamado a sus guardias y lo habían confinado en sus aposentos para que aguardara el momento previo a la unción de Slaanesh.

Al atardecer siguiente, pasó por la habitación una procesión de sirvientes que le llevaron ropa, comida y libaciones para prepararlo para la ceremonia. Los esclavos le quitaron la armadura, el kheitan y los ropones, y lo cubrieron con un hábito de costoso lino blanco tileano, al que ciñeron un cinturón de cuero repujado que no se parecía a nada que hubiese visto antes. Le colocaron una diadema con seis piedras preciosas alrededor de la cabeza, y se encendieron braseros que inundaron el aire de aromático incienso. Allí lo dejaron, esperando en silencio, respirando el aire especiado que le causaba hormigueo en la piel mientras las hierbas surtían efecto sobre su cuerpo y su mente.

Pasaron horas durante las cuales Malus escuchó el ajetreo de esclavos y sirvientes, fuera de la habitación, debido a los preparativos que hacía Nagaira para el ritual. Luego, al aproximarse la medianoche y cuando las ascuas de los braseros comenzaban a apagarse, la puerta de la estancia se abrió de par en par, y Nagaira entró como un viento frío. A diferencia del aspecto seductor que había lucido en la fiesta, entonces se comportaba como una sacerdotisa, e iba ataviada con ropones blancos y un peto de oro batido que tenía labradas runas mágicas. Esa vez se cubría el rostro con otra máscara, un cráneo más pequeño pero en nada menos atemorizador que el del hierofante, y como él, llevaba una copa llena hasta el borde en las manos.

—La hora se acerca, suplicante —declaró con tono grave—. Bebe conmigo mientras esperamos al Príncipe del Placer.

Malus consideró cuidadosamente sus opciones. Era probable que el vino contuviera droga, pero no se le ocurría ninguna excusa plausible para rechazarlo. Tomó la copa con cuidado y bebió sin pronunciar palabra. El vino era espeso y dulce, con un regusto a resina. «Más vino de comerciantes», pensó, al mismo tiempo que reprimía una mueca. El noble le devolvió la copa a la bruja y se sorprendió al ver que también bebía.

—Todos somos uno solo en el crisol del deseo —dijo ella al ver la expresión del rostro de él—. Después de esta noche, estaremos unidos por lazos más estrechos que los familiares, seremos más íntimos que los amantes. Como tú te consagras al Príncipe, él se consagrará a ti, y tu devoción obtendrá una recompensa seis veces mayor. La gloria aguarda, hermano. Todos tus deseos serán satisfechos.

—Así lo imploro, hermana —replicó él con una sonrisa lobuna—. Con todo mi corazón.

Un suplicante ataviado con ropón entró entre susurros y se inclinó ante Nagaira. Malus se sorprendió al ver que el druchii no llevaba máscara, y lo reconoció como uno de los guardias personales del drachau.

—El Príncipe aguarda —dijo a la vez que le dedicaba a Malus una sonrisa de complicidad.

Nagaira le tendió una mano a Malus.

—Ven, hermano. Es hora de que nos unamos a la fiesta.

Malus la tomó de la mano. Cuando ella se volvió para conducirlo fuera de la habitación, él se palpó velozmente los ropones para confirmar que aún tenía la daga bien oculta.

Descendieron una vez más hasta la base de la torre, caminando en silencio y atravesando sombras. Todas las luces brujas habían sido amortecidas y, pasado un rato, Malus se sintió como si lo llevaran por un mar de oscuridad, arrastrado por una mano de relumbrante alabastro. «Es el vino», pensó, mientras intentaba enfocar el entorno. Cuanto más se concentraba, más se fragmentaba el foco, como si intentara coger una masa de mercurio. Ni siquiera la cólera le servía, ya que relumbraba como una ascua a punto de apagarse, mortecina y sin calor.

Antes de que se diera cuenta, ya habían llegado al pie de la larga escalera de caracol. La alta estatua bañaba la oscura estancia con su propia luz fría, iluminada por dentro con su particular brujería. Esa luz brillaba mortecinamente sobre cascos y petos, puntas de lanza y hombreras. Filas y más filas de los guerreros de Nagaira presenciaron el descenso, con las caras iluminadas por fuego transparente.

Bajaron lentamente por la estrecha escalera oculta. Se sumergieron en un aire húmedo y dulce, con sabor a incienso y piel ungida. Una extraña música de instrumentos de viento ascendía desde la oscuridad. Era inquietante y discordante, una canción compuesta para oídos inhumanos que le daba dentera e inundaba su corazón con un terrible anhelo tan ajeno como irresistible para él.

Cuando giraron en el último recodo, tuvo la impresión de estar contemplando luz de estrellas. Las manos de los suplicantes reunidos sujetaban en alto pequeños globos de luz bruja que proyectaban sobre ellos extrañas sombras y cambiantes corrientes de luz. Ninguno llevaba máscara salvo el terrible hierofante, que se encontraba al otro lado de la estancia, más allá de un mar de cuerpos que ondulaban lentamente. El suelo de piedra estaba cubierto de esclavos que se contorsionaban, adormecidos por el incienso y enardecidos por la extraña melodía de las flautas sobrenaturales.

En el momento en que lo vieron, los suplicantes comenzaron a salmodiar una letanía grave que estremeció el aire como enloquecedor contrapunto de las flautas. Una extraña tensión crepitó en el aire de la estancia, y Malus sintió que se le erizaba el pelo de la nuca. Había una especie de presión que sentía sobre el cuello y los hombros, como si el blasfemo canto hubiese atraído la atención de un ser que se movía en un territorio que escapaba a la comprensión de los mortales. Una sensación de pavor comenzó a deslizarse dentro del corazón de Malus. Se llevó los restantes efectos del vino drogado, pero en su lugar le dejó un miedo atávico que amenazaba con despojarle de fuerza las extremidades.

Los suplicantes se separaron para dejarlos pasar a él y a Nagaira. Ella lo arrastró consigo hacia el hierofante, que estaba acompañado por dos ayudantes. Uno de ellos tenía un azote de cuero con las colas consteladas de puntas de plata; el otro sostenía una jofaina de oro y una curva daga de hueso. El hierofante tenía las manos unidas al frente, y los pálidos y largos dedos se agitaban lánguidamente, como las patas de una araña a punto de cazar. Malus experimentó una repentina conmoción de reconocimiento. ¿Era posible?

Nagaira hizo una reverencia ante el hierofante.

—Vengo a traer regalos para el Príncipe que Aguarda —entonó—. ¿Acudirá?

La salmodia y las flautas callaron, y se hizo un silencio pesado y opresivo. Malus percibió que aumentaba la terrible presencia que flotaba en la estancia. Su visión pareció ondular cuando los contornos de algo presionaron contra el tejido de la realidad, y el noble sintió que se le helaba el corazón.

—El Príncipe acudirá —entonó el hierofante, al mismo tiempo que alzaba las manos hacia el techo.

Los suplicantes gritaron con júbilo y terror combinados, y un espantoso gemido inundó la oscuridad de la sala. Luego, se oyó un tremendo crujido de mortero y piedra, y el aire tembló con extáticos gritos de guerra.

—¡Una llamada de sangre se responde con carne hendida! Los
draichnyr na Khaine
tomaron la estancia por asalto; entraron en torrente a través de brechas abiertas en las paredes, con las curvas
draichs
en alto. Los guerreros iban ataviados con pesadas cotas de malla reforzada con hombreras, peto y yelmo de latón. Las grandes espadas se agitaban como varas de sauce y abrían un sangriento sendero entre los aterrorizados esclavos que se encontraban en el perímetro de la estancia.

Malus se soltó de la mano de Nagaira y dirigió un puñetazo hacia un costado del cráneo que llevaba en la cabeza. El movimiento le pareció pesado y torpe, y el golpe sólo impactó de soslayo sobre el hocico óseo del cráneo y lo torció. «Malditas drogas», pensó Malus. Nagaira retrocedió ante el golpe, también maldiciendo y momentáneamente cegada por la máscara torcida. Mientras ella manoteaba el cráneo de macho cabrío, Malus sacó la daga que llevaba entre los ropones.

Se oyó un tremendo alarido que atravesó el pandemonio y cauterizó el aire con su poder. Al volverse, Malus vio que el hierofante agitaba una botella de pesado vidrio oscuro por encima de la cabeza. El noble sentía el odio del sumo sacerdote como si fuera la punta candente de una lanza que le presionara la piel.

—Madre de la Noche, ¿qué hace?

—Saciar su sed de venganza —replicó Tz'arkan con frialdad—. ¿Esperabas que el ungido de Slaanesh estuviera indefenso?

Antes de que Malus pudiera responder, el hierofante chilló una invocación que le hirió los oídos como el restallar de un rayo, y luego vio que el sumo sacerdote estrellaba la botella contra el suelo de piedra. Del vidrio roto ascendió una espiral de niebla púrpura que se expandió y adquirió fuerza al crecer.

En el humo había rostros, obscenas caras de sonrisa lasciva que se burlaban de los sentidos de los mortales. Malus gruñó una breve maldición. La botella era un recipiente mágico que contenía los espíritus prisioneros de una horda de aterradores demonios.

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