Tormenta de sangre (12 page)

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

—Morhaut —gruñó Malus, ceñudo—. Por supuesto. Debería haberlo sabido.

El noble sintió que el demonio se removía dentro de su pecho.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

Malus resistió el impulso de arrojar el libro antiguo al otro lado de la sala.

—Porque es poco más que una leyenda, y nunca ha vuelto a verse a ninguno de los druchii que han salido a buscar el islote.

Se puso de pie de un salto y se encaminó hacia un gran mapa que colgaba de una de las paredes del sanctasanctórum, en un marco de madera.

—El verano pasado, durante la incursión esclavista, oí contar varias versiones de la historia —dijo mientras sus ojos vagaban por la gran extensión de pergamino amarillento—. Es un islote de barcos perdidos de la época de la Primera Guerra, rodeado de mortíferos escollos y nieblas impenetrables.

El noble pasó un dedo a lo largo de la recortada costa oriental de Naggaroth, luego siguió por la costa nordeste, desde los estrechos cercanos a Karond Kar, por una gran extensión de violento mar gris.

—Madre de la Noche —maldijo en voz baja—. Necesitaré toda una flota. Barcos incursores, guerreros, y también maldita brujería.

—¡Qué grandioso! —se burló el demonio—. Dejas que una pequeña degustación de adoración se te suba a la cabeza, o simplemente estás buscando una razón para saquear más mi tesoro.

—¡Ojalá fuera cierto eso! —gruñó Malus—. Les arrojaría hasta tu última pizca de oro a los esclavos del barrio del Mercado si con eso pudiera hallar fácilmente tus malditas reliquias. No, las aguas del norte hierven de bárbaros. Un solo barco no duraría una semana en esos mares.

—¿Bárbaros?

Malus asintió con la cabeza.

—Los piratas de Norsca reclaman los mares del norte como propios, y hay fortalezas bárbaras en casi todas las islas. En el verano bajan hacia el sur y efectúan incursiones costeras contra Ulthuan y los territorios humanos, más o menos como nosotros. Algunas de las hordas más temerarias incluso hacen incursiones en Naggaroth, de vez en cuando, y atacan nuestros barcos corsarios cuando regresan cargados con el botín.

—¿De verdad? Ya veo por qué no te gustan mucho. Se parecen demasiado a los druchii.

—No se nos parecen en nada —le espetó Malus—. Nosotros atacamos otros territorios para conseguir oro y carne con que sustentar nuestro reino. Los débiles sufren para que los fuertes puedan sobrevivir: es la ley del mundo, y nosotros somos sus mejores depredadores. Esos bárbaros existen sólo para destruir. Queman y asesinan sin razón, sin propósito. Son destructivos e ignorantes, como animales. —El ceño del noble se frunció aún más—. Los peores de entre ellos son los skinriders.

—Pareces todo un experto en esos bárbaros humanos —se burló el demonio—. Para ser un erudito, tienes extraños intereses.

—Los skinriders has sido una espina clavada en el costado de Naggaroth durante años; hacen presa en nuestros barcos cuando regresan a casa cargados de carne para nuestros mercados —replicó Malus, con acritud—. Cogen la piel de otros para cubrirse el supurante cuerpo en carne viva. Adoran al dios demonio de la pestilencia y son recompensados con una fuerza y una vitalidad terribles. Pero la piel se les cae del cuerpo enfermo como cera podrida, y sufren una constante agonía a menos que puedan cubrirse la carne viva con una piel no contaminada. Son las recompensas que obtienen por depositar su fe en las palabras de demonios.

—Me insultas, pequeño Darkblade. Yo estoy entre los más honorables de los seres. He obedecido al pie de la letra cada una de tus solicitudes, ¿no es cierto? No me culpes a mí por tu falta de imaginación o ingenio. ¿Acaso esos skinriders no son poderosos guerreros bendecidos por su deidad patrona?

—Lo son. De hecho, infestan los mares del norte como una plaga, e incluso los otros incursores les pagan tributo en pieles y víctimas de sacrificio. En efecto, la leyenda dice que su fuerza es tan grandiosa y su brujería tan potente que se han apropiado de la isla más peligrosa de la región de sus fortalezas.

—El islote de Morhaut.

—Ahora comienzas a ver la envergadura del reto que tengo ante mí —replicó Malus, ceñudo—. Así pues, una flota, soldados y un brujo. Y pronto, condenadamente pronto. El deshielo de primavera comienza dentro de poco más de una semana, y los corsarios de Ciar Karond se harán a la mar en cuanto puedan.

—Ah, sí. La arena cae dentro del reloj. Debes hallar otro modo, Malus. No hay tiempo para planes tan elaborados.

Al recordar dónde estaba, Malus miró hacia la ventana más próxima y vio que el cielo había palidecido casi hasta la tonalidad gris de la mañana. Sin duda, los esclavos, en los niveles inferiores de la torre, estaban despertando y preparándose para el día.

—Tengo pocas alternativas, demonio —gruñó Malus mientras corría de vuelta al diván y devolvía el libro al sitio que había ocupado en el suelo—. No puedo reunir yo solo una fuerza semejante. Debo convencer a algún otro para que me la proporcione.

—Las celebraciones te han trastornado el juicio, pequeño druchii. ¿Quién va a proporcionarte un poder como ése? ¿El drachau? ¿El propio Rey Brujo? —Tz'arkan rió, burlón.

—Tendría más suerte con mi propio padre —replicó Malus con amargura. De repente, se irguió, con las oscuras cejas fruncidas—. Por otro lado...

El demonio se removió debajo de sus costillas.

—¿Sí?

Malus sonrió como un lobo.

—Soy un estúpido. Todas las piezas están justo delante de mis narices. Sólo tengo que comenzar a tirar de algunos hilos. Es perfecto.

El noble sintió que el peso de la atención del demonio se posaba sobre él como un manto de hielo.

—¿Qué locura estás considerando ahora? ¡Dímelo!

Malus corrió hacia la puerta mientras su mente trabajaba con ahínco y las piezas del plan se unían. A pesar de lo cansado que estaba, ese día no dormiría.

—Lo primero es lo primero —dijo, tanto para el demonio como para sí mismo—. Si no vuelvo a la cama antes de que despierten los esclavos, las cosas pueden ponerse realmente incómodas.

* * *

En el fondo de la plaza, un esclavo gritó de terror e hizo volar la arena manchada de sangre al lanzarse hacia un lado cuando el gélido cargó. El joven humano casi logró esquivarlo, pero calculó el salto con un segundo de retraso y las mandíbulas del nauglir se cerraron sobre las roñosas piernas del hombre. Los colmillos afilados como navajas y largos como cuchillos cortaron ambas extremidades justo por debajo de las rodillas, y lanzaron al hombre al aire, girando en medio de una brillante fuente de sangre. El jinete del gélido, ataviado con armadura negra, tiró de las riendas para detener la enloquecida carrera de la montura y dar la vuelta hacia el esclavo, mientras los nobles de las tribunas siseaban con desprecio o gritaban palabras de aliento.

La pequeña plaza se estremeció bajo el peso combinado de una docena de gélidos cuando el torbellino del juego de
shakhtila
llegó a su fin. De las seis docenas de esclavos que habían comenzado el juego, sobrevivían aún menos de un tercio y se encontraban dispersos por todo el campo. La mayoría de los supervivientes todavía aferraban endebles lanzas o espadas cortas, tenían el semblante pálido y sus cabezas giraban enloquecidamente con el fin de mantener a la vista a todos los gélidos. Malus vio que el esclavo sin piernas intentaba arrastrarse por la arena con las manos, pero dos jinetes de armadura roja pertenecientes al equipo contrario lo vieron y espolearon las monturas hacia él. El druchii que iba en cabeza blandía un sable ensangrentado, mientras que su compañero de equipo empuñaba una larga lanza. Los jinetes controlaron expertamente la velocidad de las bestias, que corrieron en una línea tan recta como la trayectoria de una flecha hacia el indefenso hombre. Antes de que el humano pudiera darse cuenta del peligro, el sable descendió con un destello y le cortó la cabeza, que el lancero que venía detrás ensartó en la punta de acero cuando el macabro trofeo aún giraba en el aire. El jinete negro bramó de impotente furia en el momento en que el lancero rojo alzó el trofeo hacia el reducido público que los miraba desde lo alto.

La plaza era una de las más lujosas de la ciudad y servía sólo a las más ricas familias de Hag Graef. Normalmente, los lujosos palcos que rodeaban la arena podían dar cabida a algo más de dos centenares de druchii con sus guardias, pero ese día los jinetes jugaban para poco menos de dos docenas de nobles, todos ataviados con brillante armadura y cadenas de plata y oro. Muchos de ellos alzaron enjoyadas copas para saludar el punto obtenido por el equipo rojo, mientras que otros picaban las delicias ofrecidas en bandejas de plata o discutían entre sí sobre los méritos de los diferentes jinetes. Eran todos jóvenes ricos que llevaban la espada con ostentoso orgullo y se conducían con la osada seguridad de todos los poderosos. Sin embargo, el noble no pudo evitar darse cuenta de que cada uno de esos hombres, con independencia de lo que estuviera haciendo, se había situado de manera que pudieran vigilar cada movimiento de la escultural mujer que se encontraba reclinada en medio de ellos.

Malus estaba de pie en lo alto de la escalera que descendía hasta los palcos desde las galerías menos distinguidas de arriba. Con un sobresalto, se sorprendió al comprobar el estado de su propio atuendo, de modo que ajustó la posición de la esmaltada armadura y la colocación de las espadas gemelas que le había regalado su hermana. Con el octágono en su poder, le había resultado relativamente fácil esquivar las protecciones de Nagaira y escapar sin dar la alarma. Silar y los otros guardias se habían sorprendido ante su repentina llegada a la torre acabada de restaurar, pero unas pocas órdenes cortantes los habían hecho correr a inquirir el paradero de la persona a quien él deseaba ver.

Silar y Arleth Vann habían insistido en que saliera con un séquito adecuado, pero, una vez más, Malus se había visto obligado a ordenarles que se quedaran en la torre. El instinto le decía que la presencia de los guardias sólo habría complicado más las cosas; lo último que necesitaba era que un noble acalorado malinterpretara una palabra o un gesto que condujeran al derramamiento de sangre. Ya tenía bastantes enemigos con los que enfrentarse.

Malus inspiró profundamente, concentró todos sus sentidos y comenzó a bajar la escalera. No menos de tres nobles saltaron para impedirle la entrada al palco, al mismo tiempo que desplazaban una mano hacia la empuñadura de la espada. «Unos estúpidos que tienen mucho que demostrar», pensó, aunque puso cuidado en que el desdén no aflorara a su cara.

Por un fugaz instante, Malus no supo muy bien cómo hablarles a los hombres. La situación representaba un complicado enredo de etiqueta: por un lado, cada uno lo superaba claramente en términos de riqueza y prestigio, pero por otro también eran guardias, y él tenía un lazo de sangre con la mujer a la que servían. Además, estaba el hecho de que probablemente él había matado a más hombres en batalla que todos los guardias juntos, y que no estaba de humor para inclinarse ante nadie.

—Apartaos, mastines —dijo con una sonrisa cómoda y un destello de amenaza en los ojos—. He venido a hablar con mi hermana.

El jefe del trío, un hombre de rasgos afilados, con dientes finamente aguzados y una hilera de aros de oro brillante en cada oreja, se inclinó hacia adelante e hizo el gesto de desenvainar una de las espadas elaboradamente ornamentadas que llevaba.

—Ésta es una fiesta privada, Darkblade. Si deseas el placer de la compañía de mi señora, ve a pedirle una cita a su chambelán, o te echaremos a la arena para que te mastique un nauglir.

Malus miró al noble a los ojos.

—Estás demasiado cerca —dijo con calma.

—¿Ah, sí? —El joven se inclinó aún más, casi hasta que su nariz tocó la de Malus—. ¿Te hago sentir incómodo?

Malus aferró el codo del brazo de la espada del noble con la mano izquierda y le dio un puñetazo en la garganta con la derecha. Al guardia se le salieron los ojos de las órbitas y se dobló por la mitad, presa de arcadas y jadeando. Malus empujó al hombre para lanzarlo contra uno de sus compañeros, y ambos cayeron uno sobre otro.

El tercer guardia abrió más los ojos. Antes de que lograra desenvainar siquiera a medias la espada, Malus avanzó rápidamente hacia él, hasta que casi quedaron nariz con nariz. El noble dio un paso atrás en un intento de dejar el espacio suficiente para acabar de desenvainar la espada, y Malus lo ayudó con un fuerte empujón en medio del pecho. El guardia lanzó un alarido y retrocedió con paso tambaleante, tropezó con un par de guardias que estaban sentados y soltó la espada.

Unos gritos coléricos inundaron el palco, y se oyó el raspar de una docena de espadas al salir de la vaina, pero la voz sedosa de una mujer atravesó el tumulto por encima del ruido de la pelea y el estruendo del combate de abajo, y detuvo en seco a todos los hombres.

—¡Basta! ¡Basta! Si mi hermano desea tanto hablar conmigo que arriesga su preciosa piel, escucharé lo que tenga que decir.

Los guardias se quedaron inmóviles. Incluso el hombre al que Malus había golpeado en la garganta logró contener las arcadas y los jadeos. La presencia de ella inundaba el palco como un estallido de fría luz solar, y los nobles se sometieron de inmediato. Volvieron a lo que hacían antes de la repentina interrupción, y abrieron un sendero para que Malus se aproximara a la reclinada figura de su hermana Yasmir.

Ella lo observaba con expresión de leve curiosidad, y a pesar de sí mismo, Malus se sintió como si lo estuviesen arrastrando al interior de los grandes ojos violeta de ella. En ese momento, se dio cuenta de que el atractivo mágico que Nagaira había usado con él en la fiesta no constituía más que una débil imitación del encanto hechicero de Yasmir. Era en todo la belleza druchii ideal: esbelta y sensual, con una piel de alabastro perfecta y un rostro de huesos finos que parecía relumbrar contra el telón de fondo de su lustroso cabello negro. Ni siquiera la atemorizadora presencia de Eldire podía compararse con ella, ya que se había construido una personalidad pública basada en la magia, la enorme influencia y el artificio. En el caso de Yasmir, el atractivo que poseía no requería esfuerzo, como la luz solar que brilla sobre la superficie de un glaciar. Tenía la certeza de que en ella había un enorme peligro, pero a pesar de todo estaba ciego ante tal eventualidad.

—Bien hallada, hermana —logró decir mientras se esforzaba por recobrar la compostura.

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