Tormenta (26 page)

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Authors: Lincoln Child

Tags: #Aventuras, Intriga

En lo siguiente que se fijo fue en la actividad beta. Estaba presente en la región frontocentral, y aunque cuantitativamente quizá fuera mayor de lo habitual no excedía los parámetros normales. Ninguna serie de ondas destacaba por sus asimetrías o irregularidades.

Mientras su vista recorría las páginas, siguiendo los altibajos de las finas rayas negras, empezó a despertar en el una sensación que por desgracia conocía de sobra: la decepción. Estaba resultando otro callejón sin salida.

Llamaron a la puerta. Apareció una técnico de laboratorio con un grueso fajo de papeles en la mano.

—¿El doctor Crane?

—Si.

—Traigo el resto de los electroencefalogramas que pidió.

La técnico se acercó para dejarlos sobre la mesa.

Crane miró la montana de impresos, de un grosor de más de un palmo.

—¿Cuantos hay?

—Catorce.

La técnico sonrió y salió rápidamente del despacho tras despedirse con un gesto de cabeza.

Catorce. Genial. Cansado, volvió a mirar el electroencefalograma de Mary Philips.

Pasó a las ondas theta y delta, tomando la precaución de interpretar por separado cada franja de diez segundos a medida que desplazaba la vista de izquierda a derecha. La actividad de fondo parecía un poco asimétrica, cosa, por lo demás, bastante normal para un principio de test. Seguro que a la larga la paciente se estabilizaba.

Fue entonces cuando se dio cuenta. Una serie de picos prefrontales pequeños pero nítidos en las ondas theta.

Frunció el entrecejo. En los adultos, aparte de algunas ondas aleatorias de bajo voltaje, la actividad theta era sumamente inhabitual.

Echo un vistazo al resto de los resultados. Los picos de la línea theta no se reducían; al contrario, si algo hacía era aumentar. A primera vista parecían indicar una encefalopatía, o bien la enfermedad de Pick, un tipo de atrofia cerebral que acababa degenerando en el ≪afecto plano≫ y la demencia. La debilidad de la que se quejaba Mary Philips era uno de los primeros síntomas.

Crane, sin embargo, no estaba convencido. Había algo en aquellos picos que lo inquietaba.

Volvió al principio de los resultados y giro el grafico. La ≪lectura vertical≫ (examinar el electroencefalograma de arriba abajo, no de izquierda a derecha) le permitiría concentrarse en una onda cerebral concreta y su distribución, en vez de abarcar la imagen general del cerebro por hemisferios. Fue pasando lentamente las páginas, mientras su vista recorría la onda theta de arriba abajo.

De repente se quedó de piedra.

—¿Pero que es esto? —dijo.

Dejó los resultados sobre la mesa y abrió un cajón para coger una regla. Cuando la encontró se apresuro a colocarla sobre el papel. Al estudiar atentamente el grafico, sintió que aparecía un extraño hormigueo en su nuca, que empezó a descender por su columna vertebral.

Se apoyó lentamente en el respaldo.

—Ya lo tengo —murmuro.

Parecía imposible, pero tenia la prueba delante. Los picos de las ondas theta de Mary Philips no eran las subidas y bajadas intermitentes de una actividad cerebral normal. Ni siquiera eran las manifestaciones aleatorias de alguna patología física. Los picos eran regulares, de una regularidad precisa, inexplicable…

Apartó el electroencefalograma de Mary Philips para coger los primeros resultados del fajo que le había traído la técnico. Correspondía al paciente que había sufrido el AIT, la miniembolia. Un rápido examen se lo confirmo: en su cerebro aparecían los mismos picos theta.

Solo tardó un cuarto de hora en consultar el resto de los encefalografías. La variedad de síntomas de los pacientes era extraordinaria, desde el insomnio a un comportamiento maniaco, pasando por las nauseas y la arritmia, pero todos presentaban el mismo fenómeno: unos picos en las ondas theta de una regularidad y precisión que no existía.

Apartó la pila de resultados con una sensación de irrealidad. Por fin lo había conseguido. Había descubierto el factor común. Era algo neurológico, efectivamente. En principio las ondas theta de un adulto normal eran planas, y si tenían picos, como a veces ocurría, en principio nunca seguían un ritmo exacto y cuantificable. Se trataba de un fenómeno completamente desconocido para la ciencia médica.

Se levantó y fue a buscar el teléfono interno, mientras se amontonaban las ideas en su cabeza. Tenia que comentárselo enseguida a Bishopp. La afectación del sistema nervioso autónomo hacia que de repente todo encajase. Era de tontos no haberlo visto antes. ¿Pero como se propagaba? Unos déficits neurológicos a tan gran escala eran algo nunca visto…

A menos que…

—Madre mía —murmuro.

Buscó deprisa una calculadora, como si le fuera la vida en ello, y empezó a introducir números como un poseso mientras su mirada saltaba de los encefalogramas a la calculadora. De repente se paro y miró con incredulidad el resultado.

—No puede ser —susurro.

De repente sonó el teléfono, rompiendo el silencio del despacho con una fuerza inusitada. Crane se irguió como un resorte y cogió el auricular con el corazón a cien.

—Crane.

—¿Peter?

Era la voz de Asher. La atmosfera oxigenada de la cámara hiperbarica le daba un toque agudo, artificial.

—Doctor Asher! —dijo Crane—. !He encontrado el factor común! Le juro que no se imagina…

—Peter —lo interrumpió Asher—, necesito que venga ahora mismo. Deje todo lo que este haciendo y baje.

—Pero…

—Lo hemos conseguido.

Crane hizo una pausa, mientras su cerebro se enfrentaba a aquel cambio tan brusco.

—¿Han descifrado el mensaje?

—Mensaje no, mensajes. Esta todo en el portátil. —Además de aguda, la voz de Asher sonaba casi desesperada—. Le necesito, Peter. Inmediatamente. Es fundamental, absolutamente fundamental, que no…

Se oyeron una serie de crujidos, y la llamada se corto de golpe.

—¿Hola? —Crane miró el teléfono frunciendo el entrecejo—. ¿Doctor Asher? ¿Hola?

Silencio.

Colgó, ceñudo, y tras una mirada a la montana de informes de la mesa salió rápidamente del despacho.

35

La última vez que Crane había estado en la séptima planta (hacia menos de cinco horas), el nivel científico presentaba su mezcla habitual de orden y actividad, mientras que ahora, al salir del ascensor, se encontró en pleno caos. Sonaban varias alarmas, se mezclaban las exclamaciones con los gritos, y no dejaban de pasar corriendo marines, técnicos y científicos. Se palpaba algo muy parecido al pánico.

Detuvo a un operario de mantenimiento.

—¿Que ocurre? —preguntó.

—Fuego! —exclamo sin aliento el operario.

Crane tuvo una punzada de miedo. Su experiencia en submarinos le había enseñado a temer el fuego bajo el agua.

—¿Donde?

—En la cámara hiperbarica.

El operario se soltó y se fue corriendo.

El miedo de Crane no hizo más que aumentar. Asher…

Corrió por el pasillo sin pensárselo dos veces.

La zona de terapia hiperbarica estaba llena de brigadas de emergencia y de rescate, y repleta de personal de seguridad hasta el último rincón de su exiguo espacio. En los controles estaba Hopkins, uno de los técnicos médicos jóvenes. Tenía detrás al comandante Korolis. Cuando Crane se acercó, Korolis lo miró fugazmente y siguió observando a Hopkins sin pronunciar una sola palabra.

—¿Que ha pasado? —preguntó Crane a Hopkins.

—Ni idea. —Las manos del técnico, que tenia la frente sudada, se deslizaban por los mandos—. La alarma me ha pillado en la otra punta del pasillo, en Patología.

—¿Cuando ha empezado a sonar?

—Hace dos o tres minutos.

Crane miró su reloj. Desde la llamada de Asher habían pasado menos de cinco minutos.

—Ha avisado a los paramédicos?

—Si.

Miró en el interior de la cámara hiperbarica por el cristal de separación. Justo en ese momento vio una lengua de fuego en el ojo de buey.

!Santo Dios! !Aun ardía!

—¿Por que no se ha puesto en marcha el sistema de aspersores? —grito a Hopkins.

—Ni idea —repitió el técnico, manipulando los controles con desesperación—. No se como, pero se han anulado tanto el sistema de extinción principal como el de refuerzo. No responden. Voy a hacer una despresurización rápida.

—No puede! —dijo Crane—. !La cámara debe de estar al máximo de presión!

Korolis contestó.

—Con los aspersores estropeados es la única manera de abrir la compuerta y apagar el incendio con extintores.

—La presión de la cámara estaba en doscientos kilopascales. La he programado yo mismo. Si la bajan de golpe mataran a Asher.

Korolis volvió a levantar la vista.

—Ya esta muerto.

Crane abrió la boca, pero no dijo nada. Estuviera o no en lo cierto Korolis, no podían dejar que siguiera el incendio. Si alcanzaba los tanques de oxigeno, podía poner en peligro toda la planta. No había alternativa. Dio un puñetazo de rabia y frustración al mamparo y se abrió camino hasta la sala de espera.

La entrada de la cámara estaba llena de equipos de rescate preparando extintores y ajustándose mascaras de oxigeno en la boca y la nariz. Sobre la mampara de cristal de la sala de control había un altavoz pequeño que empezó a crujir.

≪Quince segundos para la descompresión total≫, pronunció la voz electrificada de Hopkins.

Las brigadas de rescate comprobaron su equipo y se pusieron las mascaras.

≪Descompresión completa —dijo Hopkins—. Abriendo compuerta≫.

La entrada de la cámara se abrió con un chasquido de cerraduras electrónicas. La sala de espera se llenó enseguida de calor y humo negro. Al cabo de un momento ya no se podía soportar el humo y el hedor a carne quemada. Crane retrocedió involuntariamente, con los ojos llorosos. Tras el se oyó un ruido de pies corriendo, ordenes a pleno pulmón y el chorro brusco y nasal de los extintores.

Volvió a girarse. Los extintores seguían escupiendo espuma. Las brigadas ya estaban dentro del cilindro; en vez de columnas de humo oscuro había una espesa niebla de retardador de llama. Crane se lanzó hacia la compuerta, salto al otro lado y apartó a los equipos de rescate. De repente se paro.

Asher estaba en el suelo, hecho un ovillo alrededor de su portátil. Cerca yacía Marris. Se habían encogido para evitar las llamas, pero su esfuerzo había sido inútil. La ropa de Asher estaba pegada a sus brazos y piernas en jirones chamuscados, y su piel se había ennegrecido espantosamente. Las llamas habían consumido su mata de pelo blanco, y de sus tupidas cejas solo quedaban minúsculos rizos tostados.

Crane se arrodillo rápidamente para hacerle un examen superficial, pero cambió de idea. Parecía inconcebible que Asher hubiera sobrevivido. La única señal de movimiento era la sangre que manaba sin cesar por sus orejas. El barotraumatismo (la perdida brusca de presión) había reventado su oído medio, pero solo era el menor de los efectos; seguro que la despresurización de emergencia había provocado numerosas embolias gaseosas, que, por decirlo en pocas palabras, debían de haber carbonizado su sangre. En cuanto a la inhalación de humo y las quemaduras de tercer grado por todo el cuerpo…

Lo inesperado de la tragedia, la muerte de un amigo, y que todo hubiera sido en balde… Por un lado a Crane le daba vértigo pensarlo, pero por otro casi se alegraba de la muerte de Asher. Las quemaduras y las embolias le habrían hecho sufrir de un modo inconcebible…

Las brigadas de emergencia ya habían dado media vuelta, mientras se deshacían las cortinas de humo. Todas las superficies goteaban espuma antiincendios. Crane oyó muchas voces fuera de la cámara. Eran los paramédicos, que acababan de llegar. Puso suavemente una mano en el hombro de Asher.

—Adiós, Howard —dijo.

Los ojos de Asher se abrieron.

Al principio Crane pensó que era una contracción muscular, el nucleótido ATP agotándose después de la muerte, pero entonces el ojo le enfocó.

—Fluidos! —grito enseguida Crane a los paramédicos—.!Necesito ahora mismo solución salina en cantidad! !Y compresas de hielo!

Asher, con la lentitud de la agonía, levantó una garra que era poco más que carne chamuscada alrededor de los huesos. Con ella aferro el cuello de la camisa de Crane y lo obligo a acercarse. El director científico intentó mover sus labios ennegrecidos, que se agrietaron a causa del esfuerzo; de ellos mano un líquido claro.

—No intente hablar —dijo Crane en voz baja, tranquilizadoramente—.Quédese quieto. Ahora mismo lo llevaremos al centro médico y lo pondremos más cómodo.

Pero Asher no quería estarse quieto. Su mano apretó con más fuerza el cuello de la camisa de Crane.

—Wip —susurro.

Un técnico de urgencias se acercó por detrás y empezó a retirar la ropa chamuscada de Asher, como preparativo para ponerle una vía. Otro se agachó hacia el cuerpo inmóvil de Marris.

—Tranquilo —dijo Crane a Asher—, ahora mismo lo sacaremos de aquí.

La mano de Asher se crispo aun más, al mismo tiempo que sus brazos y sus piernas empezaban a sufrir convulsiones.

—Wip…

Se le escapó una nota aguda. Tiritó. Sus pupilas se hundieron en el cráneo, mientras salía un ruido gutural de su garganta destrozada. Después su mano se relajo, su brazo resbaló hasta caer al suelo y ya no dijo nada más.

36

Crane estaba sentado a la mesa de su habitación, mirando sin verla la pantalla del ordenador. Habían pasado varias horas desde el accidente, pero seguía aturdido. Primero había tomado una larga ducha. Después había dejado la ropa en la lavandería; sin embargo, el dormitorio seguía oliendo a pelo y a piel quemados.

La sensación de incredulidad era tan grande que casi lo paralizaba. ¿Era posible que solo hubieran pasado ocho horas desde la autopsia de Charles Vasselhoff ? Entonces solo había un informe post mortem que redactar.

Ahora eran tres.

Seguía viendo mentalmente a Howard Asher tal como lo había visto por primera vez, como una imagen en una pantalla de la biblioteca de
Storm King,
moreno y sonriente. ≪Piense, Peter, que se trata ni más ni menos que del mayor descubrimiento científico de todos los tiempos.≫ Asher nunca había sonreído tanto como aquel primer día. Crane se preguntó hasta que punto era teatro, una interpretación para hacer que se sintiera bien recibido y a gusto.

Alguien llamó suavemente a la puerta, que al abrirse dio paso a Michelle Bishopp. Su pelo rubio recogido exageraba sus pómulos. Tenía los ojos enrojecidos y tristes.

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