—Pensaba que tenías hermanos y hermanas pequeños —le dijo Helena.
—Sí, pero yo no tengo nada que ver con ellos —replicó Gayo con desdén. Su aire era pensativo—. Si cuidara de ella, ¿me pagaríais?
—Claro que sí —se apresuró a responder Helena.
—Si lo haces bien —añadí débilmente. Yo hubiera preferido dejar a Gayo encargado de una jaula de ratas, pero la situación era desesperada. Además, pensaba que él nunca aceptaría hacerlo.
—¿Cuánto? —Era un verdadero miembro de la familia Didio.
Dije un precio, Gayo pidió el doble, luego devolvió la niña con cuidado y decidió volver a casa.
Cuando se marchaba, Helena lo llamó para darle un pastel de canela, lo cual me molestó, ya que yo lo había visto en la mesa y esperaba con ganas que llegara el momento de devorarlo. Luego le dio un beso en la mejilla. Gayo torció la cara pero no consiguió evitar el saludo.
—Por Júpiter, espero que sea limpio. No lo he llevado a rastras a los baños desde que nos fuimos a Hispania.
Se marchó, llevándose su pequeño tesoro procedente de las alcantarillas. Estaba satisfecho conmigo mismo por haber podido evitar su soborno, aunque todo ello me producía sentimientos contradictorios.
—Y eso, ¿por qué? —preguntó Helena dudosa, sospechando lo peor.
—Porque creo, básicamente, que sí era un dedo humano.
Helena me rozó suavemente la mejilla, con la misma actitud de domar un animal salvaje que había mostrado al besar a Gayo.
—Pues ya ves lo que ocurre —murmuró—. Anácrites puede hacer lo que quiera, pero es obvio que sigues interesado en el caso.
Lenia dejó que Petro y yo pusiéramos un cartel en la lavandería en el que decía que todas las partes de cuerpos humanos que aparecieran en las canalizaciones eran requeridas por orden y tenían que ser entregadas a Anácrites. Eso nos ayudaría.
Nos habíamos hecho tan famosos que hasta nuestro flujo de clientes ordinarios aumentó. Casi todos ellos nos traían casos que podíamos resolver con los ojos cerrados.
Solían ser abogados que querían que personas que vivían fuera de Roma firmasen declaraciones como testigos. Mandé a Petro a hacer esos recados. Era un buena manera de que se distrajese, se olvidara de sus hijas y no volviera a meterse en más líos visitando de nuevo a Balbina Milvia. Además, Petro no se había dado cuenta de la razón por la que los abogados querían que hiciéramos este trabajo: era aburridísimo ir en mula a Lavinium y volver sólo para escuchar a una vieja contando que su hermano había perdido la paciencia con un carretero y le había golpeado en la cabeza con media ánfora, si se tenía en cuenta que al carretero le crecería la barba esperando que se celebrara el juicio y al final acabaría por retirar la denuncia.
Yo me entretuve localizando acreedores y realizando controles de salud moral de posibles esposas para familias cautelosas, lo cual podía convertirse en un buen trabajo doble, ya que siempre podía sugerir a las futuras esposas que me pidieran un informe del perfil financiero de esas familias. Durante varios días, ejercí de investigador privado. Cuando eso perdió interés, saqué el dedo gordo del pie que había puesto en una maceta vacía en lo alto de una estantería, fuera del alcance de
Nux,
y fui al Foro a ver si podía importunar a Anácrites.
Había tantos hallazgos macabros que le habían entregado personas que creían que todavía les darían una recompensa, que tuvo que acondicionar una oficina aparte y designar dos escribas a la tarea de su recogida. Una rápida mirada me indicó que podía rechazarse la mayor parte de aquellos horribles despojos, pero los funcionarios lo admitían y lo guardaban todo. El único avance de Anácrites había sido idear un formulario que los escribas tenían que rellenar laboriosamente. Les tiré el dedo encontrado por Gayo, me negué a darles el medio pergamino de detalles que me pedían, miré de reojo hacia la puerta de la oficina privada de Anácrites y luego me marché.
Me lo había pasado bien y podía haberlo dejado allí. En vez de eso, me puse a pensar en algo que Gayo había dicho y que yo había oído por casualidad en la fiesta de Julia; y decidí hacer una visita a Lolio.
Mi hermana Gala luchaba para sobrevivir con un número indeterminado de hijos y sin apoyo del marido. Tenía una pensión cerca de la Puerta del Trigeminal. Podrías describirla como una hermosa finca a las orillas del río con unas vistas fabulosas y una terraza al sol, pero sólo a alguien que no la hubiera visto. Allí se había criado Lario, mi sobrino preferido, antes de tener la sensatez de fugarse y hacerse pintor de paredes de las lujosas villas de la bahía de Neápolis. En teoría, ahí vivía Gayo, aunque apenas aparecía por allí porque prefería robar salchichas a los vendedores callejeros y dormir bajo el pórtico de un templo. Allí, aunque en rarísimas ocasiones, también podías encontrar a Lolio, el barquero de las aguas del Tíber.
Era un tipo vago, mentiroso y brutal, bastante civilizado si lo comparaba con el resto de mis cuñados. Salvo Gayo Baebio, el orgulloso agente de aduanas, era el más despreciable de todos. Lolio, además, era feo, aunque tan presumido que conseguía convencer a las mujeres de que era vital y atractivo. Gala se enamoraba de él cada vez que volvía de estar con otras. Su éxito con las prostitutas de las tabernas era increíble. A veces, Gala y él tenían que hacer un esfuerzo con su matrimonio, diciendo que se embarcaban en una empresa imposible sólo por el bien de los niños.
Cuando eso ocurría, casi todos los niños se refugiaban en casa de mi madre. Tan pronto como la lamentable pareja se reconciliaba, Lolio empezaba de nuevo a flirtear y a tener aventuras con una nueva florista de quince años. A Gala siempre le llegaba la noticia a través de alguna vecina de buena voluntad, y una noche él volvía a casa tambaleante y se encontraba la puerta cerrada. Eso siempre parecía sorprenderlo.
—¿Dónde está Gayo? —gritó Gala cuando entré en su sórdida casa e intenté limpiarme las botas, porque había pisado un tazón de comida para perros que había en el vestíbulo.
—¿Y cómo quieres que lo sepa? Tu sucio e indisciplinado gamberro no es asunto mío.
—Me ha dicho que iba a verte.
—Eso fue hace dos días.
—¿Ah, sí? —No era de extrañar que Gayo fuera un hijo rebelde porque Gala era una madre imposible—. ¿Qué piensas hacer con Lario?
—Nada, Gala. No me preguntes más. Lario hace lo que le da la gana, y si resulta que está pintando paredes lejos de Roma, yo no creo que haya que culparlo de nada. ¿Dónde está Lolio? —grité, ya que todavía no había visto a Gala cara a cara y no sabía seguro desde qué habitación me chillaba.
—¿Y yo qué sé? Está durmiendo.
Bueno, al menos estaba en casa. Busqué a aquel tunante indeseable y lo saqué a rastras de un cuartucho en el que roncaba bajo una mugrienta almohada, abrazado a una botella vacía. Aquella era la idea que tenía un barquero de lo que tenía que ser una devoción completa a su esposa. Tan pronto como le oyó gruñir, Gala se puso a gritarle.
Lolio me hizo una seña y ambos nos marchamos sin decir adónde íbamos. Gala ya debía estar acostumbrada a ello.
Llevé a mi cuñado hacia el Foro Boario. Probablemente estaba borracho, pero tenía una cojera que siempre le hacía caminar dando bandazos, por lo que tuve que afrontar la desagradable tarea de mantenerlo derecho. Me pareció que olía mal, pero evité acercarme demasiado por si acaso.
Nos encontrábamos en la orilla pavimentada del Tíber, la llamada Ribera de Mármol, un buen camino entre los muelles que rodean el Emporio, antes de llegar a los teatros elegantes, los pórticos y el gran meandro del Campo de Marte. Después del Puente de Sublicio, nos dirigimos al Arco de Léntulo y a la oficina del inspector de mercados, para terminar contemplando el agua cerca del antiguo templo de Portuno, justo encima de la salida del arco de la Cloaca Máxima. Era un buen sitio para tirar a Lolio. Tendría que haberlo hecho. Roma y los hijos de Gala se lo merecían.
—¿Qué quieres, joven Marco?
—Para ti, soy Falco. Tienes que mostrar respeto al cabeza de familia. —Se lo tomó a broma. Ser el cabeza de nuestra familia era un honor que no podía imponerse ni podía soportarse: un castigo. Los hados nos lo habían dado por malicia. Mi padre, un subastador tramposo y embustero llamado Didio Gémino, tenía que cumplir los deberes prescritos, pero hacía muchos años que había huido de casa. Era un tipo duro pero sagaz.
Con tristeza, Lolio y yo miramos hacia el puente de Emiliano.
—Cuéntame lo que has encontrado en el río, Lolio.
—Mierda.
—¿Es eso una respuesta a tener en cuenta o una maldición en general?
—Las dos cosas.
—Quiero que me hables de los cuerpos mutilados.
—Una estupidez, por tu parte.
Lo miré con severidad pero no conseguí nada.
Cuando me obligué a examinarlo, vi que estaba mirando a un especimen miserable.
Lolio parecía tener unos cincuenta años, pero podía tener cualquier edad. Era más bajo y robusto que yo, pero se encontraba en tal mal estado, que sus herederos podían estar contentos. Era feo incluso antes de perder casi todos los dientes y de tener un ojo permanentemente cerrado de los golpes que le daba Gala con una sartén. Para empezar, tenía los ojos demasiado juntos, las orejas caídas, la nariz torcida, lo cual siempre le hacía ganguear, y no tenía cuello. La tradicional gorra de lana de marinero cubría su lacio y escaso cabello. Varias capas de túnicas completaban aquel terrible cuadro.
Cuando se había derramado demasiado vino en una de ellas, se ponía otra encima. Así, pues, ¿no tenía nada digno de elogio? Bien, sabía remar, sabía nadar. Sabía maldecir, pelear y fornicar. Era un marido potente pero un padre desleal. Tenía ganancias regulares acerca de las cuales mentía siempre a mi hermana, y nunca le daba nada para los gastos de manutención de su familia. Era, en definitiva, un clásico. Metal auténtico de la fundición romana tradicional, aunque ya le había pasado el momento de ser elegido sacerdote o tribuno.
Miré de nuevo hacia el río. No había mucho que ver. Sus aguas eran marrones y gorgoteaban de manera intermitente, como era habitual. A veces se desbordaba, pero el resto del tiempo el legendario Tíber era un río de lo más mediocre. Yo había estado en ciudades pequeñas en las que sus ríos son mucho más impresionantes, pero Roma fue construida en ese lugar no sólo por las míticas Siete Colinas. Ésa era la posición privilegiada del centro de Italia. La Isla Tiberina fue la primera posición que pudo alcanzarse por mar, tras un viaje de un día. Probablemente, pareció una ubicación sensata a un grupo de lerdos pastores que creyeron que eran muy listos al fortificar una llanura aluvial y situar su foro en unas marismas estancadas. En la actualidad, el estrecho y cenagoso río era un serio inconveniente. Roma importaba cantidades fabulosas de productos de todo tipo. Todas las ánforas y embalajes tenían que ser llevados en carros o mulas por las carreteras o en barcazas hasta el Emporio. El nuevo puerto de Ostia había sido reconstruido pero todavía era insuficiente. Había mucho trabajo, tanto para las barcazas como para los botes pequeños, lo que permitía la existencia de parásitos como Lolio. Era la última persona a la que quería que se le atribuyese cualquier investigación en la que yo también participase. Sin embargo, Petro y yo estábamos atascados, por lo que a información nueva se refería. Si teníamos que vérnoslas con Anácrites, hasta mi cuñado podía sernos útil.
—Lolio, o te callas para siempre lo que has encontrado o me lo dices ahora mismo.
—Oh, ¿los caprichos del festival, quieres decir?
Supe de inmediato que aquel hijo de puta acababa de decirme algo importante.
—Nosotros los llamamos de ese modo —dijo con malvada satisfacción. Como era lento en entender las cosas, pensaba que a mí me ocurría lo mismo—. Caprichos del festival —repitió cariñosamente.
—¿De qué estás hablando exactamente, Lolio?
Con los dedos índices se trazó dos rayas en el cuerpo, una alrededor de su sucio cuello y otra en lo alto de sus gruesas piernas.
—Ya sabes…
—¿Torsos? ¿Sin extremidades?
—Sí.
A mí se me habían pasado de repente las ganas de cháchara pero mi cuñado quería hablar. Para ahorrarme detalles horribles, fui directamente al grano:
—Supongo que las cabezas también faltaban.
—Claro. Faltaba todo lo que puede cortarse. —Lolio mostró los pocos dientes que le quedaban en una siniestra sonrisa—. Incluidos los melones. —Dibujó círculos con la palma de la mano en el tórax como si se cortase los pechos. Al mismo tiempo, hizo un repulsivo ruido chirriante con las encías.
—Entonces, ¿son mujeres? —Sus gestos habían sido gráficos, pero yo había aprendido a asegurarme de todo.
—Lo fueron. Esclavas o prostitutas, supongo.
—¿Qué te hace pensarlo?
—Nadie las echa en falta. ¿Quién si no? Sí, de acuerdo. Las esclavas pueden ser muy valiosas, como las chicas para pasarlo bien, las que se lo pasan verdaderamente mal, quiero decir. —Se encogió de hombros de manera espontánea. Deploré su actitud, aunque probablemente tenía razón.
—Nunca he oído decir nada de esos cuerpos sin extremidades.
—Seguro que te mueves en círculos equivocados, Falco.
—¿Has pescado alguna? —le pregunté. Yo no tenía la intención de cambiar mi vida social.
—No, pero conozco a alguien que sí. —Siempre la misma historia.
—¿Lo has visto con tus propios ojos?
—Sí. —Al recordarlo, se quedó callado.
—¿De cuántas estamos hablando?
—Bueno, no tantas —concedió Lolio—. Las justas para que los barqueros pensemos. «Mira, aún sigue haciéndolo» cuando aparece una flotando en la superficie o enganchada en el remo. Todas se parecen mucho —prosiguió, como si yo fuera demasiado tonto para sacar las mismas conclusiones que los barqueros.
—¿Con las mismas mutilaciones? Lo dices como si sacar esas bellezas del río fuera un aliciente tradicional de tu trabajo. ¿Desde cuándo ocurre?
—¡Desde hace años! —dijo muy seguro.
—¿Años? ¿Cuántos?
—Desde que soy barquero. Bueno, desde casi siempre. —Tenía que haber pensado que con Lolio nunca había nada definitivo, incluso en algo tan sensacionalista como aquello.
—¿O sea que buscamos a un asesino viejo?
—O un negocio familiar heredado —cloqueó Lolio.
—¿Cuándo se descubrió la última?
—Que yo sepa, la última… —Lolio hizo una pausa para que yo comprendiese que su vida social en el río lo llevaba a enterarse de todo— apareció a finales de abril, pero a veces las encontramos en julio, y otras veces en otoño.