Tres manos en la fuente (13 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

—¿Y cómo las llamáis?

—Caprichos del festival. —Todavía orgulloso de la definición, la repitió una vez más—. Caprichos del festival. Como esas tartas especiales de Creta.

—Sí, de acuerdo, te entiendo. Esas que aparecen en las festividades oficiales.

—Bonitas, ¿eh? Alguien debe haber advertido que siempre ocurre cuando se celebran los juegos o un triunfo.

—El calendario está tan lleno de fiestas oficiales que me extrañaría que alguien hubiese reparado en ello.

—Lo curioso es que siempre ocurre cuando volvemos al trabajo con una jaqueca terrible y no podemos soportar algo de ese tipo. —Eso también ocurría con frecuencia.

Los barqueros eran famosos por la cantidad de alcohol que consumían.

—Y cuando las sacáis, ¿qué hacéis con ellas?

—¿Qué crees que hacemos? —Lolio me miró enfurecido—. Las clavamos en un pincho para que suelten todo el gas, las arrastramos río abajo para quitarlas de en medio y luego, si podemos, las hundimos.

—Oh, el toque humano.

—No somos tan estúpidos como para entregarlas a las autoridades. —Su mofa estaba justificada.

—Tienes razón. —En el mejor de los casos, el espíritu público es una pérdida de tiempo, y en el peor, te arriesgas a pudrirte diez meses en la cárcel de Lautumiase, sin ser juzgado.

—Entonces, ¿qué es lo que sugieres? —preguntó Lolio—. ¿Que cavemos un gran agujero en un parque público y las enterremos cuando nadie nos vea? ¿O cuando creamos que nadie nos ve? ¿O tal vez deberíamos asociarnos y prepararles un funeral a través de nuestro gremio? Oh, sí. Intenta organizar una incineración formal de alguien a quien un obseso le ha cortado las extremidades. Mira, Falco, si alguna vez me encontrara una de esas delicias, y aun en el caso de que estuviera dispuesto a hacer algo por ella, ¿imaginas cómo podría explicárselo a Gala?

—Espero que a mi maravillosa y confiada hermana le contases unas cuantas mentiras complicadas —sonreí con amargura—. Como haces siempre.

XVIII

Petronio estaba furioso. Cuando volvió de su viaje fuera de la ciudad, el relato de lo que Lolio me había contado le hizo salir el lado más negro de su personalidad de agente de los vigiles. Quería bajar al Tíber y arrestar a todos los remeros.

—Olvídalo, Petro. No tenemos ningún nombre y tampoco nos lo dirán. He dado unas vueltas pero los barqueros se han cerrado en banda. No quieren problemas. No es de extrañar. Y además, sin un torso auténtico, ¿qué podemos hacer? Sabemos que los barqueros encuentran esas cosas, lo cual no es una sorpresa porque, si hay manos mutiladas flotando por ahí, las otras partes del cuerpo tienen que estar en algún sitio. He corrido la voz por los muelles de que la próxima vez nos haremos cargo de lo que encuentren. Que no se pongan nerviosos. Lolio me lo contó de mala gana sólo porque quería protagonismo.

—Es un viejo engreído.

—Dímelo a mí.

—Estoy harto de líos, Falco. —Petronio estaba irascible. Tal vez, al mandarlo a Lavinium, le había hecho perder la oportunidad de verse con Milvia—. Tu manera de hacer las cosas es increíble. Caminas de puntillas alrededor de todas las pistas, te mueves furtivamente entre sospechosos con una sonrisa de idiota en la cara cuando lo que tendría que hacerse es ir a por ellos con unos garrotes y…

—Esa es la manera que tienen los vigiles de alentar la confianza en las autoridades.

—Esa es la manera de realizar una investigación como Júpiter manda.

—Yo prefiero sacarles la verdad con buenos modos.

—No seas mentiroso. Tú lo que haces es sobornarlos.

—Te equivocas. No tengo dinero.

—Entonces, ¿cuál es tu método, Falco?

—La sutileza.

—Tonterías, cojones. Ya sería hora de que las cosas se hicieran a la manera de siempre —declaró Petro.

Para imponer aquel concepto, salió a toda prisa, pese al calor, y se dirigió al río para tratar de interrogar a los barqueros aunque yo le había dicho que no lo hiciera. Sabía que no conseguiría nada. Estaba claro que las lecciones más duras que yo había aprendido en siete años como informador tendría que aprenderlas él de nuevo si quería que sus opiniones contasen para algo en nuestra sociedad. Estaba acostumbrado a basarse sólo en la autoridad para provocar algo aún más simple: el miedo. En esos instantes descubriría que carecía de ella. Lo único que inspiraría en el sector privado sería burla y desdén. De todas maneras, para los ciudadanos particulares recurrir a la violencia física o verbal no era una opción válida. Para los vigiles seguramente también era ilegal, pero ésa era una teoría que nadie demostraría nunca.

Mientras Petro se extenuaba entre los trabajadores de los muelles, yo me dediqué a ganar algo de dinero. Primero me animé cobrando varios trabajos que había realizado en los meses anteriores a mi sociedad con Petronio. Los denarios fueron directamente a mi caja de ahorros en el Foro, a excepción de lo que me costaron dos filetes de tiburón para Helena y para mí.

Entonces, gracias a nuestra reciente fama, nos salieron algunos buenos trabajos. Un propietario de fincas quería que investigáramos a una inquilina que decía no poder pagar por estar pasando una situación muy apurada. El casero sospechaba que tenía alojado a un novio que tendría que estar pagando su parte del alquiler. Una mirada a la dama había revelado que era eso lo que ocurría. Era una mujer muy hermosa, y en mis alocados años mozos, hubiese prolongado el trabajo durante semanas. El casero intentó sin éxito abordar al novio. Con mi método sólo necesité una hora de vigilancia. A mediodía me puse manos a la obra. Tal como esperaba, a la hora del almuerzo se presentó un enano con una túnica llena de remiendos y aspecto sospechoso. No soportaba perderse la comida. Intercambié unas palabras con el aguador del casero y éste me confirmó que el novio vivía allí. Entré en la casa, confronté a los culpables con los hechos mientras comían huevos y aceitunas, y cerré el caso.

Un vendedor de papiros de buena posición creía que su mujer lo engañaba con su mejor amigo. Le tendimos una trampa y decidí que el amigo era inocente, aunque era casi cierto que alguien del servicio doméstico se la beneficiaba con regularidad. A mi cliente le di una alegría inmensa al ver que su amigo quedaba descartado; no quiso ni oír hablar del esclavo mentiroso y me pagó en el acto. En eso gasté el plato de sinceridad que Petro y yo nos repartimos pese a la abundante gratificación.

De regreso a la plaza de la Fuente, hice un alto en las termas, me restregué de pies a cabeza, escuché algunas habladurías sin importancia y me burlé de Glauco. Estaba trabajando con otro cliente y no me quedé. Al regresar al apartamento vi que Petronio Longo aún no había aparecido. Sabía que me esperaba un mal rato preocupándome por su paradero. Era como tener a mi cargo a un adolescente descarriado. Esperaba que su ausencia se debiera a que estaba tratando de reconciliarse con su esposa, pero sabía que lo más probable era que estuviese con Balbina Milvia.

Satisfecho de mis propios esfuerzos, cerré la oficina, crucé unas palabras con Lenia, y luego me marché a casa. Como no teníamos una tropa de esclavos quejumbrosos, yo era allí el cocinero. Helena había puesto los filetes de pescado en adobo con aceite de oliva y hierbas. Yo simplemente lo freí en las brasas de la cocina y nos lo comimos con ensalada aliñada con vinagre, más aceite de oliva y salsa de pescado. Después de nuestra aventura en Hispania, teníamos aceite en abundancia, pero yo lo utilizaba de manera frugal. Un buen filete de tiburón no necesitaba demasiado aderezo.

—¿Los has lavado bien?

—Claro —replicó Helena—. Vi que estaban en salmuera. Disculpa, me he estado preguntando qué debía de haber en el agua de lavarlos…

—Mejor no pienses en ello, nunca lo sabrás.

—Bueno, si lo que dice Lolio es cierto, si han estado tirando cuerpos mutilados al agua desde hace años, todos debemos estar acostumbrados a ello —suspiró.

—Los torsos los han tirado directamente al río.

—Qué tranquilizador —murmuró Helena—. Me preocupa la salud de la niña. Le preguntaré a Lenia si puede darme agua del pozo de la lavandería.

Helena quería que aquel horror cesara. Yo también. Ella quería que yo lo detuviera y yo no sabía si podría.

Dejamos pasar un período de tiempo sensato para que no pareciese que queríamos que nos dieran de cenar, y luego cruzamos el Aventino y fuimos a casa de sus padres.

Pensé que sólo salíamos a dar una vuelta, pero enseguida advertí que Helena tenía unos planes muy precisos. Por una parte, quería ver con sus propios ojos cuál era la situación de Claudia Rufina. Allí estaba ella con los dos hermanos de Helena, abatidos porque los padres tenían invitados de su generación a cenar, la casa estaba llena de olores de manjares fascinantes y ellos tenían que conformarse con las sobras. Nos sentamos con ellos hasta que Eliano dijo que se aburría y que salía para ir a un concierto.

—Podrías llevarte a Claudia —le sugirió Helena.

—Claro que sí —dijo Eliano de inmediato, ya que procedía de una familia de personas inteligentes y lo habían educado muy bien. Pero a Claudia le daba miedo Roma de noche, por lo que decidió no aceptar la invitación de su prometido.

—No te preocupes. Nosotros cuidaremos de ella —le dijo su hermano. El comentario fue tranquilo y carente de censuras. Justino siempre sabía ser frívolo de una manera solapada. Entre estos muchachos no se había perdido ni un ápice; nacidos con menos de dos años de diferencia, eran demasiado cerrados; no tenían por costumbre compartir nada, y mucho menos las responsabilidades.

—Gracias —respondió Eliano lacónico. Parecía que fuese a cambiar de idea con respecto a lo de salir al teatro, aunque tal vez no fuera así.

Finalmente se marchó. Claudia se enfrascó en una conversación con Helena acerca de la escuela de huérfanos, un tema que interesaba a ambas. Claudia tenía en brazos a nuestra niña y nos demostraba que era una de esas chicas a las que le encantaban los pequeños y que era muy sentimental. Ése tal vez no fuera el mejor camino para llegar al corazón de su prometido. Eliano soportaba a duras penas la idea de casarse, y era una falta de tacto por parte de Claudia hacerle ver que esperaba su colaboración para tener muchos niños.

Yo disfruté de una larga charla con Justino. Habíamos vivido una aventura juntos, alborotando como héroes en el norte de Germania, y desde entonces siempre le había tenido en gran estima. Si yo fuera de su clase social, le habría ofrecido mi protección, pero como era un informante, no podía ayudarlo en nada. Tenía poco más de veinte años, una figura alta y delgada, y unas buenas maneras y un carácter alegre que hubiesen causado sensación entre las mujeres aburridas de la clase senatorial si se le ocurriese ser un rompecorazones. Parte de su encanto residía en que no era consciente en absoluto de su talento ni de su poder de seducción. Sin embargo, aquellos grandes ojos castaños con un indicio de tristeza probablemente captaban mucho más de lo que daban a entender. Quinto Camilo Justino era un soldadito sagaz. Según unos rumores, iba detrás de una actriz, pero llegué a preguntarme si ese rumor no era divulgado a propósito para que la gente lo dejara en paz mientras él elegía su propio camino. Para los hijos de los senadores, las actrices eran la muerte. Quinto era demasiado listo para cometer un suicidio social.

Vespasiano lo había mandado llamar de vuelta a Roma desde Germania, donde era tribuno militar, a cambio de un ascenso. Como ocurría muy a menudo, una vez llegó a casa, la promesa del ascenso se desvaneció ya que otros héroes cautivaban la atención del emperador. El propio Justino, siempre desconfiado, no mostró sorpresa ni resentimiento. Yo lo lamentaba por él y Helena también.

—Oí decir que ibas a intentar entrar en el Senado a la vez que tu hermano. ¿No sugirió el emperador que esa entrada rápida era posible?

—El ímpetu ha muerto. —Su sonrisa era amarga. Cualquier tabernera volvería a llenarle la copa—. Ya sabes cómo es, Marco. Supongo que ahora tendré que presentarme a la elección a la edad normal, y eso aumenta la carga financiera de papá. —Hizo una pausa—. Y además, no estoy muy seguro de que sea eso lo que quiero.

—Estás pasando por unos momentos difíciles, ¿no? —Le sonreí. Justino quería hacerlo todo bien y superar a Eliano. Eso era evidente.

—Sí, difíciles —convino.

Helena alzó la vista. Aunque llevaba un buen rato hablando con Claudia, probablemente prestaba atención a nuestras palabras.

—Supongo que te rascas delante de los amigos ilustres de papá, que te niegas a cambiarte la túnica más de una vez al mes, y que a la hora del desayuno pones mala cara, ¿verdad?

—A la hora del desayuno no aparezco nunca —dijo, tras sonreír con afecto a su hermana—. A media mañana, cuando todos los esclavos están atareados limpiando suelos, me levanto de la cama, piso lo que acaban de fregar con los zapatos sucios de la noche anterior y entonces les pido sardinas frescas y una tortilla de cinco huevos en su punto justo de cocción. Cuando me lo traen, lo dejo casi todo sin probar.

—Llegarás lejos —reí—, pero no esperes que te invitemos a pasar unos días con nosotros.

Mirando por encima de su ancha nariz, Claudia Rufina nos observó a los tres con una solemnidad grave. Prometerse con Eliano tal vez era lo mejor, al menos era limpio y convencional. Nunca se perdía en ridículas fantasías.

Sin motivo aparente, Helena dio unas palmadas a la chica en su brazo lleno de pulseras. Y también sin motivo aparente, sus ojos se encontraron con los míos. Le guiñé un ojo. Ella, coqueta, me devolvió el guiño al instante. Luego sostuvimos la mirada unos instantes como hacen algunos amantes incluso cuando socialmente no es oportuno, excluyendo a los otros dos.

Helena tenía un aspecto magnífico. Su piel se veía perfecta, estaba de buen humor, era despierta e inteligente. Más formal de lo que era en casa, ya que nunca sabías qué podías esperar cuando ibas de visita a casa de un senador, lucía una inmaculada falda blanca con una estola dorada y reluciente, una gargantilla de ámbar y unos pendientes ligeros. Llevaba el rostro perfilado con pequeños toques de color y el cabello peinado en ondas. Verla confiada y satisfecha me tranquilizaba. No le hice ningún daño sacándola de casa de su padre. Era capaz de volver de modo temporal a aquel mundo de la clase alta sin ninguna vergüenza y me llevaba consigo, y aunque era muy probable que echase de menos las comodidades, nunca mostraba ni el más mínimo pesar.

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