Hogar, dulce hogar…
Helena Justina no me oyó llegar. Cuando la niña empezó a llorar y el perro a gemir, intentó alzar la cabeza que tenía entre los brazos, sentada ante la mesa y dormida. Vi que estaba desesperada. Había estado leyendo mis poemas.
—No te muevas —le dije—. Tengo a Julia y
Nux
me tiene a mí. —La perra se me había pegado a la pierna, cogiéndome con sus dos patas a la altura de la rodilla y sin soltarme siquiera cuando crucé la habitación. Presumiblemente, era un gesto cariñoso, pero a un ladrón le hubiera cortado el paso.
—¡Es la bienvenida que le da al héroe!
Yo respingué, pues Helena lo decía de todo corazón.
Nux
empezó a describir unos enloquecidos círculos a mi alrededor.
—Esto, a Ulises nunca le ocurrió —dije.
Luego las abracé a ambas, pasando un brazo por la espalda a cada una de ellas mientras las dos gritaban por el asqueroso estado de mi túnica. Debía haberme lavado primero, pero tenía la apremiante necesidad de abrazarlas antes que nada.
—Tendría que haber ido a los baños, pero quise pasar por casa antes que nada. —Ya estaba en casa y me resultaría difícil salir de allí. Me sentía demasiado cansado.
Helena murmuró algo incoherente y me abrazó un buen rato pese a lo que yo apestaba y luego retrocedió un poco, disimulando su alivio por haber puesto un espacio entre ella y aquella ruina con barba de tres días de la que estaba enamorada.
Se pasó un buen rato mirándome. Pude resistirlo.
—Muchas mujeres creen que los héroes son maravillosos —dijo Helena, pensativa—. Si me lo preguntan a mí, diré que es más bien una pesadilla. Son tantas las veces que no vuelven… Nunca sabes si ha llegado el día de ir a por su ropa a la lavandería y de volver a comprar su fruta favorita.
Le sonreí con cara de necio mientras me invadía una paz como la provocada por un vino traicionero.
Nux,
que había salido al galope de la habitación, volvió a entrar de espaldas, llevando en la boca su mordidísimo cesto como regalo de bienvenida a casa.
Tendría que contarle a Helena lo ocurrido, aunque fuera de una manera breve.
Helena Justina me ahorró el esfuerzo de hacerlo y lo descubrió por sí misma.
—Has arrestado al asesino. Has peleado con él. —Pasó el dedo por un golpe que tenía en la mejilla. Con el roce se contrajo un nervio pero, pese al dolor, apoyé la cara contra su mano—. Estás agotado. ¿Ha secuestrado a otra mujer?
—Sí.
—No era Claudia.
—Lo sé. Así que Claudia ha aparecido ¿verdad?
—No, pero aquí hay alguien que sabe lo que le ha pasado.
—¿Tu hermano?
—No. Aulo se marchó a casa disgustado. ¡Es Gayo!
Helena lo llamó y al cabo de unos instantes apareció mi sobrino rebelde, entrando en la habitación con una extraña timidez. Por una vez, iba más limpio que yo. En realidad, parecía que Helena hubiese cuidado de él, lo hubiera alimentado y le hubiera inculcado los hábitos desconocidos de la higiene, durante el tiempo que yo había estado fuera.
—Dile a tío Marco todo lo que nos has contado a mi hermano Aulo y a mí sobre esa noche en el Circo Máximo.
Gayo parecía esperar que le cayera una buena paliza. Helena había cogido a la niña, por lo que me dirigí a mi taburete y me apoyé en él para demostrarme que nada en el mundo conseguiría apartarme de mi asiento favorito. Además,
Nux
se había tumbado encima de mis pies.
—El hermano de Helena.
—¿Eliano?
—No, el otro.
—¿Justino? Está en el extranjero…
—¡Ahora sí que lo está! —gritó Helena con una fuerza inusual.
Gayo hizo acopio de fuerzas y se lanzó a contar lo ocurrido.
—Justino conducía un pequeño carro cuando yo estaba allí ayudándote. Vi a una que salía corriendo del circo, Justino la esperaba. Intercambiaron unas palabras, luego él le dio un gran beso, la montó en el carro y se marcharon.
—¿Y la chica era…?
—Claudia Rufina —confirmó Helena—. ¡Qué malo! Quinto se ha fugado con la rica prometida de su hermano. ¿Y sabes una cosa, Marco?
—Tu noble familia me echa la culpa de ello —adiviné.
Estaba tan cansado que ni siquiera podía reír.
Gayo se quejó de que estábamos apabullando a la niña, por lo que la cogió con cuidado y la llevó a jugar con él a la otra habitación. Como respuestas su ruda autoridad, Julia dejó de llorar al instante.
Me senté unos momentos y contemplé el sencillo apartamento al que llamaba mi hogar. Estaba inusualmente limpio y ordenado. En la mesa, además del gastado pergamino con mis odas que Helena había estado leyendo para consolarse, se encontraban mi plato y mi taza favoritos situados frente a mi taburete favorito, como si el hecho de que estuvieran preparados aseguraba mi regreso. Cerca estaba un documento que era la escritura de la venta de la granja de Tíbur que yo había prometido comprar. Helena había organizado aquella adquisición. Cogí la pluma, la mojé en el tintero y garabateé mi firma.
—No lo has leído —me regañó Helena con dulzura.
—Pero tú sí.
—Confías demasiado en la gente, Falco.
—¿Es eso cierto?
—Mañana te lo haré leer.
—Es por eso que confío en ti.
Estaba a punto de ocurrir otro desastre. Helena salió a la lavandería a buscar un cubo de agua para que pudiera lavarme antes de dormir. Debió de hablar con Petronio porque, cuando entró en casa, ya sabía que había resuelto el caso y que había vuelto tras el arresto de Turio. Aquello iba a resultar difícil.
—¿Dónde estabas cuando te necesitábamos? —me burlé, yendo al grano antes de que él pudiera tomar la iniciativa.
—Pasando por la mitad de las tabernas más asquerosas de Suburra, mientras un idiota inútil llamado Damonte intentaba ligarse sin éxito a una mujer vestida de rojo que lo único que quería era tomar copas. Lo tuvo bebiendo hasta altas horas, y luego, cuando Damonte fue a mear por décima vez, ella se escapó. Entonces tuve que seguir a ese imbécil que recorrió todos los bares en los que había estado, buscando su bolsa cuando, como es natural, había sido la chica la que se había marchado con ella.
—Si será inútil… —Yo no estaba de humor para averiguaciones tan elaboradas.
Petronio me miró un buen rato. Supe qué le pasaba. Alcé la mano en un gesto cansado y le dije:
—Lucio Petronio, sé que te mueres de ganas por contarme algo.
—Cuando te hayas recuperado.
—Ya estoy recuperado. Tu vida necesita un nuevo giro. Deseas con locura volver a tu trabajo verdadero, atraído por la emoción de la aburrida rutina diaria y los inacabables informes para los superiores, las quejas airadas del público y tu lamentable sueldo, aunque sea fijo.
—Algo por el estilo.
—¿Hay algo más? Oh, sí, lo adivino. Tienes previsto reconciliarte felizmente con tu mujer. —Si hubiese estado menos cansado, habría medido más mis palabras—. Tranquilo, amigo.
—Has sido tú quien me has incitado a hacerlo, así que eres el primero al que se lo cuento.
—Entonces, ¿a Silvia no se lo has dicho?
—No, todavía no.
—Así que tengo el honor de ser el primero… ¿Has visto últimamente a Silvia?
—Tú quieres decirme algo —dijo con aire suspicaz.
Tenía que haber mentido. En realidad, nunca tendría que haber sacado a relucir el tema. Él era mi amigo y sabía lo deprisa que podía perder los nervios, pero estaba demasiado cansado para ser sutil o diplomático.
—Me han contado que han visto a Arria Silvia con otro hombre.
Petro calló unos instantes.
—Olvídalo —murmuré.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Maya, pero probablemente sean habladurías.
—¿Desde cuándo lo sabes, Falco?
—Desde hace poquísimo.
Se puso en pie. Petronio y yo éramos viejos amigos. Habíamos compartido tragedias, vino y mala conducta casi en la misma proporción. Sabía cosas de mí que nunca descubriría nadie, y de repente advertí lo que él quería decir.
—Mira, Petro, tú me has ayudado en mi asqueroso trabajo, has soportado mis métodos chapuceros y has tolerado mi sucio apartamento. También soportaste mis críticas a la hora del desayuno y ahora me ves arrestando a Turio y acreditándome el hecho. Y, por si fuera poco, te digo que tu mujer sale con otro justo en el momento en que habías decidido comerte el orgullo y volver a su lado. Bueno, así estamos: tú quieres que disolvamos nuestra sociedad y yo te he dado motivos para una pelea de importancia.
Estaba tan cansado que no tenía energías para discutir. Petro me miró unos instantes y luego lo oí respirar muy despacio. En su rostro se dibujó una media sonrisa pero no dijo nada.
Salió del apartamento caminando a su paso pausado y normal y luego le oí pisar las escaleras con fuerza y una clara actitud despectiva.
Después de unos instantes oí que Helena volvía. El cubo chocó contra la barandilla de la escalera, como ocurría siempre que lo subía lleno mientras hablaba entre dientes.
Entonces la oí gritar como si quisiera impedir la entrada a un visitante, al parecer sin conseguirlo, ya que a continuación sonaron unos pasos rápidos escaleras arriba y una cara conocida asomó por la puerta. Con el pelo grasiento, los ojos pálidos y un aire de compasión insoportable, a continuación apareció el familiar e inoportuno cuerpo; Anácrites, mi viejo rival.
Llevaba una túnica de color neutro de un estilo un tanto disoluto, unas botas ajustadas y un duro cinturón del cuero. De él colgaba una bolsa, una gran tablilla de tomar notas y unas diminutas fichas por si alguna vez necesitaba distracción mientras se apoyaba en una columna jónica y espiaba a un sospechoso. Debían de haberle dado lecciones. Tenía el aire típico del investigador: duro, algo truculento, tal vez amable si llegabas a conocerlo, un tipo curioso y en el que resultaba difícil confiar.
—¡Bienvenido a casa y felicidades! ¿Es cierto lo que me han dicho que Petronio ya no quiere ser tu socio? —Me tapé los ojos y me estremecí. Estaba muy cansado y no quería discutir, y eso Anácrites lo sabía. Hizo el trabajo sucio muy despacio, como un dentista que te asegura que no va a dolerte justo en el momento en que empiezas a chillar.
—Tu madre tiene razón, Falco. ¿No te alegra poder contar con otra persona? ¡Me parece que a partir de ahora trabajaremos juntos!