—Aquí arriba, encontrar objetos como éstos es muy raro —dijo Bolano—. En las alcantarillas, sí, porque pueden haberse perdido en la calle o algo así. Allí aparecen monedas y piedras preciosas, una brigada de trabajo llegó a encontrar una cubertería casi entera.
—Es como si alguien los hubiera tirado al agua para deshacerse de ellos —dije—. ¿Qué chica se pone las mejores joyas para dar un paseo a la orilla del río en medio del campo? —Mis compañeros permanecieron callados, dejándome la tarea de juzgar a las chicas. Deprimido por la conversación, Frontino caminó hacia el río.
—¿Deberíamos hacer dragar el río Anio? —preguntó con tristeza mientras yo le seguía, compartiendo su desánimo—. Podría utilizar a los esclavos públicos que tengo asignados, al menos que sirvan para algo.
—Tal vez sí, pero a su debido tiempo. De momento, tendríamos que evitar cualquier actividad pública que sea demasiado evidente. Hay que dar la impresión de normalidad absoluta. Lo que no podemos hacer es asustar al asesino, sino al contrario, debemos inducirlo a actuar y luego cogerlo.
—Antes de que vuelva a matar —suspiró Frontino—. Esto no me gusta, Falco. Seguro que ahora ya estamos cerca de él, pero todo podría salir tan mal…
Bolano se acercó a nosotros. Nos quedamos unos instantes contemplando el agua que se precipitaba en una tubería divergente que alimentaba el acueducto. Me volví despacio y miré hacia el bosque, casi como si sospechara que el asesino podía estar cerca, espiándonos.
—Voy a contarles qué es lo que, en mi opinión, está ocurriendo —dijo Bolano en tono sombrío. Luego hizo una pausa.
Estaba muy triste. Aquel lugar apartado había hecho mella en él. En su imaginación, compartía los últimos momentos de las mujeres que habían sido traídas desde tan lejos para encontrar un destino terrible, para que las matasen, las mutilasen y arrojasen los fragmentos de sus cuerpos muy cerca de donde nos encontrábamos.
—El asesino vive en esta zona —dije, para sacarlo de su melancolía—. Secuestra a sus víctimas en Roma, posiblemente porque allí no es conocido y piensa que no lo identificarán. Luego las trae hasta aquí, a sesenta kilómetros.
—Y cuando termina de hacerles lo que les haga —dijo Bolano, recuperando la serenidad—, regresa a Roma para deshacerse de las cabezas y los cuerpos en el río y en la cloaca, probablemente para reducir el riesgo de que algo lo delate aquí. Pero primero les corta las extremidades y las tira al río…
—¿Por qué no tira todos los fragmentos al Anio? ¿O por qué no se los lleva todos a Roma? —preguntó Frontino.
—Supongo —respondí despacio— que quiere ver los trozos más grandes lo más lejos posible porque su aspecto de restos humanos identificables se prolonga más tiempo. Por eso los lleva a Roma, pero mientras se deshace de ellos en el río o en la cloaca es vulnerable. Lo único que quiere es un par de paquetes grandes que pueda hundir enseguida si, de repente, se siente observado. Sin embargo, cree que es seguro deshacerse aquí arriba de las extremidades más pequeñas porque se deterioran más deprisa y no pueden reconocerse. Si las tira a la corriente, los pájaros carroñeros y otros animales pueden comérselas, en las montañas o abajo en la Campiña. Todo lo que cae por la cascada de Tíbur se desintegra.
—Exacto, Falco —dijo Bolano—. Supongo que no pretende que aparezcan en el suministro de agua de Roma, pero a veces, las partes más pequeñas y ligeras, como las manos, por ejemplo, se cuelan en el estanque del Novus y luego pasan al canal. Tal vez el asesino no sepa que esto ocurre. Si por casualidad salen flotando del sistema de filtro, los fragmentos corporales viajarán hasta Roma. Al final del recorrido, dos acueductos se unen en una arcada, el Novus pasa por encima del Aqua Claudia, con ramales intercambiables. Y el Claudia también tiene un punto de intercambio con el Marcia, como ya les he mostrado.
Frontino y yo asentimos, recordando el torrente que pasaba con gran estruendo de uno a otro acueducto.
—Así, ya sabemos cómo circulan esas partes pequeñas una vez han llegado a Roma.
El único enigma —dijo Bolano despacio— es la primera mano, la que encontró Falco y que se supone que apareció en el Aventino en una torre de las aguas de Aqua Appia.
Me pareció que había pasado mucho tiempo desde que Petro y yo bebíamos juntos en la calle de los Sastres.
—Entre los canales de Tíbur y el Aqua Appia, ¿hay algún tipo de enlace? —pregunté.
—Cabe la posibilidad. La fuente del Appia no es subterránea, empieza en un depósito de unas antiguas canteras de Vía Collantina.
—Así, ¿alguien pudo pasar por ahí en carro y tirar un paquete?
—Lo más probable —respondió Bolano— es que esa fuente pública tenga dos chorros, procedentes de dos acueductos distintos. Eso nos permite mantener un suministro alterno. Es cierto que el Appia abastece el Aventino, el depósito terminal está junto al templo de la Luna, pero puede llegar un segundo suministro procedente del Aqua Claudia…
—Entonces, todo encaja —interrumpió Frontino—. Y todo empieza aquí.
—¿Y quién es ese malnacido? —preguntó Bolano, irritado. Darle caza ya era una cuestión personal para él.
—Lo único que he encontrado en el camino es un trío de alegres hermanos que, al parecer, llevan años sin pisar Roma, unos cuantos esclavos y un viejo demasiado débil para moverse.
—Entonces, ¿qué sugieres? —preguntó el cónsul—. Sabemos lo que hace ese malnacido y sabemos que lo hace aquí. Si no actuamos, en los próximos festivales lo hará de nuevo.
—Si tuviéramos mucha sangre fría —le dije despacio—, cuando empiecen los Juegos de Augusto, dentro de una semana exactamente, apostaríamos a los esclavos públicos detrás de los árboles valle arriba, desde aquí hasta Sublaqueum, diciéndoles que se camuflaran lo mejor que pudieran hasta que viesen a alguien tirando algo al Anio.
—Pero hacer eso y cogerlo en el acto…
—Primero tendría que morir una mujer.
—Si tuviéramos que hacerlo, lo haríamos —dijo Frontino tras respirar hondo.
Pragmático hasta el final.
—Pero si podemos —repliqué yo—, me gustaría cogerlo antes.
—¡Muy bien, Falco!
—Tenemos pocas pistas. Antes de que empiecen los Juegos de Augusto, quiero que estemos preparados para apresarlo en Roma. No tenemos mucho tiempo. Yo me quedaré en Tíbur un día más para echar un último vistazo a nuestros sospechosos.
Quiero asegurarme de que no dejamos cabos sueltos. Sabemos que el asesino tiene recursos para recorrer largas distancias. Tal vez vive en Tíbur y sube a la montaña cuando empieza a descuartizar los cuerpos.
Así que había que volver a Tíbur. Mientras nos alejábamos de la soleada orilla, un martín pescador asustado voló en medio de un brillante destello de colores; a nuestras espaldas una libélula bajó en picado hacia las cristalinas y aparentemente limpias aguas del contaminado río Anio.
Para descubrir a nuestro visitante de los festivales, Tíbur parecía la mejor base.
Volviendo por la Vía Valeria vimos poco que nos interesase. Había un par de suntuosas fincas rurales en cuyos pórticos se leían nombres de hombres ilustres, tanto que hasta el encumbrado Frontino vaciló ante la idea de sugerir con cortesía que la generación actual de personas de alcurnia podían estar implicadas en una larga serie de asesinatos morbosos. Por otro lado, los dueños de las granjas iban más a Roma por los mercados que por los festivales. Los terratenientes que no vivían en la zona, que eran la mayor parte, quedaban excluidos por razón de esa ausencia, que al mismo tiempo eximía de responsabilidad a sus territorios.
Al regresar a Tíbur, me recibieron de distinta manera. Oí llorar a Julia Junila desde el ortigal.
—Ven con papá, querida. —Cuando la cogí, las lágrimas corrieron por sus mejillas enrojecidas.
—Se pregunta quién es este extraño —sugirió Helena.
—¿Y tú qué piensas, querida? —Había captado por completo la ironía.
—Yo me acuerdo de todo perfectamente.
La niña también debía acordarse porque, de repente, decidió darme la bienvenida con un ruidoso eructo.
Lucio Petronio, mi apaleado compañero, tenía mejor aspecto, los morados habían perdido intensidad. A la luz del candil parecía que no se hubiera lavado la cara en una semana. Cuando decía ponerse en marcha, podía moverse con más libertad.
—Bueno, ¿y qué tal ha ido la búsqueda de sospechosos en Sublaqueum?
—Como a mí me gusta. Muchos escenarios idílicos en los que he podido tener pensamientos poéticos.
—¿Has encontrado algo?
—Gente encantadora que nunca va a ningún sitio. Tipos rurales sanos que llevan vidas intachables y que me han dicho que no creen que haya ningún vecino que se dedique a descuartizar mujeres en los bosques.
—¿Y ahora qué? —Desperezó su gran cuerpo. Estaba claro que nuestro chico convaleciente empezaba a aburrirse.
—Regresaremos a Roma enseguida, pero yo volveré a controlar algunas de las elegantes mansiones en las que ha estado ya Julio Frontino.
—Pensé que lo habías mandado a aquellas en las que no te habían dejado entrar.
—Voy camuflado de factótum itinerante, un tipo al que cualquiera de ellos recibiría con los brazos abiertos.
—¿Existe ese tipo? —preguntó arqueando una ceja escéptico.
—Todas las buenas casas del imperio tienen, al menos, una fuente que no funciona.
Yo me ofrezco a arreglarla —le sonreí—. Y, si quieres, tú podrías venir como mi terrible aprendiz. —Petro aceptó enseguida, aunque intentó convencerme de que él era el fontanero y yo el aprendiz. Le dije que, como parecía un matón después de una pelea callejera, sería mejor que fuese él quien cargase las herramientas—. Ya veo que con la doncella de los vecinos no has encontrado mucha diversión.
—Es demasiado joven —se burló—. Demasiado peligrosa. Además —admitió—, huele a ajo y es tonta de capirote.
Todas las investigaciones incluyen un interludio durante el cual todo investigador digno de confianza se pone una túnica de una sola manga, se peina el cabello hacia atrás con aceite y se dispone a llamar a una puerta. Yo ya lo había hecho, pero Petronio, acostumbrado a imponer sus peticiones de información por medio de un garrote y la amenaza de cárcel, tenía que aprender unos cuantos trucos, sobre todo el de quedarse callado. Sin embargo, su tía Sedina le aseguró que su aspecto era el de un perfecto estúpido, el primer requisito de un fontanero. Helena nos hizo ensayar el papel, y nos dio unos cuantos consejos como «húrgate las narices con más convicción» y «no te olvides de chasquear la lengua y murmurar "oh, ésta parece complicada. Creo que aquí hay un problema grande…"».
Lo hicimos de la manera siguiente: nos pusimos unas túnicas cochambrosas y cargamos una gran bolsa que contenía diversas herramientas pesadas que encontramos en los graneros de la granja donde nos habíamos instalado. Petro y yo paseamos ante las puertas de las opulentas mansiones en las que queríamos investigar. Siempre comíamos melón. Cuando los fieros guardianes salían a mirarnos, los saludábamos alegremente y les ofrecíamos un trozo de fruta. Después de hablar del tiempo unos instantes, persuadíamos a nuestros nuevos amigos, que aún tenían jugo de melón en las barbillas, de que nos dejasen entrar. Cargábamos la bolsa por la calzada de acceso y, con todos los respetos, comunicábamos al suspicaz mayordomo que aquélla era la ocasión de su vida para sorprender al dueño y reparar esa fuente que llevaba años sin manar. La mayor parte nos dejaban entrar, ya que no tenían nada que perder. Mientras nosotros nos dedicábamos a nuestro trabajo con total ingenuidad, ellos se quedaban mirando por si acaso éramos ladrones de enseres domésticos. Eso nos daba la oportunidad de hablar, y cuando conseguíamos que la fuente funcionara de nuevo, lo que, para mi orgullo, ocurría la mayor parte de las veces, los de la casa quedaban tan agradecidos que casi siempre nos contaban algo.
Bueno, algunos sólo nos decían que nos largáramos. Hubo una casa en concreto que a Petro y a mí nos hizo sospechar. Mientras yo había estado fuera, Petro examinó la lista y las teorías formuladas (la compañía de la doncella de los vecinos tenía que haber sido un absoluto desastre), y compartió mi opinión de que debíamos investigar de nuevo la villa de Aurelia Maesia. Aunque era una mujer, sus idas y venidas de Roma eran lo más parecido a lo que andábamos buscando. Vivía en el mismo Tíbur. Su casa estaba en el lado occidental, cerca del templo de Hércules Víctor. Ese famoso santuario era el más importante de Tíbur, y estaba situado en lo alto de una colina sobre el Anio a su paso por la población. Las viejas arcadas, sostenidas sobre macizos bloques de piedra, formaban una plaza central, rodeada de unas columnas de altura doble que estaban abiertas por uno de sus lados, desde el cual se dominaba una espléndida vista del valle.
En el centro del
temenos
, se accedía al templo del semidiós subiendo unas altas escaleras, al otro lado de las cuales había un pequeño teatro. Bajo las columnas había instalado un mercado, por lo que se oían murmullos, y también había un oráculo.
—¿Por qué no consultamos al oráculo? —gruñó Petro—. ¿Para qué malgastar energía vistiéndonos de vagabundos y mojándonos hasta los sobacos cuando, en vez de eso, podemos pagar un poco de dinero para que el oráculo nos dé la respuesta?
—Los oráculos sólo tratan cuestiones sencillas. «¿Cuál es el sentido de la vida?» O bien: «¿Cómo puedo engañar a mi suegra?». La gente no suele preguntar complicaciones técnicas como «¿quién es el malnacido que secuestra y mata por diversión?». Eso requiere una elaborada capacidad de deducción.
—Y unos idiotas como tú y como yo que no sabemos cuándo rechazar un trabajo inadecuado.
—Exacto. Los oráculos son caprichosos. Te toman el pelo y te confunden. Tú y yo entramos ahí y obtenemos un resultado irrefutable, ¿no?
—Bueno, pues —se burló Petro—, vayamos de una vez a hacer un poco de daño.
A diferencia de casi todas las casas de mujeres, en las que no estaba permitida la entrada a hombres desconocidos, las tierras bien cuidadas de Aurelia Maesia eran de fácil acceso. Era de suponer que la casa tendría portero y mayordomo, pero fuimos admitidos por una cocinera que enseguida nos llevó ante la dama.
Debía de tener unos sesenta años. Iba vestida con un estilo muy majestuoso y llevaba pendientes de oro con ámbar incrustado y perlas que colgaban de ellos. Tenía una cara carnosa, que empezaba a languidecer y a demacrarse; la piel estaba llena de pequeñas arrugas. Me pareció agradable pero estúpida. Desde el primer momento en que la vi supe que no era la asesina, pero eso no excluía a su conductor o a las personas con las que compartía la carreta cuando se desplazaba a Roma. Estaba escribiendo una carta y le resultaba difícil, ya que no utilizaba un escriba y su vista no estaba en la mejor de las condiciones. Cuando entramos, alzó la mirada un tanto nerviosa. Le contamos a que nos dedicábamos, y ordenó que nos mostrasen una fuente seca en un patio lleno de liqúenes.