Tres manos en la fuente (40 page)

Read Tres manos en la fuente Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

—Gracias, Anácrites —conseguí decir sin ponerme furioso.

Para mi alivio, se alejó, aunque tomó un camino que lo llevaría a la calle de los Tres Altares y a Petro; bueno, Petro sabía tratar a Anácrites. Al menos eso era lo que yo creía. Sin embargo, lo que yo no sabía era que mi fornido socio ya no estaba allí.

Fue una noche terrible. Parecía más aburrida de lo habitual. A intervalos regulares, los aplausos se alzaban desde el circo en dirección al cielo. Unos estallidos de música insoportable procedentes de las bandas de
cornu
me sacaban de mis ensoñaciones. Poco a poco empezaron a salir espectadores. Las multitudes se dispersaban mucho más deprisa que cuando los Juegos Romanos, como si la gente notase el frío inminente de las noches de otoño aunque, a decir verdad, un día cálido y soleado concluía con una perfecta noche veraniega. Monté guardia bajo el vuelo de los murciélagos y las estrellas del cielo. La multitud, que también disfrutaba de la noche, disminuyó el paso. Muchos hombres descubrían que necesitaban tomar una copa más. Las mujeres se quedaban charlando, aunque al final se envolvían en sus brillantes estolas, más por elegancia que por frío, se alisaban los pliegues de sus faldas ajustadas y caminaban rodeadas de carabinas. Los Augustales eran unos juegos muy contenidos. Demasiado respetables para la plebe, demasiado formales para los verdaderos aficionados a las carreras.

Carecían del acento pagano de otros juegos más antiguos cuyas historias de derramamiento de sangre se remontaban a muchos siglos. Honrar a un dios humano fabricado por los hombres carecía de la atracción visceral de los viejos juegos, dedicados a unas deidades mucho más antiguas y misteriosas. Sin embargo, se habían celebrado extraños ritos, como por ejemplo la visita de las jóvenes trenzadoras a los espectáculos del segundo día. Las cinco comían pistachos, llevaban sombrilla, bebían clarea y coqueteaban con los hombres. Su líder era la zorra más chillona, ruda, inteligente y audaz que había visto en toda la noche. Se trataba, claro está, de Marina, la precoz y veleidosa madre de mi sobrina favorita.

—¡Por Juno! ¡Pero si es Falco, chicas! —¿Cómo podía ser que una muchacha tan bonita en estado de reposo tuviese una voz tan bronca? En el caso de Marina, era fácil. Si le hubiesen dado educación y fuera refinada, sería verdaderamente peligrosa—. ¡Vamos a perseguirlo por el templo a ver quién puede quitarle la túnica!

—Hola, Marina —le dije en tono pomposo.

—Hola, bastardo. ¿Puedes prestarme algo de pasta?

—Esta noche, no. —Hacerle un préstamo a Marina sólo podía considerarse una obra de caridad cívica, aunque nadie levantaría una estatua a cambio de ello—. ¿Adónde vas? —Al menos parecía sobria y empecé a preguntarme cómo podría librarme de ella.

—A casa, querido. ¿Adónde, si no? A Marcia le gusta que le cante una nana.

—No es verdad.

—Tienes razón, no lo soporta. Tengo que recordárselo a la damita que la cuida.

Me contuve de decir que su madre llegaría a casa tan tarde que la niña estaría ya a punto de levantarse. Las otras trenzadoras revoloteaban alrededor de la novia de mi hermano como si fueran una revoltosa manada de pájaros algo descoordinada. Siguieron soltando risitas y susurrando obscenidades; eran peores que las colegiales que normalmente paseaban en grupo buscando chicos a los que molestar. Esas mujeres había aprendido a ejercer el poder y, en ese largo proceso, lo único que se habían ganado era el desdén de los hombres. No permitían que el más pequeño romanticismo deshonrara su impetuosidad. Querían aterrorizarme. Sólo los dioses sabían qué me harían si lo lograban.

—Te he estado buscando —dije.

—¡Oh! —Las compañeras de Marina iniciaron una ronda de gorjeos de burla. Yo gruñí.

—Eres un perro asqueroso.

—Tranquila, se trata de un asunto serio.

—¡Oh, oh! —Las chicas callaron.

—El mejor de Roma —comenté—. Tan loable como Cornelia, la madre de los Graco.

—Oh, no sigas. —Marina tenía una capacidad de concentración muy limitada, incluso para convertir en desgraciado a un hombre—. ¿Qué quieres, Falco?

—Hacerte una pregunta. La noche que nos encontramos en el Foro…

—¿Cuando esa extraña chica vomitó en el templo de las Vestales?

—Pensaba que era amiga tuya.

—Nunca la había visto y no la he vuelto a ver. Ni idea de quién es. Estaba un poco desmoralizada y pensé que debía acompañarla a casa. —Sí, claro. Las trenzadoras tenían mucha humanidad.

—Bueno, no importa. No es por esa chica por quien siento curiosidad. ¿Quién era el hombre que conducía el carruaje que pasó por allí y al que tú chillaste?

—¿Qué carruaje? —preguntó Marina, que no recordaba haber hecho nada de eso. Sus amigas redujeron su mala conducta a caminar arriba y abajo con impaciencia. Aburridas de mí, ya estaban buscando alguien a quien tiranizar—. En el Foro nunca grito a los hombres, Marco Didio. Ellos no me insultan.

Le conté que el vehículo había aparecido de repente de entre las sombras y que yo había escuchado un intercambio de frases procaces entre ella y ese tipo. Por eso creí que se conocían.

Marina se quedó pensativa. Yo permanecí quieto, permitiéndole conducir sus pensamientos por aquel trozo tan pequeño de tejido humano que usaba como cerebro.

Sabía por experiencia que ese proceso podía tomar tiempo; también sabía que probablemente no serviría de nada, pero yo era un profesional cabezota y siempre lo intentaba.

—¿Un carro? ¿Qué quieres decir? —preguntó.

—Es una cosa con ruedas y caballos delante. En él, una o varias personas pueden recorrer largas distancias de una manera muy incómoda y a unos precios abusivos.

—¡Cómo te gusta complicar las cosas, Marco! Tiene que ser uno que veo a veces…

—¿No te acuerdas? ¿Lo estás intentando?

—Oh, estoy segura de que si pienso en ello un buen rato lo recordaré pero, a decir verdad, esa noche no estaba en condiciones de fijarme en muchas cosas.

—Eso es franqueza.

Marina seguía pensando despacio. En su frente de alabastro se formó una marcada arruga. A muchos hombres les hubiera gustado poder borrarla, pero yo estaba a punto de estampársela para siempre de un puñetazo.

—No pudo ser él, de lo contrario se hubiera detenido. Cuando nos encontramos, siempre charlamos.

—¿De quién me hablas?

—De un tipo que aparca en nuestra calle. Nos reímos mucho con su historia, a ti te encantará. Resulta que lleva a su amo de visita. Es un hombre respetable, de buena familia, pero lo que ésta no sabe es que la noche anterior llega a casa con aire mojigato. Ella era una profesional y él es su último cliente leal. Aparenta unos cien años, sólo los dioses saben qué harán cuando están juntos. A ella nunca la vemos, apenas puede moverse hasta la ventana para despedirse de él hasta el día siguiente.

—¿Cómo se llama?

—¿El amo del conductor? No me lo preguntes, yo no pierdo el tiempo inspeccionando las partidas de nacimiento de la gente.

—¿De dónde son? ¿Vienen de fuera de Roma? ¿De algún lugar como Tíbur?

—No creo —murmuró Marina—. Has dicho que era un carruaje, pero yo no lo llamaría así. Es más bien como una incómoda caja sobre ruedas.

—¿Sin cubierta? ¿Y van corriendo? ¡Anda ya! ¿Y el viejo puede encaramarse y sentarse delante?

—Lo hace de una forma muy varonil.

—¿Han estado en tu calle, esta semana?

—No me he fijado —Marina tenía un aire un tanto evasivo. Imaginé que no quería decirme que había salido mucho y que había tenido que dejar a Marcia en otro sitio.

Sería inútil preguntárselo.

—El conductor ¿es un tipo bajito, cojo y con el cabello pelirrojo?

—¡Por todos los dioses! ¿Crees que andan haciendo algo malo? Es un hombre, o sea que es feo, pero corriente. —Otra vez reconocía a desgana que no era nuestro sospechoso Damonte.

—¿Tiene aventuras amorosas?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —se burló Marina, indignada—. ¿Qué pasa?

—No, nada, sólo me preguntaba si el vehículo que vimos en el Foro pertenecía al hombre que esa misma noche tiró la cabeza de una mujer asesinada a la Cloaca Máxima.

—Quieres asustarme. —Sus inquietas amigas dejaron de moverse. Marina se puso pálida.

—Sí, quiero asustarte. Esta noche, tened cuidado todas. Marina, si ves a esa caja incómoda sobre dos ruedas, búscame o busca a Petronio.

—¿Es él? ¿El malnacido al que estás buscando?

—No está nada claro, pero quiero comprobarlo. Si no es él, es probable que el malnacido auténtico esté por ahí a punto de atacar de nuevo.

Le dije que a la mañana siguiente iría a verla y que quería que me mostrase la casa de la vieja prostituta, a la que tendría que interrogar. Vaya con la calle del Honor y la Virtud. Como era habitual, vivía en flagrante acuerdo con su encantador nombre.

Me quedé en el templo hasta casi el amanecer y no vi nada importante.

Lo que Marina había contado me intrigaba. Mientras esperaba a Petro mucho más de lo habitual, advertí que necesitaba imperiosamente cambiar impresiones con él. Se debía de haber quedado montando guardia hasta el último minuto, reacio a admitir que habíamos perdido otra noche. Bajé las escaleras del templo procurando no pisar ninguna grieta para no alertar a los osos del pavimento, y luego empecé a pasear en torno al circo en busca de Petro. Si estaba allí, yo no lo veía. En cambio, junto a la gran puerta de salida, en esos momentos cerrada, vi algo que me llamó la atención, antorchas.

Brillaban y parecían recién encendidas, mientras que las pocas lámparas que quedaban alumbrando la calle eran sólo una tenue luz vacilante.

Me topé con un grupo de esclavos, guiados por un joven vestido de blanco como los patricios y a quien reconocí enseguida. Por su actitud nerviosa, antes de llamarlo ya supe que tenía algún problema.

—¡Eliano!

El hermano menos favorito de Helena corría arriba y abajo ante la puerta del circo.

Cuando me vio, el orgullo le hizo detenerse y llamarme.

—¡Falco! —Lo dijo con demasiado apremio. Sabía que yo notaba que estaba desesperado—. ¿Puedes ayudarme, Marco Didio?

—¿Qué ocurre? —Tuve un mal presentimiento.

—Espero que nada, pero he perdido a Claudia.

El presentimiento era acertado y de ese modo empezó una pesadilla.

LVIII

—¿Cuánto rato hace que ha desaparecido?

—¡Horas, Oh dioses!

—¿Horas?

—Desde esta noche…

—La pasada noche —dije, tras echar al cielo una mirada llena de significado.

—No tienes que decírmelo. Es terrible, y sus abuelos están a punto de llegar…

Controló momentáneamente los nervios y sacudió negativamente la cabeza para regañarse a sí mismo por pensar en trivialidades. Yo había deseado verlo caer en desgracia, pero no de ese modo. Era arrogante, pretencioso e insensato y sus críticas hacia nosotros habían herido mucho a Helena. En esos momentos estaba en medio de la calle, con su joven figura acalorada y preocupada intentando fingir calma. Yo sabía, y él tenía que notarlo, que estaba ante una tragedia.

—Tranquilízate. —El alivio por tener a alguien con quien compartir su pena lo había vuelto inútil. Lo agarré por los hombros para que cesara su pánico. La elegante tela blanca de la túnica estaba empapada de sudor.

—Claudia quería ir a los juegos y yo no. La dejé en el circo…

—¿Sola? —No soy un puritano social pero Claudia era joven y extranjera.

—Justino iba a ir con ella pero… Justino se ha marchado al extranjero. —No era el momento de preguntarle adónde había ido su hermano.

—Así que la dejaste sola. ¿Lo saben tus padres?

—¡Ahora sí! Cuando pasé a recogerla, tal como habíamos acordado, no se presentó en el lugar de la cita y luego empecé a cometer muchos errores.

—Cuenta.

—Miré por todos lados. Primero estaba molesto con ella y casi me fui a tomar una copa, hastiado. —No dije nada—. Supuse que se había cansado de esperar. Claudia no cree demasiado en mi capacidad de organización. —Me pareció que aquello era algo más que una riña de enamorados—. Pensé que había decidido olvidarse de mí y volver a casa.

Reprimí una nueva airada exclamación de «¿Sola?».

No estaba lejos. Sólo caminar hasta el principio de la calle de los Tres Altares y luego doblar a la derecha por la Vía Apia; desde el primer cruce se veía la Puerta Capena detrás del Aqua Claudia y el Aqua Appia. Corriendo enloquecido, Eliano había tardado sólo unos minutos en llegar a casa de los Camilo y ella no hubiese tardado mucho más. Reconocería el camino, se sentiría segura.

—Entonces, ¿volviste corriendo a casa?

—Sí, y no había aparecido.

—¿Se lo contaste a tu padre?

—¡Otro error! Me sentía avergonzado e intenté arreglar las cosas yo solo. Sin hacer ruido, cogí a todos los esclavos que encontré y volví en su busca. Eso no fue una buena idea, claro. Entré en el circo, pero todas las personas sentadas cerca de ella se habían marchado. Y, como es natural, los ediles que estaban de guardia se rieron de mí. Volví a casa, se lo dije a papá, éste dio parte a los vigiles y yo sigo buscando…

—Demasiado tarde. —No había nada que ganar ahorrándole la verdad. Claudia Rufina era una chica sensata y juiciosa, demasiado considerada como para estar jugando con él—. Aulo —rara vez lo llamaba por su nombre de pila—, esto es muy serio.

—Comprendo. —No se excusó ni tampoco se hizo terribles reproches, aunque supe que se sentía culpable. Conozco la sensación—. ¿Me ayudarás, Falco?

Me encogí de hombros. Era mi trabajo y, además, los Camilo eran parte de mi familia.

—Aún no sabes lo peor. —A Eliano le castañeteaban los dientes—. Antes hablé con un vendedor ambulante de comida, el hombre dijo que había visto a una chica que se ajustaba a la descripción de Claudia; estaba sola, esperando ante la puerta. Después habló con el conductor de un vehículo, un carruaje, dijo el hombre, aunque no estaba del todo seguro. Cree que se montó en él y se marchó a gran velocidad.

—¿En qué dirección?

No tenía ni idea, por supuesto. Ni tampoco pidió una descripción del conductor. Y el vendedor de comida hacía mucho rato que se había marchado. Mandamos a los esclavos a casa.

Hice caminar deprisa a Eliano hacia la calle de los Tres Altares. Allí me encontré a un agente de los vigiles en el lugar donde Petro había montado guardia. Me dijo que éste se había marchado a algún sitio.

Other books

Antes de que hiele by Henning Mankell
Serendipity by Joanna Wylde
One for the Road by Tony Horwitz
Wagonmaster by Nita Wick
Hunted by Emlyn Rees
Darkness and Dawn by George England
Invisible Boy by Cornelia Read
Stranger in Dadland by Amy Goldman Koss
Falling by Jane Green