Tres manos en la fuente (42 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

En ausencia de otras ideas brillantes, seguí mi única corazonada. Aun cuando las últimas pruebas indicaran que iba mal encaminado, pasé ante el templo de Hércules Víctor y me dirigí hacia la casa de Aurelia Maesia.

El tiempo se me echaba encima. Debían de ser las cuatro de la tarde, y no se podía viajar con la oscuridad. Si tenía que detenerme más tarde, el asesino también tendría que hacerlo; y tenía a la víctima como compañía, viva o muerta. Tal vez en esos instantes todavía estaba viva pero, en cuanto dejaran de viajar, no lo estarían mucho más tiempo.

¿Le daría de comer? ¿Le permitiría hacer sus necesidades? ¿Cómo lo haría sin arriesgarse a que lo descubrieran? Debía de haberla atado, amordazado y escondido. La chica llevaba con él una noche y casi un día. Aun en el caso de que consiguiera rescatarla, nunca volvería a ser la misma.

Mientras me acercaba a la villa de Aurelia Maesia, lo único que podía esperar era que ése fuera el lugar donde les encontraría pero, para entonces, me había resignado a la evidencia de que probablemente iba a un lugar equivocado.

LXI

Estaba perfectamente claro que en unos días no se esperaba el regreso a casa de Aurelia Maesia, los esclavos habían salido todos a la terraza y tomaban el sol, las herramientas del jardín estaban apoyadas en una estatua, nadie trabajaba, habían tomado prestadas las mejores tumbonas y estaban arrellanados en ellas, tan adormecidos que ni con mi llegada se pusieron en pie. Además, si se hubieran movido demasiado deprisa, se hubieran derramado por encima las bebidas que tomaban.

—¿Dónde está Damonte?

—En Roma, pasándolo bien.

—¡Ese cerdo libidinoso! —gritó la cocinera, que era su esposa oficial.

—Cuando va a Roma, ¿vuelve él solo en el carruaje?

—¿Es eso posible? —cacareó la cocinera. Y luego, rutinariamente añadió—: Ese cerdo libidinoso.

Me encantó que insultase a Damonte, pero yo necesitaba respuestas rápidas. Busqué al chico, Tito, le dije que quería hablar a solas con él y nos alejamos.

—¿Tú no eres Gayo, el fontanero?

—Eso fue una farsa, pensaba que lo habías advertido. —No dijo nada. Si se sentía traicionado por el engaño no colaboraría. No le di tiempo a que empezara a sentirse molesto—. Ahora tienes la oportunidad de ayudar en una situación desesperada. Escucha, Tito: han ocurrido cosas terribles y estoy intentando arrestar a ese miserable.

—¿Te refieres a Damonte? —preguntó con unos ojos como platos.

—Pensé que era posible, pero ahora tengo una nueva idea. Dime una cosa: Aurelia Maesia visita a su hermana, que se llama Aurelia Grata, ¿verdad? —Tito asintió.

Aurelia Grata… En algún lugar lodoso de mi conciencia surgió un recuerdo—. ¿Y su padre se reúne con ellas en casa de la hermana?

—Sí.

En mi cerebro cansado se había disparado una alarma. Luego oí ecos procedentes de direcciones distintas.

—¿No se llamará Rosio Grato?

—Exacto.

—¿Y vive en la carretera de Sublaqueum?

—Sí.

Respiré despacio. Era inútil apresurar aquello.

—¿Y él también va a Roma, cuando su hija de Tíbur va a la ciudad? ¿Lo lleva con ella, tu ama?

—No. La vieja no soporta pasarse horas encerrada con él en el carruaje. Se llevan bien, pero si no se ven mucho, mejor. Es por eso que él sigue viviendo en su finca. Además, a él le gusta ir a Roma solo. En realidad, disfruta mucho corriendo con el carruaje.

—¿Qué vehículo utiliza?

—Un cisio.

—¿Qué? ¿Un viejo en un carro descubierto de dos ruedas, a merced del tiempo?

—Es el que ha utilizado siempre. —Oí a Marina diciendo «se monta en él de una forma tan varonil…».

—¿Va al circo con las mujeres?

—No, duerme todo el día y sólo se despierta para la cena.

—Pero, en otros aspectos, ¿sigue siendo Rosio Grato un hombre de mundo?

—Me temo que sí —dijo Tito, ruborizándose.

—¿Visita a alguna mujer? —pregunté, arqueando una ceja.

—Siempre lo ha hecho. Se supone que es su gran secreto, pero todos nos reímos de eso. ¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha contado alguien que vive en la misma calle. Bueno, ésa es otra razón que tiene para no viajar con su hija. ¿Conduce él mismo?

—No, lo lleva alguien.

—¿Y ese alguien trae de vuelta el cisio mientras el viejo se queda con sus hijas, y luego regresa a recogerlo al final de los juegos?

—Probablemente. El viejo no necesita el cisio. Ya te lo he dicho, se pasa el día dormitando en un sofá. ¿Te estoy ayudando? —preguntó el muchacho ansioso.

—Muchísimo, Tito. Me has contado lo que yo tendría que haber descubierto por mí mismo hace días. El problema está en que escuché a alguien a quien no debía.

—¿Qué quieres decir?

—Alguien me contó que Rosio Grato nunca iba a Roma.

—Eso es ridículo.

—La gente dice mentiras. —Mientras iba hacia el caballo lo miré con ternura—. Tienes que aprender a estar atento a ellas. Sigue mi consejo: cuídate de los hombres que no hacen nada, que se pasan el día junto a un camino. —Montar en la silla fue todo un esfuerzo—. El conductor del cisio, ¿no se llamará Turio?

—Sí, es él.

Tenía que haberlo adivinado. Tito quería darme la dirección, pero no la necesitaba.

Tenía que seguir la Vía Valeria hasta el punto en que los acueductos tomaban el agua del Anio y luego desviarme hacia Sublaqueum. Además, no tenía que hacerlo en un día, que era lo que normalmente se tardaba en ese viaje, sino en las pocas horas que faltaban para el anochecer.

Dejé un mensaje a Tito por si llegaban refuerzos, pero yo había perdido toda esperanza, no tendrían tiempo de desplazarse hasta allí. Debía hacerlo yo solo.

Los correos imperiales pueden recorrer casi cien kilómetros al día si cambian de caballo, por lo que yo haría lo mismo; estar ya en posesión de un caballo de la administración pública me ayudaría a conseguirlo. Antes de tomar la carretera de la granja de Horacio, cambié el gris por una yegua marrón con una mancha blanca en una posta, otra oportunidad perdida de visitar la Fuente Bandusia. En esos momentos no me importaba.

La luz era cada vez más escasa. Pasé junto a las fuentes del acueducto situadas en los hitos treinta y cinco y treinta y ocho. Seguí galopando hacia Sublaqueum durante ocho kilómetros más y entonces llegué al gran depósito de barro. Me detuve, buscando a Bolano. Enseguida apareció uno de sus esclavos públicos.

—Hace un rato que Bolano vio pasar un carro y salió tras él montado en un asno.

—¿Solo?

—Habíamos terminado de limpiar el depósito. Estábamos solos él y yo con la red de dragado y me dijo que me quedara aquí y que si venía usted se lo contara.

—Sé adónde ha ido. Quédate aquí por si vienen refuerzos y explícales cómo llegar a la finca de Rosio Grato. ¿De acuerdo?

Cuando seguí la compuerta que dirigía el agua hacia el depósito, vi la red barrenera que habían tendido río arriba. Aterrorizado, recé para que aquel día no hubieran sacado nada. Seguí cabalgando, impulsado por el desespero. Bolano también corría peligro, con su espalda rígida y su ojo malo, no sería rival para un asesino perverso. Al llegar a la finca de Rosio Grato, disminuí el paso de la yegua. En el camino que iba hacia la casa no me encontré a nadie, los edificios de la villa estaban en silencio, allí no había esclavos pasándoselo bien. De mi anterior visita había sacado la impresión de que el viejo tenía muy pocos criados, sin embargo, el ama de llaves seguía allí porque oyó el caballo y salió a ver qué pasaba.

—Me llamo Falco. El otro día estuve aquí. Tengo que hablar con Turio. ¿Ha vuelto de Roma? —La mujer asintió—. ¿Qué está haciendo?

—No tengo ni idea. A ése no le sigo la pista —dijo en tono de reprobación. Todo encajaba.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—Debería estar en el establo, pero si no está ahí, le será difícil encontrarlo. A menudo va al bosque. —Parecía curiosa, pero estaba preocupada por su trabajo y me dejó marchar.

—Gracias. Si lo ves primero, no le digas que he venido. Quiero darle una sorpresa.

—Muy bien. —Era obvio que dejaban que Turio fuese a su aire. Eso se debía probablemente a que les resultaba difícil tratar con él. Era todo como yo esperaba: un tipo solitario con extraños hábitos, impopular—. Parece usted muy cansado, Falco.

—Un día muy largo —dije, y sabía que no había terminado.

Primero miré en el establo. No encontré al conductor ni a Bolano, pero vi el cisio. A sus dos caballos, que todavía exhalaban vapor, se les había dado comida y bebida.

Amarré mi yegua junto a ellos. Examiné el antiguo vehículo. Como todo el mundo había dicho, era un carro de base alta, con dos ruedas unidas por una barra de hierro y espacio para dos pasajeros. Bajo el asiento había una caja, fijada con un gran candado.

Así, el cisio podía aparcar sin que el equipaje corriera peligro. En esos momentos estaba cerrada. La golpeé ligeramente. Nada. Con alivio advertí que en la plancha habían horadado unos agujeros. Busqué la llave sin suerte, claro. Tampoco esperaba que fuese tan fácil. Aquello era un establo y tenía que haber herramientas. Desperdicié unos segundos haciendo lo más inútil que podía hacerse: intentar abrir el candado con un clavo. Ridículo. Estaba demasiado cansado para pensar con sensatez, necesitaba algo más fuerte. Sin olvidar que Turio podía regresar, salí a inspeccionar las instalaciones de la granja hasta que encontré una pequeña tienda. Como solía ocurrir en las villas remotas, estaba bien abastecida. Con una palanca conseguí doblar parcialmente las grapas del candado debilitando el metal, y luego le di un fuerte martillazo. Sudaba a mares, y no por el ejercicio físico sino por pura ansiedad.

Me quedé quieto, escuchando. Allí no se movía nada, como tampoco en la casa. Hice acopio de fuerzas y abrí la caja. En ella había varios olores asquerosos de origen humano pero, aparte de algunos sacos, que eran la fuente de aquellos olores, no había nada más.

LXII

Tendría que registrar el bosque.

Grité su nombre.

—¡Claudia! —Si oía mi voz, eso tal vez le daría fuerzas para resistir.

Se había hecho de noche. Volví a la casa para pedir una lámpara. Sabía que necesitaba ayuda y le dije a la ama de llaves que llamara a los otros esclavos de la casa.

No había demasiados, pero se presentaron enseguida, como si esperasen que ocurriera algo; formaban un grupo abigarrado de trabajadores desgarbados, harapientos y evasivos. Me miraron con sorpresa.

—Escuchad, vosotros no me conocéis pero me llamo Falco y trabajo para el gobierno. Tengo que encontrar a Turio. Creo que ha raptado a una joven y quiere matarla.

Vi que intercambiaban miradas. Al parecer, nadie había expresado sospechas en voz alta pero no se sorprendieron. Controlé la ira. Hubiesen podido salvar la vida de no se sabía cuántas jóvenes y mujeres adultas. Bueno, al menos podrían ayudarme a rescatar a Claudia.

—Si creéis verlo, no os acerquéis a él. Gritad con fuerza para que los demás lo sepamos.

No tuve que decirlo dos veces.

Patrullamos el bosque hasta que la oscuridad fue demasiado densa y no se podía seguir ni con antorchas. Lo llamamos a gritos, registramos establos de ganado y almacenes de leña, golpeamos la maleza con bastones, sorprendiendo a los animales silvestres que llevan años viviendo en sotos sin que nadie los molestara. Un asno suelto salió a saludarnos desde detrás de un matorral. Tenía que ser el que Bolano había utilizado, aunque no había rastro de él. Turio no apareció y nosotros no conseguimos hacerlo salir de su escondite. Sin embargo, tenía que estar allí y haber advertido que íbamos a por él.

Mi falta de disimulo era deliberada. Era la última esperanza que tenía para que desistiera de tocar a la chica. Nos dedicamos a buscarlo toda la noche. Dondequiera que se refugiase, debía encontrarlo antes de que se hiciera de día. Nos movimos de un lugar a otro hasta que los primeros rayos de sol iluminaron las plácidas aguas del Anio.

Entonces hice correr la voz de que todos se quedaran quietos, dejaran de llamarlo a gritos y no se movieran hasta que saliera de su escondite.

Pasé buena parte de la noche a la orilla del río; algo me atrajo hacia allí y no me dejó marchar. Había descansado un rato, agachado sobre los talones y con la espalda apoyada contra un árbol, con los oídos atentos, mientras mi cerebro no bajaba la guardia y se aceleraba. Estuve despierto, todo lo despierto que podía estar un hombre que no había visto la cama en dos días.

Cuando el alba despertó en las colinas, me acerqué al río y me lavé la cara. El agua estaba fría, como también lo estaba el aire, mucho más en aquellas montañas que en la ciudad de Roma. Con las manos semicerradas dejé caer el agua de nuevo al río lo más suavemente que pude, sin hacer más ruido que una trucha de montaña. Con los primeros rayos de sol algo destelló en el agua. Me agaché a mirarlo. Era un pendiente. No era el par del que Bolano me había mostrado, hubiera sido demasiada coincidencia; se trataba de un aro sencillo, tal vez ni siquiera era de oro. Tenía un orificio del que debía haber colgado una pequeña pieza, pero ésta había desaparecido. Hundí la mano en las frías aguas del río para cogerlo y volví a la orilla, haciendo una pausa para sacudirme el agua de la mano. De repente, allí en el Anio, me sentí vulnerable. El asesino tenía que estar muy cerca. Y si sabía que yo estaba en la zona, podía ser incluso que me vigilara.

Subí hacia los bosques haciendo más ruido del que pretendía. Entonces noté algo; bajo unos pequeños árboles había una pequeña cabaña. En la oscuridad de la noche me había pasado por alto. No era gran cosa, sólo cuatro paredes y un techo hundido. En sus maderos cubiertos de líquenes crecía una vegetación sin flores y en las zarzas que la rodeaban brillaban grandes moras negras entre inmensas telarañas. A mi alrededor reinaba el silencio, a excepción del suave chapoteo del río que fluía a mis espaldas. Me sentí como el héroe mítico que finalmente ha llegado al oráculo, aunque era poco probable que salieran a recibirme eremitas hijos de hechiceras o esfinges doradas. Había un sendero muy marcado junto a la orilla del río, pero yo me acerqué por entre la maleza. Una gran telaraña me cerró el paso, la aparté con un bastón y dejé que el grueso insecto se escondiera entre las hierbas. Mis ojos no se apartaban de la puerta cerrada de la cabaña.

Cuando llegué ante ella me pareció que estaba atrancada. Se abría hacia dentro. No había cerrado pero, aunque por arriba se movía unos centímetros, estaba calzada por la base. Intenté no hacer ruido pero al final, de un fuerte empujón, conseguí abrirla un poco. Debía de haber algo apoyado contra la puerta por la parte interior. La luz era todavía insuficiente y no se veía bien, aunque cuando me acerqué me asaltaron aquellos olores rancios y perturbadores. Allí debía descuartizarlas. Olía como si hubieran tenido cerdos encerrados, pero en la finca de Rosio Grato no los había. Si deshacerse de los cuerpos fuera fácil, no habría un largo sendero de pruebas que me llevara desde Roma hasta allí.

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