—Espero que estés dispuesto a ser tú quien digas a los vigiles que buscamos a un tipo pequeño, de cabello jengibre y con una pierna endeble —comentó Petro.
—Pensarán que es una broma.
—Falco, he llegado a la conclusión de que todo lo que haces es una broma —replicó con amargura.
Esperábamos que el asesino entrase por la Puerta Tiburtina, tanto si era nuestro Damonte de cabello color jengibre u otra persona. Tanto la Vía Tiburtina como la Collatina entraban en Roma a través de ella. Allí y también en la Puerta Prestina, adonde llegaba una carretera procedente de la misma zona de la Campiña, los vigiles detenían y anotaban cada vehículo. Sin ánimo de exagerar, tengo que decir que se organizó un buen caos. Explicamos que era un censo de vehículos ordenado por el emperador. Todos los conductores tenían que declarar de dónde venían y cuál era su destino previsto en Roma. Unos cuantos lo dijeron a desgana y otros probablemente nos mintieron por principios. Cuando les preguntamos la razón del viaje y lo a menudo que venían a la ciudad para los festivales, algunos ocupantes de los carros de clase media y de clase alta dijeron que correrían de vuelta a casa para redactar una queja y presentársela a Vespasiano. Como era de esperar, les dijimos: «Lo siento mucho señor, son órdenes de arriba» y «No nos eche la culpa, tribuno, yo sólo cumplo con mi deber», lo cual les enfurecía más. Cuando se marchaban con las ruedas echando chispas, estaban demasiado enfadados para preguntarse cuál sería el verdadero motivo de nuestras preguntas.
El carruaje de cuatro ruedas, gran envergadura y adornos de bronce llegó por Puerta Tiburtina en las Calendas. En ese momento, yo estaba allí. Me había apostado en ese lugar tan pronto como se permitió la entrada de vehículos. Cuatro caballos tiraban del gran carruaje pero avanzaba a paso de funeral y su lentitud había provocado una cola de vehículos de un kilómetro. Era fácil de distinguir, no sólo por los gritos de frustración de los conductores que iban detrás sino porque arriba, en la parte delantera, iba el pequeño hombre con el cabello color jengibre al que todos buscábamos. Retrocedí y dejé que uno de los vigiles alzase su bastón para detenerlo. Vi a la anciana Aurelia Maesia que miraba frunciendo las cejas; era la única pasajera. Damonte, el carretero, tendría unos cincuenta años, era pecoso, con la piel clara y el pelo rojizo, como rojizas eran también sus cejas y pestañas. No tenía aspecto de psicópata, aunque por alguna extraña razón, suele ser de ese modo. Mientras los vigiles los sometían al cuestionario, yo me escondí bajo el portal interior y oí todo lo que decían. Aurelia Maesia contó los planes que tenía en Roma con su hermana, que, según dijo, se llamaba Aurelia Grata y vivía en Vía Lata. Afirmó que se quedaría en Roma durante todos los juegos con motivo de una reunión familiar. Damonte dio el nombre de un establo fuera de la Puerta Metrovia donde aseguró que se alojaría con los caballos y el carruaje, y luego prosiguió en medio del gran atasco de tráfico que había en Roma esa noche. Un agente de los vigiles avisado de antemano lo siguió a pie, tenía instrucciones de pegarse a Damonte hasta el establo y luego montar guardia allí durante el resto de los juegos, siguiendo al hombre cada vez que saliera.
Damonte no encajaba con nuestra idea del asesino. Si era cierto que se quedaba en esos establos todos los juegos, se escapaba de nuestra pauta del asesino, que regresaba a Tíbur para cometer los asesinatos y volvía a la ciudad para deshacerse de los torsos y las cabezas de las víctimas. Sin embargo, si por casualidad los asesinatos tenían alguna relación con Damonte, yo sentiría una tranquila satisfacción: la Puerta Metrovia estaba al final de la calle del Cíclope, a pocos minutos de donde Asinia había sido vista por última vez, y era la puerta de acceso a la ciudad más próxima al Circo Máximo.
Había dos festivales romanos en honor de Augusto. Su aniversario era ocho días antes de octubre y ese día se habían celebrado los juegos en el circo. Nos los perdimos porque estábamos en Tíbur, pero acababan de inaugurarse los grandes Juegos de Augusto, en los que se conmemoraba el aniversario de su regreso del extranjero donde había estado pacificando provincias extranjeras. Con ello iban a la quiebra bancos de todo el imperio, y ésos eran los gastos públicos que a mí me hubiera gustado evitar. Si no alababa a los emperadores cuando estaban vivos, mucho menos quería participar en su divinización una vez Roma se había librado de ellos.
El día de la ceremonia inaugural, Petro y yo estábamos tan excitados como Bruto y Casio con las pesadillas que tuvieron la noche antes de la batalla de las Filípicas. Si se cumplía lo que habíamos previsto, al llegar la noche el asesino saldría en busca de su siguiente víctima. Julio Frontino había celebrado largas reuniones con los tribunos de la Quinta y Sexta Cohorte de vigiles, que patrullaban la zona del circo. Su misión sería velar por la seguridad de las mujeres que fuesen solas. Cada vez que pensaba en la extensión de terreno que teníamos que cubrir y el número de personas que por él se moverían, me quedaba helado. Era una tarea desmedida. Habíamos acariciado la idea de poner avisos advirtiendo a la gente del peligro que corría, pero Frontino nos lo prohibió.
Nos descorazonó un poco pero él asumió la responsabilidad final. Teníamos que ser duros, todo tenía que aparentar normalidad; queríamos que el asesino actuase, pero que lo hiciera ante nuestros ojos para poder intervenir.
La primera tarde mi hermana Maya pasó por casa. Era un espíritu brillante, divertido, sagaz, dispuesta a cualquier cosa y un tanto incontrolable.
—¡Tenemos que ir, Helena! —gritó—. Tú y yo somos de las que podemos mantener los ojos abiertos. Apuesto lo que quieras a que si este tipo está ahí, nosotras lo identificaremos.
—Ni se os ocurra acercaros al circo —dije, horrorizado. Maya era mi hermana pequeña y Helena mi compañera. Según la tradición romana, mi palabra era ley, pero eran dos mujeres con carácter y yo sólo era el inútil que hacía por ellas todo lo que podía. No tenía poder sobre ninguna de ellas. Eran amigas íntimas y las dos muy peleonas.
—Maya tiene razón —dijo Helena—. Maya y yo podríamos acercarnos al circo como señuelos.
—¡Por todos los dioses!
—Tenemos que ser brillantes, poner en práctica alguna acción —insistió Maya. Por lo que ésta sabía de las investigaciones, tenían que haber estado conspirando mientras yo estaba fuera—. Se te escapó durante los Juegos Romanos y se te escapará otra vez.
—Vaya manera de darme ánimos.
—Ni siquiera sabes cómo actúa ese malnacido.
Eso era cierto. No teníamos pruebas aparte de que Pía y su horrible novio Mundo habían visto a Asinia hablando con alguien que iba a pie; sin embargo, el hombre al que vieron no tenía por qué estar relacionado con los asesinatos. Asinia pudo ser secuestrada más tarde, y montada en un carro, carruaje o cuadriga o incluso a lomos de un asno y, ya puestos, en el caballo alado de Perseo.
—Lo más parecido que tenemos a un sospechoso es un conductor.
—Eso no es más que una corazonada vuestra —dijo Maya, ladeando la cabeza.
—Confía en nosotros.
—Perdona, Marco, pero ¿cómo quieres que lo haga? Os conozco, a ti y a Lucio Petronio…
—Entonces ya estarás al corriente de nuestros éxitos. —Yo intentaba controlar mi genio. Ante las chicas y sus disparatadas teorías, siempre fingía estar abierto a sus sugerencias.
—Lo que sé es que sois un par de vagos.
Apelé a Helena Justina. Había estado escuchando con el aire sumiso de mujer que sabe que tiene que ser sensata aunque, con el corazón en la mano, dijo:
—La nuestra es una buena idea, Marco, pero comprendo que estés nervioso.
—Es demasiado arriesgado.
—Tú estarás allí para protegernos.
—Os agradezco el ofrecimiento. Ambas significáis mucho para mí y no quiero que lo hagáis. Lo que no puedo es encerraros en casa…
—¡Ni se te ocurra! —interrumpió Maya.
Lo único que podía hacer era pedirles que hicieran caso de mi consejo y que no cometieran ninguna estupidez cuando me marchara. Me escucharon con expresiones lastimeras, y luego prometieron tan solemnemente que se portarían bien que era obvio que harían lo que les viniese en gana. Había llegado el momento de afilar el cuchillo y preparar la mente para el peligro. No tenía tiempo de tratar con aquellas dos que, lo único que querían, era importunarme. Hay hombres que, en situaciones desesperadas, dejarían que sus amadas corrieran riesgo. Helena y Maya eran valientes y listas. Si alguna vez tuviésemos que utilizar señuelos, ellas serían la mejor opción, pero usar señuelos es demasiado arriesgado; siempre puede ocurrir algo inesperado, un error o una confusión las expondría al peligro. Un hombre sólo necesita un segundo para hacerse con una chica, cortarle la garganta y hacerla callar para siempre.
—Quedaos en casa —supliqué antes de salir a mi guardia nocturna. Tal vez continuaron hablando mientras yo me preparaba, porque ambas me besaron en silencio, como encantadoras damas bien educadas. Eso me entristeció. Se las veía demasiado dóciles. ¿Habían decidido llevar a cabo aquel disparatado plan sin decírmelo? Por todos los dioses, ya tenía bastantes problemas…
Estuvimos de guardia fuera del circo toda la noche. Una vez más, me tocó patrullar la calle de los Tres Altares. Petro se apostó en el templo del Sol y la Luna. El tiempo era templado, húmedo y el cielo estaba despejado; no hacía demasiado calor, pero sí el suficiente para provocar un ambiente de excitación. Las chicas revoloteaban por las calles en frívolos vestidos, con los broches de los hombros a medio cerrar y las costuras laterales abiertas, mientras hundían felices las manos en sus bolsas de almendras y dulces, sin reparar apenas en quienes las miraban o pudieran seguirlas. Con los brazos, los cuellos y las cabezas al aire: unas claras invitaciones a la lujuria. Nunca había visto a tantas romanas despreocupadas y confiadas, ajenas al peligro que corrían. Empecé a desanimarme. Había demasiada gente, nosotros éramos demasiado pocos, las puertas de salida del circo era muchas y muchas las calles donde el asesino podía actuar secuestrando a una mujer que regresase a casa.
Nos quedamos hasta que no pudimos más. Nuestra concentración había disminuido, debido sobre todo a que no sabíamos a quién buscábamos entre la multitud. Los juegos terminaron, las sillas de mano habían venido y se habían marchado, las prostitutas y los borrachos tomaron el barrio y, poco a poco, empezaban a regresar a sus casas. Con la primera luz, me acerqué al templo. Petro y yo nos quedamos juntos unos minutos, mirando a nuestro alrededor. Las calles y las escaleras del templo estaban llenas de porquería, los perros callejeros y los vagabundos revolvían la basura. Quedaban pocas lámparas encendidas. Por fin había silencio, interrumpido ocasionalmente por ruidos molestos procedentes de los callejones oscuros.
—Si ha estado aquí, se nos ha escapado —dijo Petronio en voz baja—. Puede haber secuestrado a alguien.
—¿Qué opinas?
—Espero que no.
—Pero ¿qué opinas, socio?
—No me hagas preguntas, Falco. Muy cansados, volvimos juntos a la plaza de la Fuente.
Helena me despertó a mediodía. Me trajo una bebida, me puso a la niña en los brazos y se tumbó a mi lado mientras yo volvía despacio al mundo. Aparté una hebra de sus cabellos que había quedado aprisionada debajo de mi codo.
—Gracias por estar aquí cuando volví. —Yo fingía bromear sobre las amenazas que Maya y ella me habían hecho—. ¿Te he despertado?
—No llegué a dormirme del todo. Sólo me adormecí un poco, estaba preocupada por ti, allí en la calle.
—No ocurrió nada.
—No —dijo ella con tranquilidad—. Pero si lo hubieras visto, habrías corrido tras él, era eso lo que me preocupaba.
—Sé cuidar de mí mismo.
Se acurrucó junto a mí, sin decir nada. Yo también callé, preocupado por tener que dejarla cada noche, sabiendo que cuando ella pensaba que yo hacía algo peligroso permanecía despierta muchas horas y abría los ojos al más leve sonido. A veces, hasta saltaba de la cama y se asomaba a la ventana para ver si regresaba. Conmigo en casa, Helena se adormeció en mis brazos. La niña estaba despierta, iba limpia, y pateaba contenta, sin apenas babear. La descubrí alzando la cabeza hacia mí como si estuviera sometiendo a prueba a su público. Tenía los ojos de Helena. Si conseguíamos que superase los peligrosos años de la infancia en los que tantos niños perdían la vida, un día también tendría el carácter de Helena. Saldría por ahí, nacida libre en su propia ciudad y, probablemente, la mitad de las veces no sabríamos adónde habría ido. Las mujeres debían tener cuidado. Eso, las sensatas ya lo sabían pero, a veces, Roma tenía que permitirles olvidarlo. Ser completamente libre significaba disfrutar de la vida sin correr el riesgo de que les hicieran daño.
A veces odiaba mi trabajo, pero no aquel día.
Por la tarde apareció Julio Frontino para una reunión de trabajo. Me gustaba su actitud contundente, pero el miedo constante a que su excelencia se presentase por casa me cortaba las alas. Sin embargo, tuvo la cortesía de dejar primero descansar a su patrulla de noche.
Salí al porche y silbé a Petronio. No hubo respuesta pero casi de inmediato dobló la esquina de la plaza, lo llamé con una seña y subió. Nos sentamos todos, acompañados por el leve sonido de la cuna de Julia Junila que Helena mecía con suavidad. Hablamos en voz baja. Petro y yo informamos al cónsul de los resultados negativos de la noche anterior.
—Esta mañana he visto al prefecto de los vigiles. —Estaba claro que Frontino iba a la caza y captura del asesino—. Se ha entrevistado con sus oficiales y sólo se ha detenido a unos pocos ladrones que se habrían salido con la suya si las calles adyacentes al circo y las puertas de la ciudad no hubieran estado vigiladas, pero no han arrestado a nadie relacionado con nuestra investigación.
—¿No se ha denunciado la desaparición de ninguna mujer? —pregunté en voz baja.
No quería saber la respuesta.
—De momento, no. —Frontino también hablaba en voz baja—. Deberíamos alegrarnos. —Lo estábamos, por supuesto, pero no tener nada de lo que seguir hablando nos desanimaba.
—Al menos no se nos escapó nadie en pleno secuestro.
—No tenéis nada que reprocharos —intervino Helena. Sentada en la silla de mimbre de respaldo circular, parecía un poco distanciada de la reunión, pero quedó claro que estaba escuchando. En mi casa, las discusiones de trabajo eran incumbencia de toda la familia.