Tres manos en la fuente (17 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

—La han encontrado durante la limpieza del depósito del Aqua Claudia en el Arco de Dolabella —dijo Frontino en tono pragmático—. Apareció en la arena de uno de los cubos de dragado. El grupo de trabajo que la descubrió no tenía un buen capataz: en vez de denunciar oficialmente el hallazgo, lo mostraron en público a cambio de dinero.

Lo dijo como si lo desaprobase aunque no pudiera echarles la culpa.

—¿Y eso fue lo que ocasionó los disturbios de hoy?

—Eso parece. Por fortuna para él, el inspector de acueductos estaba en el circo. Uno de sus ayudantes no tuvo tanta suerte, ya que fue reconocido por la calle y lo apalearon. También ha habido daños contra la propiedad. Y, como es natural, la gente protesta por la falta de higiene en el suministro de aguas. El pánico ha provocado todo tipo de dificultades. De la noche a la mañana ha estallado una epidemia.

—Naturalmente —dije—. En el mismo instante en que supe que el agua de la ciudad estaba contaminada, yo también empecé a sentirme débil.

—Histeria —declaró el cónsul con firmeza—. Pero hay que encontrar a quien la está provocando.

—¡Qué falta de consideración! —Helena ya había oído bastante. Iba a aplastarnos con sus dulces palabras—. Una chica estúpida se deja coger por un psicópata, éste la mata, y pone Roma patas arriba. Realmente creo que habría que convencer a las mujeres de que no se pusieran en esa situación. ¡Por Juno! No podemos responsabilizar a las mujeres de las epidemias, y mucho menos de los daños a la propiedad.

—Es a ese hombre a quien hay que responsabilizar. —Intenté capear el temporal. Frontino me miró con impotencia y me dejó solo ante los problemas—. Tanto si las víctimas caen en sus manos por su propia estupidez como si es él quien las coge por la fuerza en un callejón oscuro, nadie ha dicho que se lo merezcan, amor mío. Y supongo que la gente ni siquiera ha pensado lo que el asesino les hace antes de matarlas y mucho menos en lo que les hace después.

Para mi sorpresa, Helena se calmó enseguida. Se crió en un entorno seguro y protegido, pero sabía lo que ocurría en el mundo y tenía imaginación.

—Esas mujeres sufren unas terribles ordalías.

—Sin lugar a dudas.

Su rostro se entristeció de nuevo por compasión hacia ellas.

—La poseedora de esta mano era joven y cariñosa. Sólo hace uno o dos días que cosía o hilaba. Esta mano acariciaba a su marido o a su hijo. Preparaba comida, se peinaba, ofrecía tartas de trigo a los dioses…

—Y sólo ha sido una en una larga lista, y fue secuestrada para acabar así. Todas ellas tenían vidas por delante.

—Yo creía que esto era un fenómeno reciente —dijo Frontino.

—No, señor. Hace años que ocurre —explicó Helena, enfadada—. Nuestro cuñado trabaja en el río y dice que desde que él recuerda, siempre han aparecido cuerpos mutilados. Durante muchos años, las desapariciones de mujeres no han sido denunciadas o no han sido investigadas. Sus cadáveres permanecían escondidos en secreto. ¡Fue necesario que la gente pensara que los acueductos estaban contaminados para que alguien se preocupara!

—Al menos se ha conseguido abrir una investigación. —Para sugerir aquello se necesitaba a alguien más valiente que yo. Frontino lo hizo—. Pero está claro que es un escándalo y que esta investigación se inicia demasiado tarde. Eso nadie lo niega.

—Está siendo usted muy comedido, señor —le recriminó ella con suavidad.

—No, sólo práctico —replicó el cónsul.

—Sean quienes fueren —le aseguré a Helena—, esas mujeres tendrán la investigación que merecen.

—Sí, ahora veo que sí. —Confiaba en mí. Era una responsabilidad muy seria.

Alargué la mano y cogí el plato.

—Hay algo que debemos hacer —dije, sosteniéndolo en el aire—. Aunque nos parezca una falta de respeto, tenemos que quitarle la alianza. —Sería mejor hacerlo a solas. El anillo estaba incrustado en la carne hinchada y sería muy difícil sacarlo—. La única posibilidad que tenemos de resolver este caso es identificar al menos a una de las víctimas y descubrir qué le ocurrió.

—¿Qué probabilidades hay de ello? —quiso saber Frontino.

—Bien, será la primera vez que el asesino tenga que deshacerse del cuerpo mientras se le está buscando. Es probable que el cuerpo de la chica aparezca enseguida en el Tíber, como Helena ha dicho. —El cónsul alzó la vista, dispuesto ya a planificar la estrategia—. En los próximos días —le dije—. Al menos justo después del final de los juegos. Si dispone de hombres, deberían vigilar el río y los muelles.

—Una vigilancia permanente, de día y de noche, requiere más recursos de los que poseo.

—¿Con qué recursos cuenta?

—Me han asignado unos cuantos esclavos públicos. —Su expresión me indicó que tenía entre manos una investigación sin grandes presupuestos.

—Haga todo lo que pueda, señor, pero que no sea demasiado notorio o el asesino se asustará. Yo correré la voz entre los remeros, y mi socio podrá conseguir ayuda de los vigiles.

Los grandes ojos castaños de Helena seguían tristes, pero vi que meditaba.

—Marco, en primer lugar, no entiendo cómo son arrojados al agua esos pequeños restos. Los acueductos, ¿no suelen ser subterráneos o sus arcos tan altos que resultan inaccesibles?

Yo callé, pasándole la pregunta a Frontino con la mirada.

—Buena apreciación —convino—. Tenemos que preguntar a la administración hasta qué punto está restringido su acceso.

—Si conseguimos saber dónde ocurre, tal vez podamos atrapar en acción a ese hijo de puta. —A mí me interesaba saber cómo afectaría a Anácrites nuestra intervención—. Pero si hablamos con la Compañía de Aguas, ¿no estaremos interfiriendo en las investigaciones del inspector?

—Él sabe que a mí me han pedido un informe —dijo Frontino tras encogerse de hombros—. Mañana pediré una entrevista con un ingeniero. El inspector tendrá que aceptarlo.

—Pero no alentará a su personal para que colabore. Tendremos que ganarnos a esos funcionarios con nuestro ingenio.

—Utiliza tu encanto —se burló Helena.

—¿Qué me recomiendas, amor mío? ¿Ser accesible y mi sonrisa con el hoyuelo en la barbilla?

—No, pensaba en darles algunas monedas.

—¡Vespasiano no lo aprobaría! —Puse cara seria ante Frontino. Escuchaba nuestra chanza con aire precavido—. Seguro que los ingenieros nos darán información valiosa, cónsul. ¿Quiere supervisar usted mismo esa parte del trabajo?

—Por supuesto.

—¡Fantástico!

Me pregunté cómo nos sentaría a Petro y a mí revelar nuestras corazonadas a un ex magistrado. No teníamos práctica en tratar con un cónsul.

La cuestión estaba a punto de resolverse: Petronio se dejaba caer por casa de visita.

Tenía que haber visto a los lictores languideciendo en la lavandería de Lenia. En teoría, él y yo no nos hablábamos, pero la curiosidad es algo maravilloso. Se detuvo unos instantes en el umbral, con su alta y corpulenta figura y gesto de timidez por haber interrumpido.

—¡Falco! ¿Qué has hecho para que te asignen seis lictores con sus hachas y bastones?

—Es un reconocimiento tardío de mi valor para el Estado… Entra, estúpido. Éste es Julio Frontino. —Vi que Petro captaba el mensaje de mi mirada—. Es el cónsul de este año y nuestro último cliente. —Mientras Petronio asentía complacido y fingía que el rango no le impresionaba, le expliqué qué investigación le habían encargado y la necesidad de nuestra experiencia en el trabajo más pesado. También le di a entender que nuestro cliente supervisaría personalmente los interrogatorios.

Sexto Julio Frontino era el hombre de nuestra generación que alcanzaría mayor fama por su talento como abogado, estadista, general y administrador de la ciudad, sin olvidar su autoría de diversas obras de estrategia militar, y el abastecimiento de aguas, un interés que quiero creer que desarrolló trabajando con nosotros. Su carrera sería un ideal ilustre pero, de momento, lo único que nos preocupaba era si podríamos soportar su supervisión, y si el poderoso Frontino se avendría a arremangarse la túnica púrpura hasta las rodillas para entrar en las miserables tabernas donde Petro y yo discutíamos sobre las pruebas que encontrábamos.

Petronio cogió una silla y se sentó con nosotros. Alzó el plato que contenía la mano más reciente, la miró con el lógico desánimo, yo señalé unos cortes de hacha a la altura de la muñeca y volvió a dejarla en la mesa. No desperdició energía en exclamaciones histéricas ni pidió que le pusiéramos al corriente de lo que hasta entonces habíamos hablado. Se limitó a formular la pregunta que, en aquel momento, le pareció prioritaria.

—Esta investigación es de gran importancia. ¿Estará nuestra remuneración al mismo nivel?

Había aprendido rápido. Lucio Petronio ya era un verdadero investigador.

XXIV

El anillo de boda fue nuestra primera pista útil. Quitárselo me dio náuseas. No me pregunten cómo lo conseguí. Tuve que irme solo a otra habitación. Petronio valoró el trabajo, hizo una mueca de asco y me lo dejó a mí, aunque le pedí que no permitiese entrar a Helena ni al cónsul.

Me alegró nuestra perseverancia ya que dentro del anillo encontramos las palabras «Asinia» y «Cayo». En Roma hay miles de hombres llamados Cayo, pero encontrar a uno que hubiese perdido hacía poco a una esposa llamada Asinia tal vez sería posible.

Nuestro nuevo compañero dijo que solicitaría al prefecto de la ciudad poder investigar a todas las cohortes de vigiles que estuvieran bajo su mando. Dejamos que Frontino tomase esta iniciativa, por si acaso su rango aceleraba la respuesta. Sin embargo, y sabiendo cómo tendían a reaccionar los vigiles ante los mandos, Petronio también abordó, a título personal, a la Sexta Cohorte, que patrullaba el Circo Máximo y que en aquellos momentos eran las desafortunadas huestes de Martino. Ya que los asesinos parecían estar relacionados con los juegos, era posible que el circo fuera el lugar en el que la víctima se encontró con su agresor. Con toda probabilidad seria la Sexta la que recibiría la denuncia de desaparición que pondría el marido. Con su habitual tono de voz, tan poco digno de confianza, Martino nos prometió que si recibía esa denuncia, nos lo comunicaría de inmediato. No era un tipo completamente inútil por lo que, con el tiempo, tal vez lo haría.

Mientras esperábamos más noticias, abordamos la cuestión de los acueductos. A la mañana siguiente, Petro y yo nos presentamos en casa de Frontino. Llevábamos túnicas limpias, el cabello peinado y teníamos el aire solemne de los investigadores eficientes.

Parecíamos hombres de negocios. Doblamos los brazos muchas veces y fruncimos el ceño ostensiblemente. A cualquier cónsul le alegraría tener a su cargo a dos tipos tan brillantes como nosotros.

Aunque se nos permitió interrogar a un ingeniero, fue el inspector de acueductos quien lo eligió. El hombre que nos impuso se llamaba Estatio y supimos que era un bobo por su equipo de trabajo: llevaba dos esclavos con tablillas para tomar notas en las que apuntarían todo lo que dijera, a fin de que él pudiera leerlo después y mandarnos las correcciones pertinentes si creía que había hablado con demasiada franqueza, otro que le llevaba el cartapacio, un secretario y un ayudante del secretario, sin contar los porteadores de la silla de mano y la guardia armada con porras que dejó fuera. En teoría, estaba allí para darnos su opinión como experto, pero se comportaba como si hubiese sido citado a un juicio, acusado de corrupción.

Frontino hizo la primera pregunta y, como siempre, fue directamente al grano.

—¿Tiene un mapa del sistema de aguas?

—Me parece que quizás exista un dibujo de localización de las canalizaciones subterráneas y de las que van por tierra.

Petronio y yo intercambiamos una mirada: aquel hombre era uno de sus favoritos, de los que nunca llamaban a las cosas por su nombre.

—¿Puede proporcionarnos una copia?

—Por lo general, no puede accederse a ese tipo de información reservada.

—¡Comprendo! —gritó Frontino airado. Si alguna vez llegaba a ocupar un cargo en el organismo de las aguas, ya sabíamos quién sería el primero que saldría volando por una ventana.

—Entonces —sugirió Petronio, haciéndose el simpático y fraternal (el hermano mayor con un bastón duro en la mano) —, ¿por qué no nos cuenta cómo funcionan las cosas?

Estatio recurrió a su cartapacio, en el interior del cual tenía un pañuelo de lino con el que se secó la frente. Era obeso y de tez encarnada. Llevaba la túnica arrugada y sucia, aunque probablemente se la había puesto ese mismo día.

—Bien, explicar el funcionamiento a profanos… Me están preguntando por algo sumamente técnico.

—Pruébelo. ¿Cuántos acueductos hay?

—Ocho —respondió Estatio después de una horrorizada pausa.

—¿Está seguro de que no son nueve?

—Bien, si tenemos en cuenta el Alsietina… —Parecía incómodo.

—¿Hay alguna razón por la que no debamos incluirlo?

—Está en el Trastévere.

—Comprendo.

—El Aqua Alsietina sólo se utiliza para la nuamaquia y para regar los jardines del César.

—O para que los pobres de la otra orilla puedan beber cuando los demás acueductos están secos. —Yo estaba molesto—. Sabemos que la calidad del agua es asquerosa. Su finalidad siempre ha sido llenar el estanque para falsas peleas de trirremes. No se trata de eso, Estatio. ¿Se han encontrado manos de mujer u otras partes de su cuerpo en la Alsietina?

—No tengo información exacta acerca de ello.

—Entonces, ¿admite que pueden haber aparecido restos?

—Podría haber una probabilidad estadística.

—Es estadísticamente cierto que un conducto del agua está lleno de cabezas, piernas y también brazos. Si hay manos, el resto del cuerpo suele existir, y todavía no hemos encontrado ninguno.

Petronio intervino de nuevo y me observó, interpretando una vez más su papel de hermano bueno, amable y comprensivo.

—Bien, entonces, ¿podemos considerar que son un grupo de nueve? Con un poco de suerte podemos eliminar enseguida algunos, pero debemos empezar teniendo en cuenta todo el sistema. Tenemos que ver por qué un hombre y sus cómplices, si los tiene, se aprovecha de los acueductos para deshacerse de los restos de sus terribles crímenes.

—La Compañía de Aguas no se hace responsable de ello. —Estatio seguía aferrado de lo irrelevante—. No estará sugiriendo que la mala calidad, tristemente famosa, del Aqua Alsietina se debe a impurezas ilegales de origen humano, ¿verdad?

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