Tres manos en la fuente (21 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Probablemente no lo hacían a propósito, pero tampoco les importaba. Instintivamente, nos pusimos también a empujar.

Así era la ciudad en sus peores momentos. Tal vez siempre era así, y aquella noche yo lo notaba más. Quizá los juegos sacaban a relucir mucha más escoria.

Estábamos tan deprimidos por nuestra charla con Cicurro que ni siquiera entramos en una bodega para tomar un vino relajante antes de la cena. Por una vez en la vida, teníamos que haberlo hecho, ya que nos hubiéramos evitado un incidente muy desagradable en la plaza de la Fuente. Caminábamos tristes, cabizbajos y eso nos impidió escapar a tiempo. En cambio, toqué el brazo de Petro para avisarlo y él gruñó con fuerza. El palanquín que habíamos visto por la tarde a la puerta de la lavandería seguía allí. Era obvio que su ocupante esperaba que regresáramos.

La mujer salió de él y se nos acercó. Sin embargo, aquella no era Balbinia Milvia, con su túnica violeta y sus pequeñas sandalias. El palanquín debía de ser compartido, utilizado por todas las mujeres de la casa de Florio. Traía una visita mucho más aterradora que la dulce y coqueta florecilla de Petro. Era la madre de Milvia.

Vimos lo furiosa que estaba incluso antes de que se abalanzara sobre Petro y empezase a gritar.

XXIX

Cornelia Fláccida tenía toda la gracia de un rinoceronte volador: las manos grandes, los pies gordos y un semblante irremediablemente impúdico. Sin embargo, iba muy bien arreglada. En los rasgos de una bruja amarga habían pintado la máscara de una doncella de piel tersa, recién salida de la espuma de Pafos entre al arco iris de brillantes chorritos de agua. En un cuerpo que se había abandonado a largas veladas de alas de garza adobadas en espléndido vino, vestía sedas transparentes de Cos y lucía collares de filigrana de oro, todos ellos tan ligeros que revoloteaban y tintineaban asaltando los sorprendidos sentidos de los hombres cansados. Los pies que se habían plantado ante nosotros calzaban unas hermosas botas de lentejuelas. Un abrumador olor a bálsamo nos atacó la garganta.

Si teníamos en cuenta que, cuando Petronio detuvo a Balbino Pío, todas las propiedades del mafioso pasaron al Estado, resultaba sorprendente la cantidad de dinero que todavía podía gastar su enfurecida esposa. Además, Balbino era un hueso duro de roer y se había asegurado de que una buena parte de sus efectos terrenales quedasen fuera del alcance de las autoridades. Muchos de ellos los tenía Fláccida bajo custodia porque eran parte de la dote de su elegante hija Milvia.

En aquellos momentos, madre e hija vivían juntas. Les habían confiscado todas sus mansiones, por lo que ambas se vieron obligadas a residir en la poco menos que espectacular residencia de Florio, el marido de la chica. Todas las cohortes de los vigiles hacían apuestas sobre cuánto tiempo aguantarían los tres juntos. En esos instantes, formaban un equipo sólido, con las manos tan unidas como las de los apicultores en la época de recogida de la miel.

Era la única manera de seguir controlando dinero. Un contable del Tesoro de Saturno comprobaba diariamente la salud económica del matrimonio de Milvia, porque si se divorciaba de Florio y la dote volvía a su familia, entonces el emperador se haría con ella. Éste era un caso en el que las leyes que alentaban el matrimonio no servían de nada.

Como nuestro nuevo emperador Vespasiano había creado una plataforma de apoyo a las peculiares virtudes tradicionales de la vida familiar, si la cantidad de dinero que estaba dispuesto a recibir por el divorcio de Milvia acallaba su peculiar y tradicional conciencia, se consideraría seguro que la cifra debía de ser muy alta. Bien, éstas eran las alegrías que nos brinda el crimen organizado. Me extrañó que no hubiera muchas más personas metidas en él.

No, en realidad, la razón por la que la gente era honrada era otra: tener un rival como Cornelia Fláccida daba demasiado miedo. ¿Quién quiere que lo hiervan, lo asen, lo rellenen por todos los orificios y lo sirvan en una brocheta con salsa de tres quesos y con los órganos internos ligeramente salteados y servidos aparte, como delicia picante?

Todo eso era inventado. Fláccida diría que, como castigo, era demasiado refinado.

—¡No huyas de mí, condenado! —gritó.

Petro y yo no huíamos de ella, ni siquiera habíamos tenido tiempo de pensarlo.

—¡Madame! —exclamé. La neutralidad era un refugio dudoso.

—¡No juegues conmigo! —bramó.

—Qué sugerencia tan repulsiva.

—Calla, Falco. —Petro pensó que yo no estaba ayudando. Callé. Por lo general, es lo bastante grande para cuidar de sí mismo. Sin embargo, la aguerrida Fláccida tal vez fuera demasiado para él, por lo que me quedé a su lado, en prueba de lealtad. Además, quería ver algo divertido.

Helena salió del porche de casa, con
Nux,
la perra, abriéndole camino al tiempo que olisqueaba el suelo. Había notado el regreso de su amo. Nerviosa, Helena se agachó y la cogió por el collar; seguramente intuyó que nuestra visitante rompía las cabezas de los perros guardianes por pura diversión.

—¿No nos habíamos visto antes, pareja de imbéciles? —La madre de Milvia no podía haber olvidado a Petronio Longo, el hombre que dirigió la investigación que condenó a su marido. Al verla de nuevo, frente a frente, decidí que prefería que no recordase que yo era el héroe con conciencia social que, en realidad, la convirtió en viuda.

—Es maravilloso que nuestras personalidades vibrantes le hayan causado tanta impresión —murmuré.

—Dile a tu payaso que se marche de aquí —ordenó Fláccida a Petro. Él se limitó a sonreír.

La dama echó hacia atrás la cabeza, con su cabellera rubia casi canosa, y lo observó como si fuera una pulga a la que hubiera pillado en ropa interior. Él retrocedió, tan tranquilo como era habitual. Grande, sólido, con una presencia subvalorada: cualquier madre tendría que envidiar a su hija por elegirlo como amante. Petronio Longo rezumaba esa seguridad y control de sí mismo que todas las mujeres deseaban; muchas de ellas lo perseguían y yo lo había visto. Lo que no tenía de guapo lo compensaba con el tamaño y con su fuerte carácter. En esa época, llevaba además unos cortes de pelo muy seductores.

—¡Tienes mucho nervio!

—Déjame en paz, Fláccida. Te estás poniendo en evidencia.

—Yo sí que te pondré en evidencia. Después de todo lo que le has hecho a mi familia…

—Después de todo lo que tu familia le ha hecho a Roma, y lo que probablemente sigue haciéndole… Me sorprende que no te hayas visto obligada a trasladarte a una de nuestras provincias más remotas.

—Nos has destruido y, además, has seducido a mi pobre hijita.

—Tu hija no es tan pequeña. —«Y no cuesta tanto seducirla», quiso añadir Petronio.

Era demasiado cortés para insultarla, aunque fuera en defensa propia.

—¡Deja en paz a Milvia! —Su voz fue un grave rugido, como el de una leona amenazando a su presa—. A tus superiores en los vigiles les gustará saber de tus visitas a mi hija.

—Mis superiores ya lo saben. —Sus superiores, sin embargo, no veían con buenos ojos las visitas airadas de la pendenciera Cornelia Fláccida a la oficina del tribuno.

Aquella peligrosa avispa podía ser la causante del despido de Petro.

—Florio todavía no lo sabe.

—Oh, eso me horroriza.

—¡Ojala fuese verdad! —gritó Fláccida—. Todavía tengo amigos. No quiero que aparezcas por casa y te prometo que Milvia tampoco saldrá a verte.

Fláccida se alejó. En aquel momento, a Helena Justina se le escapó la perra, que bajó como una flecha del apartamento, toda ella un desgreñado bulto de pelo gris y marrón, con las orejas hacia atrás y enseñando los dientes.
Nux
era pequeña y hedionda, y tenía una aversión canina hacia los problemas domésticos. Mientras Fláccida se metía de nuevo en su palanquín, la perra se precipitó contra ella, agarró los bajos bordados de su costosa túnica y luego retrocedió sobre sus fuertes patas traseras. En el linaje de
Nux
parecía haber cazadores de osos y cavadores. Fláccida cerró la puerta del palanquín para ponerse a salvo. Oímos el satisfactorio desgarrón de una tela cara. La dama nos insultó a gritos y ordenó a los porteadores que se movieran, mientras mi terca sabuesa siguió tirando del dobladillo de la túnica hasta que se rompió.

—¡Por todos los dioses! —gritamos Petronio y yo al unísono.
Nux
movía el rabo orgullosa mientras arrastraba dos metros de seda de Cos como si fuera una rata muerta.

Petro y yo intercambiamos una mirada furtiva, sin que Helena nos viera. Entonces nos saludamos el uno al otro con toda formalidad. Él subió a mi viejo apartamento, saltando sobre sus talones como un alegre disidente. Yo me fui a casa con cara de buen chico.

Los ojos de mi amada eran cariñosos y tiernos, de un marrón tan intenso como las salsas de carne de los banquetes imperiales. Su sonrisa era peligrosa pero la besé de todos modos. Un hombre no tiene que dejarse intimidar en el umbral de su propia puerta. El beso, sin embargo, fue formal, en la mejilla.

—Marco, ¿qué ha sido todo ese jaleo?

—Un saludo de regreso al hogar, nada más.

—¡No seas estúpido! ¿Y esa mujer que se dejó los volantes en la plaza? ¿No era Cornelia Fláccida? —En una ocasión, Helena me había ayudado a interrogarla.

—Me imagino que alguien ha ido a molestar a Balbina Milvia, ésta ha ido a llorarle a su mamá y mamá ha venido a toda prisa a regañar al desconsiderado amante. Seguramente, la pobre mamá se ha alarmado de veras al descubrir que un miembro de los vigiles tiene un acceso tan fácil a la casa. La idea de que Petronio se esté ganando la confianza de la chica debe ponerla más que nerviosa.

—¿Crees que habrá pegado a Milvia?

—Sería la primera vez. Milvia es una princesa malcriada.

—Sí, ya lo supongo —dijo Helena un tanto lacónicamente.

—¿Ah, sí? —pregunté, fingiendo una ligera curiosidad—. ¿Y no puede ser que la princesa se lo haya pasado muy mal por culpa de algo que no esté directamente relacionado con su peligrosa madre?

—Es una posibilidad —admitió Helena.

—¿Y a qué podría deberse?

—¿A alguien con quien se encontró cuando salió en ese hermoso palanquín, tal vez?

—Helena me devolvió el formal beso en la mejilla, saludándome como una púdica matrona al marido que regresa a casa. Olía a champú de romero y a esencia de rosa. En ella todo era limpio y terso y su cuerpo suplicaba una atención más íntima. Empecé a temblar de excitación—. Así Milvia tal vez aprenda a quedarse en casa tejiendo —añadió Helena.

—¿Como tú? —La llevé al interior, abrazándola.
Nux
entró pisándonos los talones, alerta a los besos y caricias a los que ladrar.

—Como yo, Marco Didio.

Helena Justina no tenía un telar. Nuestro apartamento era tan pequeño que no había mucho sitio para él. Si lo hubiese pedido, lo habría tenido. Como es obvio, yo fomentaría aficiones tradicionales y virtuosas, pero Helena Justina no soportaba las tareas largas y repetitivas.

¿Se quedaba en casa trabajando la lana? Como la mayor parte de romanos, me veía obligado a decir que no. Mi queridísima tórtola no.

Al menos sabía cómo se comportaba la mía, incluso pasándome el día fuera de casa.

Bueno, eso fue lo que me dije.

XXX

A la mañana siguiente, Petronio vino a buscarme. Tenía el aspecto de un pobre hombre que no había conseguido hacerse con un desayuno. Como en casa yo era el cocinero, le ofrecí unos panecillos mientras Helena comía los suyos. Esa mañana había bajado a buscarlos descalza, a la panadería de Casio, y yo los había dispuesto armoniosamente sobre un plato.

—Ya veo que tú eres el encargado, Falco.

—Sí, soy un romano severo y paternalista. Yo hablo, mis mujeres se cubren la cabeza con velos y corren a obedecerme.

Petronio se burló mientras Helena se limpiaba miel de los labios con un gesto melindroso.

—¿Qué fue todo ese lío de anoche? —le preguntó abiertamente, para demostrar lo servil que era.

—La vieja carnera tiene miedo de que me haya infiltrado demasiado y esté presionando de nuevo a los gángsters con el conocimiento que he obtenido desde dentro. Piensa que Milvia es tonta y me cuenta todo lo que yo le pido.

—Cuando todos los demás sabemos que precisamente no vas allí a hablar… Una situación interesante —murmuré, tomándole el pelo. Luego, me dirigí a Helena y dije—: Al parecer es Milvia la que persigue a Lucio Petronio, mientras que se dice que el amante intenta quitarse de en medio.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo es posible? —preguntó Helena, sometiéndolo a una divertida mirada.

—Tiene miedo de su mamá —sonreí.

—Milvia acaba de tener unas ideas muy peculiares —dijo Petro con el ceño fruncido.

—¿Quieres decir que por fin ha notado que no eres bueno para ella? —pregunté, arqueando una ceja.

—No, quiere dejar a Florio. —Tuvo el detalle de ruborizarse un poco.

—¡Oh, querido!

—¿Y vivir contigo? —preguntó Helena.

—¡Y casarse conmigo!

—¿Y no es una buena idea? —Helena se lo tomó con mucha más decisión que yo.

—Estoy casado con Arria Silvia, Helena Justina. —Helena se contuvo de comentar aquellas valientes palabras—. Admito que ella niegue este hecho —prosiguió Petro—, pero eso sólo demuestra lo poco que sabe de la vida.

Helena le pasó la miel. Yo esperaba que se la tirase a la cara. Guardábamos la miel en una vasija con un rostro céltico que había comprado de viaje por la Galia. Petro me miró de soslayo. Entonces se fijó en la vasija y comparó vagamente aquellos rasgos caricaturescos con los míos.

—¿Así que nunca te tomaste en serio lo de Milvia? —le presionó Helena.

—De esa manera, no. Lo siento.

—Cuando los hombres se disculpan, ¿por qué siempre lo hacen con personas que no son las indicadas? ¿Y ahora Milvia quiere ser más importante para ti?

—Piensa que lo es, pero ya se dará cuenta de lo que ocurre.

—Pobre Milvia —murmuró Helena.

—Es más dura de lo que parece. —Petronio intentó aparentar responsabilidad—. Es más dura de lo que ella misma cree.

En la cara de Helena había la expresión de creer que tal vez Milvia resultaría mucho más dura, y ser un problema mucho más grande, de lo que el propio Petro advertía.

—Esta tarde iré a ver a tu mujer, Lucio Petronio. Maya me acompañará. Hace siglos que no veo a las chicas y tengo unas cosas que trajimos de Hispania para ellas. ¿Quieres que le dé algún mensaje?

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