Read Tres manos en la fuente Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (25 page)

—Y los vigiles, ¿no tendrían que haberse ocupado de ello mucho antes?

Petronio se encogió de hombros.

—Tal vez. Lo que sí es cierto es que no podemos culpar a Martino de ello porque en esa época estaba conmigo en el Aventino. Los que recogieron las denuncias fueron agentes distintos, y durante un largo período de tiempo. Además, cuando una mujer desaparece durante un festival público, lo primero que pensamos es que se ha fugado con su amante. En uno o dos casos, Martino ha descubierto que eso fue lo que pasó. Una de ellas vive ahora con ese hombre y la otra volvió con el marido porque se peleó con el amante.

—Al menos, Martino puede cerrar ya esos dos casos —dije.

Mi investigación seguía centrándose en el suministro de agua.

Bolano se hartó de que lo molestara, estaba seguro de que en la ciudad no había ningún acceso fácil a los acueductos. Los que no llegaban de manera subterránea lo hacían a través de grandes arcadas de treinta metros de alto que cruzaban la Campiña.

Al llegar a la ciudad, su curso seguía siendo elevado y pasaba por encima de las calles para abastecer las ciudadelas.

Bolano había preguntado a los trabajadores dignos de su confianza si era posible que nuestro hombre estuviera empleado en la Compañía de Aguas, y por eso tuviera acceso a los acueductos. Si alguien albergaba alguna duda acerca de un esclavo, hubiese avisado a Bolano. En los acueductos, la corrupción era algo conocido. Los funcionarios de la Compañía de Aguas aceptaban sobornos desde tiempos legendarios, y si los sobornos no llegaban, no se mostraban cooperativos; pero esos escabrosos asesinatos eran un delito especial, cualquiera que sospechase en serio de un compañero, lo delataría.

Julio Frontino había empezado a demostrar interés por Bolano. Le intrigaba el sistema de canalizaciones y dibujó sus propios planos. Un día, Bolano nos llevó a ambos a ver el cruce del Aqua Claudia y el Aqua Marcia, para demostrar la teoría de que los miembros mutilados podían tirarse a un canal y pasar después a otro, confundiéndonos acerca de su verdadera procedencia. Bolano nos metió en un canal que se ramificaba del Marcia. De alto mediría el doble que un hombre, tenía el techo plano y estaba rebozado con un liso cemento impermeable.

—Cal y arena, o cal y ladrillos desmenuzados —nos contó Bolano, mientras llegábamos a nuestro destino a través de una boca de acceso superior—. Vigile donde pisa, cónsul. Está rebozado por capas. Tarda tres meses en secarse. La última está tan pulida que brilla como un espejo.

—¡Cuánto trabajo! —exclamé—. ¿Por qué se esmera tanto la Compañía de Aguas?

—Las superficies lisas impiden la formación de sedimento, y al reducir la fricción, eso ayuda también a la corriente.

—Entonces, si entrase un cuerpo extraño, al bajar dando tumbos en el agua, ¿no se estropearía? —preguntó Frontino.

—Falco y yo hemos hablado de ello. Probablemente habría algún efecto de la fricción, pero si las manos mutiladas se hallan en tan mal estado, es debido a la descomposición, porque las paredes de los canales son perfectamente lisas, aunque un buen golpe podría destrozarlas. Si llega aquí un cuerpo extraño mientras estamos desviando la corriente, supongo que no quedará entero mucho de él.

Habíamos llegado al punto que quería mostrarnos. El Aqua Claudia cruzaba el Marcia directamente por arriba, un lugar muy poco recomendable para los claustrofóbicos. Bolano nos dijo que había una boca de acceso al lateral de la canalización del Claudia que discurría sobre nuestras cabezas, controlada por una compuerta. Nos mostró la boca, de casi un metro cuadrado. Obedientes, Frontino y yo miramos hacia arriba. Estaba oscuro y, aunque llevábamos lámparas, no vimos mucho de la negra y estrecha chimenea.

—Como pueden ver, abajo en el Marcia ahora mismo el caudal es muy débil. Tenemos que rellenarlo rápidamente porque el Marcia abastece al Capitolio. En teoría, el canal tendría que estar lleno en una tercera parte como mínimo…

Todo aquello estaba preparado, por supuesto. Mientras escuchábamos con toda cortesía, alguien que había sido avisado de antemano abrió la compuerta. La oímos crujir levemente en lo alto. Entonces, de manera inesperada, una gran cantidad de agua procedente del Aqua Claudia cayó por la boca de acceso hasta llegar al techo del Marcia. Precipitándose desde unos diez metros de altura, avanzó hacia nosotros y cayó en el techo del Marcia con un ruido ensordecedor. En el agua que discurría por el Marcia se formaron grandes olas de furiosa fuerza y su nivel aumentó de manera alarmante. Las salpicaduras nos empaparon y apenas oíamos nada.

Sin embargo, no corríamos peligro. Nos encontrábamos en una plataforma fuera del alcance de la corriente. Bolano agarró a Frontino para que no se cayera con la fuerte impresión. Yo me mantuve firme aunque las piernas me temblaron. El fuerte chorro de agua era espectacular. Bolano murmuró algo y a mí me pareció entender: «Esta mañana aún estaba en la Fuente Caeruleana», aunque pensé que era inútil preguntárselo.

Como Bolano había dicho, cualquier cuerpo extraño procedente del Aqua Claudia que bajase por esa cascada quedaría pulverizado o bien seguiría flotando en la corriente del recién llenado Aqua Marcia para ir a parar al depósito de éste, como la segunda mano que el esclavo público Cordo había encontrado y nos había entregado, en respuesta al anuncio que Petro puso en el Foro.

Frontino estaba asombrado por lo que veía. A mí tampoco me hubiera gustado perdérmelo. No averiguamos nada concreto por lo que básicamente fue un día desperdiciado pero, al parecer, en Roma tampoco había mucho que descubrir.

—Cuando quieran una visita comentada al Tíbur, avísenme por favor —nos ofreció Bolano sonriente cuando nos marchábamos.

Me gustan los hombres que se aferran a una teoría.

No habían aparecido más restos macabros, y mucha gente ya se bañaba, bebía agua y cocinaba sin apenas acordarse de las consecuencias que todo ello podía acarrearle.

Aunque, en muchos aspectos, la ausencia de miembros en los acueductos era un alivio, eso significaba que un hombre llamado Cayo Cicurro seguía hundido en el dolor.

Fui a verlo justo antes de que los juegos terminaran. Me acompañó Helena por si la presencia de una mujer lo consolaba. Además, quería saber qué opinaba de él. Cuando una mujer es asesinada, su marido se convierte automáticamente en el principal sospechoso. Aunque se hubieran dado otros casos de muertes parecidas, no estaba de más pensar que él podía haberlas imitado.

Fuimos a su casa a la hora del almuerzo por si había vuelto a hacerse cargo de la cerería. Lo encontramos allí y nos dio la impresión de que se pasaba todo el tiempo en casa y que la tienda estaba casi siempre cerrada. Nos hizo pasar la misma esclava que la vez anterior.

—Lo siento, Cicurro, pero tengo muy poco que contarle. Esta visita es sólo para comunicarle que continuamos buscando y que lo seguiremos haciendo hasta que encontremos algo, pero no quiero engañarlo diciéndole que hemos averiguado grandes cosas.

Nos escuchaba con aire compungido y aún parecía adormilado. Cuando le pregunté si quería saber algo, o si Frontino podía ayudarlo en cuestiones oficiales, se limitó a negar con la cabeza. Por lo general, las muertes repentinas provocan resentimiento y recriminaciones. Las suyas ya llegarían. En algún momento inoportuno, cuando tuviera muchas cosas que hacer, el pobre Cayo se encontraría preguntándose una y otra vez: «¿Por qué ella? ¿Por qué Asinia eligió aquel camino para volver a casa? ¿Por qué Pía la dejó sola? ¿Por qué Asinia y no Pía, que siempre se buscaba problemas de una manera tan abierta? ¿Por qué él mismo se había marchado al campo esa semana? ¿Por qué Asinia había sido tan guapa? ¿Por qué lo odiaban los dioses?». Aún no. De momento, no se le había dado una explicación oficial a aquella pesadilla. Se debatía entre querer saber y no querer saber los detalles exactos del terrible destino que había corrido su joven esposa.

Cicurro señaló un cofre de mármol marrón y dijo que allí estaba la mano embalsamada de la chica. Por suerte, no insistió para que lo abriéramos. Era muy pequeño, parecía más un plumier que un relicario. Incluso a nosotros nos pareció un símbolo ideal de la fallecida Asinia.

—Todavía vigilamos el Circo Máximo cada noche —le dije—. La noche de la clausura de los juegos la vigilancia será máxima y…

—Era una esposa perfecta —me interrumpió—. No puedo creer que se haya ido.

No quiso saber lo que íbamos a hacer. Lo único que necesitaba era que le dieran el cadáver de su esposa para poder celebrarle un funeral y llorar por ella. Yo no podía ayudarlo.

Cuando salimos de la casa, Helena no dijo nada. Luego, decidida, aseguró:

—Ese hombre no está implicado. Creo que si la hubiese matado, insultaría al presunto asesino con más vehemencia. Proferiría amenazas o bien ofrecería cuantiosas recompensas por su captura. Cuando dice que Asinia era perfecta, sus protestas serían más furiosas. En cambio, se queda ahí sentado, esperando que sus visitantes lo dejen en paz lo antes posible. Todavía está conmocionado, Marco. —Pensé que ya había terminado, pero entonces murmuró—: ¿Viste el collar de cristal de roca que llevaba la esclava? Supongo que pertenecía a su esposa.

—¿Lo ha robado? —Me quedé atónito.

—No, lo llevaba abiertamente.

—¿Quieres decir que, después de todo, Cicurro tenía una buena razón para deshacerse de Asinia? —Yo estaba aún más atónito.

—No —respondió Helena, sonriendo con ternura—. Está desconsolado, de eso no hay duda. Lo único que digo es que es un hombre típico.

XXXVI

A medida que pasaban los días y las pistas disminuían, nos íbamos preparando para una última noche de vigilancia en el exterior del Circo Máximo, coincidiendo con el final de los juegos. Frontino y el prefecto de los vigiles lo habían convertido en una cuestión oficial y se utilizaría a todos los hombres disponibles de las cohortes.

Me pasé el día en casa. Helena necesitaba descanso y yo necesitaba estar con ella.

Trabajar de noche toda la semana me evitaba despertarme cuando la niña lloraba, pero Helena tenía que ocuparse de todos los asuntos domésticos cuando ya estaba realmente cansada. Julia había descubierto que podía sacarnos de quicio llorando horas y horas, y sin embargo callaba tan pronto como alguna de sus abuelas se presentaba a ver a la querida niña de Helena y la cogía en brazos. Helena estaba harta de que creyeran que no intentaba calmarla o que era una incompetente. Ella durmió toda la tarde. Mantuve a Julia callada con un método que Petro me había enseñado. Consistía en dormitar juntos en el porche con una taza de vino con miel, de cuyo contenido papá no era el único que bebía.

La única auténtica interrupción fue una lagartija de letrina llamada Anácrites.

—¿Qué quieres? Y no levantes la voz. Si la niña se despierta, despertará a Helena, y si eso ocurre, te retorceré ese asqueroso pescuezo.

No había ninguna razón para pensar que no se lavaba, sino todo lo contrario.

Anácrites siempre iba muy pulcro y acicalado, era amanerado y se consideraba atractivo; lo único asqueroso en él era su carácter.

—¿Cómo has conseguido la colaboración del cónsul, Falco?

—Gracias a una buena reputación y a unos contactos inmejorables.

—Muchos hilos que mover, supongo. ¿Puedo sentarme?

—¿Todavía te encuentras mal? Siéntate en el escalón.

Yo lo hacía en una silla de mimbre que había sacado de casa y estaba arrellanado en ella, con un brazo alrededor de la niña dormida.
Nux,
que estaba tumbada a mis pies, llenaba el diminuto rellano del porche. Anácrites no podía pasar a mi alrededor para entrar a por un taburete y tampoco sentarse a la sombra. Tuvo que hacerlo bajo el ardiente sol en las polvorientas escaleras de piedra. No soy bastardo del todo. No quería que al pobre enfermo le diera otro dolor de cabeza, sino que se convirtiera en una uva pasa secada al sol y eso lo animara a marcharse.

Alcé la taza ante él y bebí. Y como sólo había una, no pudo más que asentir con la cabeza. Ni siquiera ese detalle obró ningún efecto.

—Tus andanzas con Frontino se interponen en mi camino, Falco.

—¡Cuánto lo siento!

—No tienes que fingir.

—Es ironía, compañero.

—Estupideces. ¿Por qué no unimos esfuerzos?

Sabía qué quería decir. Estaba tan atascado como Petronio y yo.

—¿Quieres que te contemos lo que sabemos y afirmar luego que lo has descubierto todo tú?

—No seas duro.

—Te he visto trabajar otras veces, Anácrites.

—Sólo pienso en aunar esfuerzos.

—Bueno, eso tal vez te dé el doble de probabilidades de éxito. —Yo también sabía parecer razonable y que el otro se retorciera de nerviosismo.

—¿Y todo el lío que vais a organizar esta noche? —Anácrites cambió de tema.

Tenía las orejas muy limpias. Aunque con todas las cohortes de los vigiles en las calles para vigilar el circo, era inevitable que la información se filtrase a cualquier espía de medio pelo.

—Una medida contra posibles actos vandálicos que se le ha ocurrido a Frontino.

—¿Y eso? Él está
ex oficio,
aparte de la investigación de las muertes de la Compañía de Aguas.

—¿Ah, sí? No tenía la menor idea. No me interesa nada la política. Es un mundo demasiado oscuro para un pobre chico del Aventino como yo. Todas esas cosas en las que no hay escrúpulos se las dejo a los tipos que se han criado en palacio.

Comprendió el doble sentido de mis palabras y que lo estaba insultando por su inferior rango social. Nunca me había molestado en averiguarlo, pero era muy posible que Anácrites fuese un ex esclavo del palacio imperial. En aquella época casi todos los funcionarios de palacio lo eran.

Incapaz de tranquilizarse, cambió de tema de nuevo:

—Tu madre se queja de que nunca vas a visitarla —dijo.

—Dile que se busque otro inquilino.

—Quiere ver más a la niña —mintió.

—No me digas lo que quiere mi madre. —Cuando mi madre quería ver a la niña hacía lo que siempre había hecho, pasarse por nuestro apartamento, andar por él como si fuera suyo y dar la lata.

—Tendrías que ocuparte más de ella, Falco —dijo Anácrites, que sabía dar golpes bajos.

—¡Lárgate, Anácrites!

Se marchó. Me puse más cómodo e hice lo propio con la niña.
Nux
alzó la cabeza, me miró con un solo ojo abierto y meneó la cola. Me había arruinado la tarde. Pasé el resto del tiempo preguntándome qué se traería entre manos aquel cabrón. Decidí que lo único que ocurría era que estaba celoso, pero eso todavía me puso de peor humor. Que Anácrites me tuviera envidia significaba correr peligro.

Other books

Penpal by Auerbach, Dathan
Bring Me the Horizon by Jennifer Bray-Weber
Stolen Kisses by Grayson, Jennifer
At Any Cost by Kate Sparkes
Tea by Laura Martin
Deadly Dance by Dee Davis
Braco by Lesleyanne Ryan
The Story of Before by Susan Stairs
Fading Amber by Jaime Reed
Venture Forward by Kristen Luciani