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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (26 page)

Al anochecer, Petro vino a nuestro apartamento para tomar una cena ligera. Le guiñé un ojo y le di las gracias por su consejo para el cuidado de la niña, y luego hincamos el diente a una empanada de carne que habíamos subido de la panadería de Casio. Siempre se pasaba un poco con la sal, aunque estábamos demasiado excitados para tener hambre.

—¿Qué ocurre? —preguntó Petro, al notar que Helena estaba más callada de lo habitual. Yo no necesitaba preguntarle qué pasaba.

—Cada vez que Marco sale tras la pista de un asesino me preocupo.

—Pensé que era porque salíamos a vigilar prostitutas.

—Marco tiene mejor gusto.

Pareció que Petronio tuviera pensado empezar a contar historias groseras y luego decidiese no alterar nuestra paz doméstica.

—No se trata sólo de que salgamos y veamos prostitutas —comentó en tono sombrío. Era muy propio de él haber estado pensando en la noche que teníamos por delante—. Me he preguntado cuántas personas distintas pueden estar implicadas si estos asesinatos están relacionados con los juegos.

—¿Cualquiera que trabaje en el transporte, por ejemplo? —preguntó Helena, que se aferraba a la teoría de que el asesino venía de las afueras de Roma.

—Sí, y los vendedores de entradas de las puertas…

—Y los vendedores de programas —dije, apuntándome al juego—. Chicas que venden flores, corredores de apuestas, los que dan información sobre éstas, los vendedores de comida y bebida.

—Los que alquilan sombrillas y taburetes —colaboró Petro.

—Ediles y porteros.

—Los que limpian el estadio.

—Los conductores de cuadrigas, los gladiadores, los que cuidan los establos, los entrenadores, los actores, los payasos, los músicos —canturreó Helena—. Los trabajadores del circo que abren las puertas del interior, los que se encargan de los marcadores. Los esclavos que maniobran el órgano de agua.

—El elegante chambelán que abre y cierra la puerta del palco imperial cuando el emperador tiene ganas de salir a mear.

—¡Gracias, Marco! Y todo el público, desde el emperador hasta abajo, sin olvidarnos de la Guardia Pretoriana.

—¡Para, para! —gritó Petronio—, ya sé que es verdad pero vuestras bromas me deprimen, parejita.

—Eso es lo que ocurre siempre con los vigiles —dije a Helena pesaroso—. No son persistentes.

—Ha sido idea tuya —le recordó Helena—. Algunos pensamos que las muertes sólo ocurren durante los festivales porque el asesino viene de fuera.

Sin embargo, cuando llegó el momento de marcharnos a nuestra patrulla nocturna, Petro tuvo la diplomacia de salir antes que yo para que pudiera abrazarla unos instantes.

La besé con ternura y ella me recomendó que me cuidara.

Era otra noche calurosa. La zona que rodeaba el Circo Máximo estaba lleno de sillas de mano y malos olores. Después de dos semanas de festivales, los barrenderos de las calles se habían rendido. El público también debía de estar muy cansado, porque cuando llegamos algunos de los asistentes ya se marchaban, mucho antes de que sonaran las trompetas de la ceremonia de clausura.

Esa noche Petro empezaría en la calle de los Tres Altares. Pensé que irnos turnando de sitio nos mantendría despejados. Le di una palmada en el hombro y seguí adelante, hacia el templo del Sol y la Luna. Al final de la calle volví la vista atrás. Tardé unos instantes en distinguirlo; pese a su tamaño, Petro se escondía muy bien entre la multitud.

Su figura vestida de marrón y su oscura cabeza se fundían con el gentío mientras deambulaba con despreocupación, como un hombre con todo el derecho de estar allí, bajo un pórtico, sin hacer nada y sin prestar demasiada atención a nadie. Supe que miraba a todas las mujeres que pasaban, poniendo a las más atractivas en su casillero de «notable», pero sin olvidarse de los descartes. Localizaría a los acechadores y a los holgazanes, frunciría el ceño porque había demasiados niños en la calle a esas horas, regañaría a los quinceañeros ruidosos, gruñiría a las chicas insensatas. Si se acercaba una mujer sola o un obseso, los distinguiría; si alguien era observado de muy cerca o molestado, por no decir asaltado en plena calle, la dura y pesada mano de Petronio Longo descendería de la nada y detendría al criminal.

Me crucé con algunos vigiles, para mí obvios pero bien disfrazados. Su prefecto había respondido bien a Frontino y todo el distrito estaba lleno de hombres, pero, igual que nosotros, en realidad no sabían a quién estaban buscando.

Tomé la calle del Estanque Público. El corazón me latía con fuerza. Aquella era la noche. Supe seguro que nuestro hombre estaba allí.

El éxodo de espectadores del estadio era constante. La gente caminaba con pereza, cansada después de quince días de juegos, cansada de la excitación y de gritar, de la comida comercial y el vino barato y pegajoso, con ganas de volver de nuevo a la vida cotidiana. Mediados de septiembre, el tiempo pronto refrescaría. El largo y caluroso verano tocaba a su fin, en dos semanas se acabaría la temporada de lucha. Con octubre terminarían las vacaciones escolares. Después de tres meses y medio sería un alivio para muchos (entre ellos los maestros, necesitados de seguir ganando un sueldo). Con octubre también llegarían festivales nuevos, pero todavía no se habían acabado los Romanos. Aún teníamos una noche, una última oportunidad de convertir esos juegos en algo memorable, unas horas finales para el simple placer o el libertinaje más absoluto.

Dentro del circo sonaba la banda de
cornu,
las grandes cornetas de latón casi circulares, que los músicos cargaban al hombro encima de travesaños, con sus diferentes notas sonando a fuerza de soplidos, aunque muchas de ellas fallaban debido al cansancio de aquel largo día. Decidí que había un tipo de sospechoso al que descartar: ningún cornetista tendría fuerza suficiente para secuestrar una mujer después de quedarse sin aliento actuando con la banda.

Con un debilitado aplauso que se propagó por todo el valle un año más terminaron por fin los Juegos Romanos. En esos momentos, los que habían tenido la suerte de presenciar todos los juegos ya se habían ido. Los demás arrastraban los pies, cansados, y ante su renuencia a marchar, eran empujados por los porteros que querían cerrar. Fuera había muchos grupos, los más jóvenes querían más diversión. Los visitantes se despedían de los amigos a los que sólo veían durante los festivales, había jóvenes que silbaban a chicas de risitas tontas, los vendedores de comida empezaban a recoger sus tenderetes, los músicos se quedaban cerca de ellos por si alguien los invitaba a tomar algo, los buhoneros con ojos de gitanos del Trastévere iban de grupo en grupo intentando hacer las últimas ventas de sus joyas de imitación, un enano, que llevaba multitud de cojines baratos atados a la cintura, se abría paso hacia el templo de Mercurio.

Entre las sombras que proyectaba el espacio estaban las prostitutas. Caminaban de una en una o por parejas, con las faldas levantadas, mostrando las piernas, al tiempo que correteaban sobre zapatos de altos tacones de corcho y miraban con ojos llenos de carbón. Con los cabellos postizos, o tan descuidados que ya parecían postizos, movían altivas sus empolvadas caras, unos rostros como máscaras cruzados por una pincelada en los labios de color hígado de cerdo. Los hombres se acercaban a ellas, intercambiaban unas palabras y luego desaparecían en silencio hacia la oscuridad.

Transcurrido poco tiempo, ella salía de nuevo, a la espera del próximo cliente.

A mis espaldas, en la oscuridad de la entrada del templo, oí ruidos que sugerían que ese comercio se realizaba también allí. O tal vez aquella diversión no era pagada y algún joven había tenido la suerte de pescar a una de las chicas traviesas y chillonas que se quedaban merodeando por las calles con sus insolentes amigas mucho después de la hora fijada por sus madres para que volviesen a casa. Antaño las hubiese animado, pero ahora ya era padre.

Toda la escena era sórdida. Desde los borrachos que se apoyaban en las puertas de las tiendas cerradas y que hacían horribles insinuaciones a los transeúntes hasta los trozos de sandía aplastados en las alcantarillas, con sus interiores tan rojos como sangre recién derramada; desde los carteristas que, a hurtadillas y contentos de sí mismos, se marchaban a sus casas hasta el olor de orines en los callejones de los gamberros que no podían esperar. Cada vez era peor. Las pocas lámparas encendidas iluminaban la entrada de pequeñas tabernas o se difundían desde las altas ventanas de los apartamentos y los espacios entre unas y otras se veían aún más oscuros y peligrosos.

Pasaron un par de palanquines, con sus linternas de cuerno moviéndose en los ganchos de los extremos. Alguien cantaba una canción obscena que yo recordaba del tiempo pasado en las legiones. Pasaron dos hombres montados a lomos de un asno; estaban tan borrachos que ni siquiera sabían adónde iban. El animal bajaba trotando la Vía de las Piscinas Públicas con ellos a cuestas, eligiendo el recorrido por sí mismo. Tal vez sabía ir a una alegre taberna bajo los Muros Servios, junto a la Puerta Radausculana. Dudé y estuve a punto de seguirlos. Había tanta gente que no se llevaba nada bueno entre manos que resultaba difícil elegir a quién vigilar. En todas direcciones las mujeres se comportaban de una manera desvergonzada y estúpida mientras unos hombres de aspecto siniestro las miraban esperanzados. No soportaba verme allí, siendo parte de todo aquello. Estaba tan nervioso que casi pensé que todos los que participaban en aquella sórdida escena se merecían lo que tenían.

El éxodo se prolongó otras dos horas. Al final, tenía la mente tan aturdida que empezó a divagar por sí misma. De repente, volví a la realidad y advertí que llevaba diez minutos mirando directamente ante mí, mientras perfeccionaba mi plan de alquilar un teatro y dar un recital público de mi poesía. Era un sueño que alimentaba desde hacía tiempo pero que, hasta entonces, mis amigos me habían aconsejado olvidar, sobre todo los que habían oído mis odas y mis églogas. Volví a la vida real con un sobresalto.

Fuera de la puerta más cercana del circo había una chica sola, muy joven. Iba vestida de blanco, con un destello de bordado de oro en el dobladillo de su estola, su piel era delicada y llevaba el cabello muy bien peinado. Lucía, inocente, unas joyas que sólo podían pertenecer a una rica heredera; miraba a su alrededor como si formase parte de una intocable procesión de vestales a plena luz del día. La habían educado para que creyera que siempre la tratarían con respeto, y sin embargo, algún idiota la había dejado allí. Aunque no se la conociera, se la veía por completo fuera de lugar, y yo, además, sabía quién era; se trataba de Claudia Rufina, la joven y tímida criatura que Helena y yo habíamos traído con nosotros de Hispania. Estaba allí sola, rodeada de individuos dispuestos a abordarla.

XXXVII

—¡Claudia Rufina! —Conseguí plantarme a su lado antes de que ninguno de los presuntos asaltantes, violadores o secuestradores. Varios tipos miserables retrocedieron un poco, aunque seguían apretujados cerca, escuchándonos a la espera de que Claudia rechazase a un oportunista como yo y les dejara el botín a ellos.

—¡Cuánto me alegro de verte, Marco Didio!

Claudia era dócil y honrada. Intenté bajar la voz.

—¿Puedo preguntarte qué haces tú sola en esta peligrosa calle a altas horas de la noche?

—Oh, no importa —dijo la estúpida para tranquilizarme—. Estoy esperando que Eliano y Justino regresen con nuestra silla de mano. Su madre dice que la han mandado a buscarme, pero con tanta gente es muy difícil encontrarla.

—Éste no es un buen sitio para esperar, señorita.

—No, no lo es, pero es la salida más cercana a la Puerta Capena. Desde ahí podríamos volver a casa andando, pero Julia Justa no quiere ni oír hablar de ello.

Volver los tres juntos a casa sería más seguro que dejar a Claudia allí sola, como un cebo, mientras ellos localizaban el palanquín.

Mientras yo seguía discutiendo, apareció Justino.

—¡Claudia! ¿No te he dicho que no hables con desconocidos?

—¡No vuelvas a dejarla sola! —intervine, perdiendo los estribos—. ¿No sabes que fue en esta zona donde desapareció la última víctima del asesino de los acueductos? ¡Estoy aquí vigilando por si hay alguna mujer estúpida que se hace seguir por un maníaco, y no quisiera que eso le ocurriese a una dama que yo mismo traje a Roma y que va a convertirse en mi cuñada!

Él no conocía esa información pero, tan pronto como expliqué lo que ocurría, sintió peligro inmediato.

—Hemos sido unos imbéciles, te pido disculpas.

—No tiene ninguna importancia —repliqué con brusquedad—, siempre y cuando tú y tu hermano seáis los que tengáis que dar razón de vuestra estupidez a Helena, por no hablar de vuestra ilustre madre, vuestro noble padre y los abuelos de Claudia…

Claudia posó unos ojos solemnes en Justino. Era uno de los pocos con la estatura suficiente como para que sus miradas se encontrasen, pese a la costumbre de Claudia de inclinarse hacia atrás y mirar el mundo desde su larga nariz.

—Oh, Quinto —murmuró—. Creo que Marco Didio está un poco enfadado contigo.

—¡Por todos los dioses! ¿Voy a tener problemas? —Era la primera vez que veía a Claudia reprendiendo a alguien. El rebelde de Quinto parecía acostumbrado a ello—. No te preocupes, si en casa se dice algo, le echaremos la culpa a Eliano. —Aquello sonó a vieja broma compartida. En medio del tintineo de sus brazaletes, Claudia ocultó una sonrisa tras la mano repleta de anillos.

En aquel preciso instante llegó Eliano, procedente de otra dirección, trayendo el palanquín para su prometida. Además de los porteadores, había tres chicos con varas que hacían de vigilantes, pero eran pequeños y parecían indefensos. Ordené a los dos Camilo que se marcharan enseguida.

—Caminad todos juntos, mantened los ojos bien abiertos y llegad a casa lo antes que podáis —les dije.

La Puerta Capena estaba muy cerca, o me hubiese sentido obligado a ir con ellos. Al principio pareció como si Eliano quisiera llevarme la contraria, pero su hermano había comprendido lo que ocurría. Cuando Claudia intentó tranquilizarme con un beso de despedida en la mejilla, Justino le dio un pequeño empujón para que entrase en el palanquín. Se plantó ante la puerta entornada del mismo, protegiendo a la chica de las miradas de los transeúntes, para ponerse entre ella y el peligro. Dijo algo entre dientes a su hermano y éste alzó la cabeza para comprobar si era verdad que estábamos rodeados de malhechores. Entonces, Eliano tuvo el detalle de cerrar filas con Justino y ambos se pusieron a andar junto al palanquín, que ya empezaba a moverse.

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