Tres manos en la fuente (27 page)

Read Tres manos en la fuente Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Justino me dedicó un enérgico saludo militar; era un recuerdo de la época que habíamos pasado juntos en Germania, y con él quería hacerme saber que él se ocupaba de todo. Eliano también estuvo en el ejército pero yo no sabía en qué provincia había servido. Conociéndolo, seguro que fue en algún lugar donde la caza era buena y los nativos habían olvidado cómo luchar. Si su hermano pequeño parecía más maduro y responsable en una situación difícil, era porque Justino había aprendido a sobrevivir en un territorio bárbaro y yo le había instruido. También le hubiera podido enseñar tácticas para tratar a las mujeres, pero en aquella época no las necesitaba. En esos momentos, no supe seguro si todavía las necesitaba.

Apesadumbrado, volví a mi puesto de vigilancia en el templo del Sol y la Luna.

Estaba nervioso; había tantísima gente en la calle en peligro, y encima tenía que preocuparme de los míos.

La siguiente mujer a la que vi haciendo el ridículo era otra a la que también conocía: Pía, la amiga de la fallecida Asinia, la desvergonzada vestida de color turquesa que nos había asegurado a Petro y a mí que no volvería a acercarse al circo después de lo ocurrido con Asinia. No era ninguna sorpresa que aquel tembloroso capullo de rosa saliera del estadio esa noche, después de asistir, como siempre, a los juegos. Y, por si fuera poco, iba acompañada de un hombre. Caminé deprisa para alcanzarlos y, al verme, se molestó. Yo también estaba molesto: porque nos había mentido y por su tan flagrante falta de lealtad hacia su amiga asesinada. Sin embargo, albergué la pequeña esperanza de poder desenmascarar sus mentiras.

Aquel tipo de gustos enfermizos que acompañaba a Pía era un perro seboso con remiendos en la ropa y un ojo amoratado. Se hacía pasar por un viejo amigo, por lo que tal vez había sido la propia Pía la que le había dado el puñetazo. Ella, sin embargo, quería hacerme creer que apenas conocía a aquel zarrapastroso.

—¿Es ésta la comadreja con la que estuviste fornicando la noche que dejaste sola a Asinia? —pregunté, yendo directo al grano.

Ella quería negarlo, pero él no se dio cuenta y empezó a decir que sí. Pía debía de haberlo elegido por su inteligencia; él a ella, resultaba difícil de deducir.

Era casi seguro que habían hablado de la noche en cuestión, que él sabía lo que le había ocurrido a Asinia, y tal vez más que eso.

—¿Cómo te llamas, amigo?

—No te lo diré.

—Muy bien. —A veces merece la pena dejarles que guarden el secreto. No me interesaba quién era, quería saber qué había visto—. ¿Te has enterado de lo que le ha pasado a la pobre Asinia?

—¡Terrible!

—Me gustaría que me contaras tu versión de la historia. Pía dice que, esa noche, ambos la dejasteis aquí, pero ¿no la visteis de nuevo en la calle de los Tres Altares?

—Sí, debimos alcanzarla, pero ella no nos vio.

—En esos momentos, ¿se encontraba bien?

—Entonces, ¿no le has contado lo de ese tipo? —preguntó él, dirigiéndose a Pía.

—Oh —mintió Pía con todo el descaro—. Lo había olvidado.

—¿Qué tipo era ése? —Deseé la compañía de Petro. Como tenía menos escrúpulos que yo, la hubiera arrastrado del brazo hasta el cuerpo de guardia de los vigiles al tiempo que alentaba su libertad de expresión retorciéndole la garganta con la otra mano.

—Oh —exclamó Pía, como si fuese algo muy poco importante y además, lo acabase de recordar—. Creo que vimos a Asinia hablando con un hombre.

XXXVIII

Yo estaba tan furioso que hubiese podido lanzarlos alegremente a ambos al torturador público para que los escarificase con ganchos. Vi que Pía advertía que la atmósfera era mucho más pegajosa de lo que a ella le gustaría. Aun así, seguía negándose a hablar, pero cuando su asqueroso compañero de cama lo hacía, ella fruncía el ceño y callaba. Lo que pensara hacerle después, sería una cosa entre ambos.

—Vimos a ese tipo —me dijo él, con una actitud servicial. Yo lo hubiera admirado por ello de no haber sospechado que Pía le había ordenado que mantuviese la boca cerrada. El hombre calló aquella información vital durante una semana, aun sabiendo que podía ayudar a arrestar a un obseso y salvar la vida de otras mujeres.

—Has dicho que viste a ese tipo.

—Estaba hablando con Asinia.

—¿La importunaba?

—No, no lo parecía. Nos fijamos en eso porque Asinia nunca hablaba con hombres, pero él parecía muy animado. De otro modo, nos hubiéramos interpuesto, claro.

—Claro. —La forma en que se escudaba en Pía sugería que aquel tipo no era de los que están dispuestos a perderse una caricia—. Y entonces, ¿qué ocurrió?

—Ella le respondió algo y él se alejó.

—¿Y eso fue todo?

—Eso es todo, legado.

—¿Estás seguro de que viste a Asinia seguir andando sola?

—Del todo.

—¿Cómo era el hombre?

—No sé. Sólo lo vimos de espaldas.

—¿Alto?

—No, bajo.

—¿Grueso?

—Normal.

—¿Edad?

—No podría decirlo.

—¿Joven o viejo?

—Viejo, probablemente.

—¿Mucho?

—Probablemente no.

—¿Alguna característica nacional?

—¿Qué?

—¿Parecía romano?

—¿Qué quiere decir?

—Olvídalo. ¿Pelo?

—No lo sé.

—¿Sombrero?

—Creo que no.

—¿Cómo vestía?

—Túnica y cinturón.

—¿Qué color de túnica?

—Ninguno en particular.

—¿Blanca?

—Podría ser.

—¿No te fijaste en algún detalle especial?

—No, legado.

—¿Botas o zapatos?

—No puedo decirlo, legado.

—Y tampoco puede importarte menos, ¿verdad?

—No nos fijamos mucho en él. Era un hombre corriente.

—Tan corriente que tal vez sea un brutal asesino. ¿Por qué ninguno de los dos habéis informado antes de todo esto?

—No pensé que fuera importante —dijo el hombre con vehemencia para que me tranquilizara. Pía no intervino. Comprendí su problema: temía que Cayo Cicurrro la culpase por dejar que su esposa se metiera en líos mientras ella se ocupaba de acostarse con aquel gusano.

—Muy bien. Y ahora quiero que vengáis conmigo a la calle de los Tres Altares y señaléis exactamente dónde visteis a Asinia con ese desconocido.

—¡Tenemos otros planes! —protestó la bola de grasa. Pía, que seguía fingiendo que apenas lo conocía, tenía un aire arrogante.

—Muy bien —dije en tono agradable—. Yo también tengo un plan. Tengo el plan de llevaros ante el juez esta noche, acusaros del delito de obstruir una investigación consular, engañar a la justicia y poner en peligro de secuestro, heridas o muerte a ciudadanos libres.

—Bien, entonces hágalo enseguida —murmuró el amigo de Pía. Ella calló pero empezó a caminar con nosotros por si él decía algo por lo que ella tuviera que pegarle más tarde.

Después de pasar junto al Circo Máximo, la repugnante pareja se detuvo en el extremo opuesto del cruce de la calle del Estanque Público. Hacia la izquierda, una carretera discurría junto a la zona norte del circo en dirección al Foro Boario y al río. A la derecha se encontraba la Vía Latina. Ante nosotros, al otro lado del cruce, el camino por el que veníamos cambiaba de nombre. El ramal de la izquierda iba hacia el Foro, saliendo de delante del Coliseo y el nuevo anfiteatro de los Flavios. La de la derecha era la calle de los Tres Altares.

—Entonces, cuando llegasteis ahí, ¿os fuisteis directamente hacia la Vía Latina, para pasar el extremo de la calle del Honor y la Virtud, y doblar luego por la calle del Cíclope? —Asintieron. Como no sabían que la novia de mi hermano vivía en la calle del Honor y la Virtud, quedaron subyugados por mi conocimiento de la zona—. Y entonces, ¿más adelante estaba Asinia?

—Tuvo que haber llegado por la calle de los Tres Altares —dijo el hombre, asintiendo de nuevo.

—¿Y no hubiera ido más rápido por el otro lado?

—Le gustaba caminar sola por el Foro —dijo Pía.

—¡Por Júpiter! ¿Prefería un camino más tranquilo para que nadie la oyera chillar si la cogía un maníaco?

—Asinia era tímida.

—¡Lo que quieres decir es que estaba muerta de miedo porque la habías dejado sola y tú lo sabías! —La mundana Pía tenía que saber además que una mujer como Asinia, sola y nerviosa en la calle, estaba pidiendo a gritos que la viera un hombre al que, por encima de todo, le gustaban las mujeres aterrorizadas. Desde el momento en que las dos amigas se separaron, Asinia se había convertido en objetivo de obsesos. Tal vez ya lo había descubierto en ocasiones previas y por eso le gustaba alejarse de las multitudes.

—¿Cuánta gente había esa noche?

—No mucha. Un poco más que ahora.

—¿Los espectáculos habían terminado? ¿Casi todo el mundo se había ido a casa?

—A menos que tuvieran otras cosas que hacer. —El amigo de Pía soltó una risa tonta y la manoseó, como preámbulo a un sudoroso coito—. Yo no les hice caso.

No había visto a Petro pero éste nos había localizado porque, de repente, se materializó a nuestro lado y se puso a escuchar. Yo le presenté lo mejor que pude al pichón de Pía.

—Oh, ya lo conozco —se burló Petro—. Se llama Mundo. —No explicó qué había hecho ese tal Mundo para atraer la atención de los vigiles. Sin embargo, su expresión me dio unas cuantas pistas.

Le narré toda la historia a Petro y éste quiso que Mundo se la contara de nuevo, intentándolo después con Pía. Ella seguía sin soltar prenda, pero tuvimos la impresión que lo hacía más por mal genio que maldad.

—Lo que no entiendo es por qué te separaste de Asinia junto al templo del Sol y la Luna si cuando llegó aquí la estabais siguiendo de nuevo.

—Primero íbamos al templo a retozar —respondió Mundo, como si tuviera que ser obvio—. Pensábamos quedarnos un rato y luego comprar comida y llevarla a casa de Pía, pero cuando subimos las escaleras vimos que el pórtico estaba lleno de viejos fornicando con chicos bonitos, por lo que cambiamos de idea.

Petronio hizo una mueca de asco. Parecía poco probable que pudiéramos sacar más información útil a aquel par de asquerosos. Decidimos dejarlos marchar.

—Una cosa más —dije, en tono severo, intentando que Mundo me escuchase antes de perderse por completo en los sucios atavíos de Pía—. ¿Estás absolutamente seguro de que el hombre que acosaba a Asinia iba a pie?

—Sí, legado.

—¿No llevaba palanquín? —preguntó Petro—. ¿Ni un carro o una carreta?

—Ya se lo ha dicho —intervino Pía, que quería librarse de nosotros—. No había nada.

Si decía la verdad, podía haber varias explicaciones. El encuentro que presenciaron tal vez no tenía nada que ver con el posterior secuestro. O quizás el asesino molestó a la chica, luego fingió dejarla pero la siguió, sin que Pía y Mundo lo notasen, para cogerla sola y llevarla después a su medio de transporte. O tal vez estableció el contacto inicial, la miró, vio que se ajustaba a sus necesidades, fue a buscar el transporte y después la secuestró en una calle más tranquila. Si la primera conversación fue amistosa, la segunda vez que la vio, la chica ya fue un objetivo fácil.

—Era él —decidí.

—Es probable —convino Petro.

Despedimos a los inocentes enamorados, que se marcharon por la Vía Latina; Mundo toqueteando a Pía mientras ella lo insultaba malhumorada.

—Esa mujer todavía quiere mentirnos… Por principio. —Me tocaba el turno de proclamar el veredicto—. Si pudiera conseguirlo, lo haría, pero ese gilipollas dice la verdad.

—Sí, es un encanto —convino Petro con displicencia—. Puro y verdadero. Y su falta de remordimientos por Asinia es casi tan conmovedora como la de Pía. ¿Qué sería de nosotros sin unos ciudadanos tan honestos que nos ayudaran en nuestro trabajo?

La multitud ya casi se había dispersado. Sólo seguían allí los holgazanes que continuarían bebiendo hasta caer en una alcantarilla. Petro quería que nos quedásemos de guardia toda la noche. Yo me sentía con fuerzas, pero había dejado de gustarme aquel trabajo. Dije que tomaría el camino que probablemente siguió Asinia y que luego, antes de volver a casa, me acercaría al río a echar un vistazo. Como me esperaban una mujer y una niña, Petro lo aceptó. No necesitaba que patrulláramos cogidos de la mano.

En cuanto al trabajo se refería, siempre había sido un solitario. Lo mismo que yo. Tal vez ésa era la mejor manera de llevar adelante nuestra sociedad.

Hice todo el recorrido hasta la casa de Cayo Cicurro. No vi nada inusual. La casa estaba cerrada y a oscuras. En la puerta de entrada había unos pensamientos en señal de duelo. Me pregunté cuánto tiempo tendrían que permanecer allí esas flores antes de que Cicurro pudiera celebrar un funeral.

Volví paseando hacia el Foro por un camino algo distinto. Seguía sin ver nada, salvo rateros y ese tipo de mujeres que se arrastraban por el pavimento y que tenían a los chulos escondidos en los callejones para robar a sus desventurados clientes. Consideré la posibilidad de preguntarles si alguna vez habían visto a una hermosa mujer negra siendo secuestrada en plena calle, pero si lo hacía corría el peligro de que me abrieran la cabeza, y me alejé de allí.

Llegué al Foro justo al norte del templo de Venus y Roma. Empecé a recorrer la Vía Sacra con las orejas y los ojos muy abiertos, como un animal al acecho esperando el más leve movimiento entre las sombras. Me mantuve en el centro de la calzada, pisando en silencio el antiguo y gastado empedrado.

Junto al templo de Vesta había una chica, doblada hacia adelante y vomitando ruidosamente, mientras otra mujer la sostenía. Mientras yo me acercaba con precaución, un vehículo avanzó por el otro lado de la calle: iba sin carga y sin pasajeros. Era una carreta de campo tirada por un solo caballo. La mujer que estaba más incorporada llamó frenéticamente al conductor. Éste agachó la cabeza, horrorizado de que lo molestaran, espoleó al caballo y se alejó del Foro, enfilando la cuesta de la Basílica Julia.

Suspiré tranquilo. Luego, aunque por lo general estaba en contra de mis principios acercarme a un par de putas borrachas, crucé la calle y me dirigí hacia ellas. La que había gritado se llamaba Marina, madre de mi hermosa sobrinita Marcia. Había reconocido su voz.

XXXIX

Allí, probablemente, había más personas de las que advertíamos, pero se encontraban al acecho en torno al Regia, moviéndose evasivas entre las columnas del templo o escondidas entre las densas sombras del Arco de Augusto. De las personas que veía, ninguna estaba lo bastante cerca para oírla. La chica alta medio desplomada sobre el brazo izquierdo de Marina acababa de vomitar junto a las majestuosas columnas corintias del templo de Vesta. Tenía que haberse parecido a una cabaña antigua construida con madera y paja, pero la imitación de antigüedad se veía muy firme. Tenía menos de una década, se quemó en el gran incendio de Nerón y después fue reconstruido para «asegurar la inmortalidad de Roma». La amiga de Marina se encargaba del duro trabajo de otorgarle un aire más gastado a la nueva columnata. La chica que vomitaba con tantas ganas era también muy delgada, como una larga muñeca que estuviese perdiendo el relleno mientras Marina la agarraba por la cintura. Marina, cuando andaba erguida del todo, me llegaba al pecho, una hazaña que, en esos momentos, lograba con grandes dificultades. Iba a acercarme a un par de mujeres especialmente desgraciadas y me sentía diez años demasiado viejo para ello.

Other books

The Conqueror by Louis Shalako
Sunset Limited by James Lee Burke
Foxfire Bride by Maggie Osborne
Appleby and the Ospreys by Michael Innes
Till Shiloh Comes by Gilbert Morris
Fire Under Snow by Dorothy Vernon
The Stone Road by G. R. Matthews
A Year & a Day by Virginia Henley
Under Attack by Hannah Jayne