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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (14 page)

—¡Bien, Marco! —Sus ojos me sonreían de tal modo que no tuve más remedio que tomarle la mano y besársela. Era un gesto totalmente aceptable en público, pero que delataba una intimidad mucho más profunda.

—¡Cuánto cariño os tenéis! —exclamó Claudia, impulsiva. Asustada por el tono de su voz, la niña se despertó sollozando. Helena alargó los brazos y la tomó.

Justino se puso en pie, se acercó a su hermana y la besó y la abrazó.

—Como puedes ver, Claudia Rufina, somos una familia muy cariñosa —dijo con malicia—. ¿No te alegra entrar a formar parte de ella?

—No seas crío —le recriminó Helena—. En vez de saltar de un sitio a otro y hacer comentarios estúpidos, ¿por qué no vas al estudio de papá y me traes su calendario anual?

—¿Tienes previsto dar otra fiesta?

—No. Quiero demostrarle a Marco que su mejor socio es la persona que vive con él.

—Eso Marco ya lo sabe —dije.

El senador tenía una edición especial del Año Oficial Romano: todas las fechas de todos los meses, marcadas con una C cuando se reunían los
Comitia,
con una F todos los días laborables y con una N las festividades oficiales. Los días de mala suerte también estaban marcados en negro. También tenía señalados los festivales fijos y todos los juegos. Décimo había marcado además los aniversarios de su esposa y de sus hijos, el suyo propio, el de su hermana preferida y el de un par de personajes adinerados que tal vez lo recordarían en sus testamentos si mantenía buenas relaciones con ellos. Lo último que había añadido con tinta negra, como me mostró Helena, era el día en que nació Julia Junila.

Helena lo leyó todo en silencio. Luego alzó la vista y me miró muy seria.

—¿Sabes por qué estoy haciendo esto? —preguntó.

Yo aparenté sumisión, pero quise demostrarle que también pensaba.

—Por lo que Lolio me dijo.

Como era de esperar, Claudia y Justino quisieron saber quién era Lolio y qué me había contado. Yo se lo expliqué de la manera más elegante posible. Entonces, mientras Claudia se estremecía y Justino ponía cara de gravedad, Helena nos dio su opinión.

—Hay unas cien festividades oficiales y unas cincuenta normales cada año, pero los festivales están repartidos a lo largo de todo el año, mientras que tu cuñado afirma que los cuerpos de esas mujeres aparecen en momentos concretos. Creo que la relación son los juegos. Lolio dijo que encuentran cuerpos en abril. Durante ese mes hay los Juegos de Cibeles, los Juegos de Ceres y los Juegos Florales. La siguiente concentración importante es en julio.

—Mes que él también mencionó.

—Exacto. Tenemos los Juegos de Apolo, que empiezan en día antes de las Nonas, y luego los Juegos por las victorias del César, que duran diez días.

—Hasta aquí todo encaja. Lolio afirma que hay otro mal momento en otoño.

—Bien. En septiembre hay los grandes Juegos Romanos que duran quince días, y a principios de octubre están los Juegos en memoria de Augusto seguidos, a finales de ese mismo mes, de los Juegos por las victorias de Sula.

—Y los juegos plebeyos en noviembre —le recordé. Los había visto antes al acercarme a ella.

—¡Confía en una republicana!

—¡Confía en un plebeyo! —dije.

—Pero ¿qué significa todo esto? —preguntó Claudia excitada. Creía que habíamos resuelto todo el caso.

Justino echó la cabeza hacia atrás, con el cabello recién cortado, y fijó la mirada en el yeso manchado de humo del techo.

—Significa que Marco Didio ha encontrado una perfecta excusa para pasarse los próximos dos meses divirtiéndose en los estadios deportivos de nuestra ciudad, y sin embargo poder decir que está trabajando.

—Yo sólo trabajo cuando alguien me paga, Quinto —le dije, sacudiendo tristemente la cabeza.

—Además —intervino Helena en mi defensa—, no serviría de nada que Marco se pasara el día rondando por el circo sin saber qué o a quién debe buscar.

XIX

Petronio Longo estaba en plan organizador. Su sesión con los barqueros del Tíber fue tan inútil como yo había profetizado, y afirmó que debíamos abandonar la imposible tarea de averiguar quién estaba contaminando el suministro de aguas. Petronio iba a poner orden en nuestro negocio, iba a ordenarme a mí. Atraería clientes nuevos, planificaría nuestras actuaciones y me enseñaría a generar riqueza gracias a una eficiencia pasmosa. Se pasó mucho tiempo haciendo mapas, mientras yo me movía por la ciudad repartiendo citaciones judiciales. Recogí unos cuantos denarios, y luego Petro los anotó en unos complejos sistemas de contabilidad. Me alegraba ver que no se metía en líos. Petronio parecía feliz, aunque yo comencé a sospechar que me ocultaba algo antes incluso de pasar, por casualidad, por el cuartelillo de los vigiles.

—¡Hola Falco! ¿No puedes mantener ocupado a tu jefe? Sigue viniendo por aquí y se mete en todo.

—Pensaba que estaba en nuestro despacho conmocionando a nuestros clientes o ligando por ahí.

—Oh, eso también lo hace. Cuando por fin se marcha y nos deja en paz, va a ver a su amante.

—Me deprimes, Fúsculo. ¿No hay ninguna esperanza de que haya dejado a Milvia?

—Bueno, si lo ha hecho —respondió Fúsculo divertido—, tus clientes estarán a salvo, ya que lo haremos regresar a los vigiles de inmediato y de manera permanente.

—No os hagáis ilusiones. A Petronio le gusta la vida de autónomo.

—¡Sí, claro! —Fúsculo se rió de mí—. Por eso está siempre molestando a Rubella para que le levante la suspensión de empleo.

—Pero no lo consigue. Y entonces, ¿cómo sabe Rubella que su aventura con Milvia aún continúa?

—¿Cómo se entera Rubella de todo? —Fúsculo tenía una teoría, por supuesto. Siempre la tenía—. Nuestro insigne tribuno se queda en su cubil y la información le llega a través de la atmósfera. Es sobrenatural.

—No, es un humano —repliqué desalentado. Yo sabía cómo trabajaba Rubella, y era estrictamente profesional. Quería hacerse un nombre como oficial de los vigiles para ascender después al rango más refinado de las cohortes urbanas, e incluso seguir escalando posiciones para terminar sirviendo en la Guardia Pretoriana. Sus prioridades nunca cambiaban, daba caza a grandes delincuentes, cuyo arresto causaba revuelo, y eso le suponía una promoción—. Apuesto a que no le quita el ojo de encima a Milvia y a su excitante marido por si se les ocurre reorganizar las antiguas bandas. Cada vez que Petronio va a la casa, lo manda seguir.

—Tienes razón —aceptó Fúsculo—. No es ningún secreto, aunque la vigilancia está concentrada en la vieja bruja. Rubella cree que si los gángsters se juntan de nuevo, será gracias a Fláccida.

Se refería a la madre de Silvia. Y, sin embargo, a Petro no se le solucionaban las cosas, porque Cornelia Fláccida vivía con su hija y su yerno. Se vio obligada a trasladarse a su casa cuando Petronio arrestó al mafioso de su marido y le confiscaron las propiedades. Si fuese sensato, ésa sería otra razón para no acercarse a esa prenda. El padre de Milvia fue un criminal, pero la madre aún era más peligrosa.

—Entonces —prosiguió Fúsculo con un tono de voz siempre alegre—, ¿cuándo podremos tener unas palabras con Balbina Milvia, esa hermosa florecita de los infiernos, para convencerla de que deje en paz a nuestro querido jefe?

—¿Por qué siempre me toca el trabajo más sucio? —gemí.

—¿Por qué te hiciste informador, Falco?

—Petronio es mi mejor amigo. No podría traicionarlo.

—Claro que no —sonrió Fúsculo.

Una hora más tarde estaba llamando al enorme picaporte con la cabeza de antílope y apareció un criado a la puerta de la lujosa mansión de Milvia y Florio.

XX

Si alguna vez llego a comprar esclavos, lo que nunca tendré será un portero. ¿Quién quiere un pedazo de insolencia perezoso, mal afeitado, corriendo por el pasillo e insultando a los amables visitantes, y eso en el caso de que los deje entrar? En la búsqueda de sospechosos, un informador se pasa más tiempo interrogando a esa despreciable raza que a cualquier otra persona, y suele perder la paciencia antes de que le permitan entrar en casa de una familia adinerada.

En realidad, la casa de Milvia era mucho peor que eso. No sólo tenía al habitual joven sarcástico que lo único que quería era volver al juego de los soldados en que se enfrentaba a su superior, sino también a un ex gángster enano llamado «pequeño Ícaro» al que había visto por última vez mientras era pulverizado por los vigiles en un enfrentamiento en un famoso burdel; durante el cual, por cierto, a su amigo íntimo Miller le cortó los dos pies a la altura de los tobillos un rabioso lictor de un magistrado al que no le importaba lo que hacía con su hacha ceremonial. El pequeño Ícaro y Miller eran matones peligrosos. Si Milvia y Florio querían aparentar que eran personas amables de la clase media, tendrían que cambiar de personal. Pero era obvio que habían dejado de intentarlo.

El pequeño Ícaro fue brusco conmigo antes de recordar quién era yo. Después se le veía indignado como si quisiera darme una patada en las gónadas, lo más arriba que pudiese llegar. Cuando fue nombrado Jano de Milvia, alguien le quitó las armas; tal vez se debía a la idea que tenía su madre de la instrucción casera. El hecho de que el portero de aquella casa fuese un mafioso lo decía todo acerca del tipo de vivienda que era. El lugar parecía agradable. Había rosas plantadas en macetas de piedra que flanqueaban las puertas y el atrio interior estaba adornado con imitaciones de estatuas griegas. Pero cada vez que iba allí se me ponían los pelos de punta. Deseé haberle dicho a alguien que iría a esa casa, pero ya era demasiado tarde. Ya me había abierto camino hacia adentro.

Al verme, Milvia se excitó muchísimo, y no fue precisamente por mi encanto.

No fue la primera vez que me pregunté qué movía a Petronio a liarse con muñecas de miniatura como ésa: aquellos grandes ojos confiados y aquellas vocecitas agudas, probablemente tan mentirosas bajo la inocencia que fingían y tan audaces y malvadas como las chicas de las que yo solía enamorarme de joven. Balbina Milvia era un espécimen de valor incalculable. Llevaba un moño de rizos morenos sujeto con unas ricas hebras de oro, un corpiño muy ceñido con un gran escote, una falda de elegante gasa. Sus diminutos pies calzaban unas relucientes sandalias y, por supuesto, también lucía una tobillera. Unos brazaletes en forma de serpientes con ojos de rubíes adornaban la pálida piel de sus delicados brazos. Llevaba anillos de filigrana de oro en los dedos y todo en ella era tan pequeño y reluciente que me sentí como un animal que metía la pata. Pero la verdad era que el oro cubría la suciedad. Milvia ya no podía fingir más que no sabía que toda su elegancia se financiaba mediante el robo, la extorsión y el crimen organizado. Yo también lo sabía. Al verla, noté un desagradable sabor metálico en la boca.

Aquella provocativa muñeca que sonreía con tanta dulzura fue engendrada por sus padres en el mismísimo Hades. Su padre fue Balbino Pío, un ladrón a gran escala y al por mayor que había aterrorizado el Aventino durante años. Me pregunté si, hablando, ya que había ordenado té con menta y dátiles con miel, Milvia había advertido que yo era el mismo hombre que apuñaló a su padre y dejó que su cuerpo se consumiera en una casa en llamas. Su madre debía de saberlo. Cornelia Fláccida lo sabía todo. Por eso pudo hacerse cargo del imperio criminal que le legó su marido. Y supongo que no debió llorar demasiado tiempo su muerte. Lo único que me sorprendía era que nunca me recompensara por matarle.

—¿Cómo está tu querida mamá? —le pregunté a Milvia.

—Todo lo bien que puede esperarse. Ha enviudado, ¿sabe?

—Qué tragedia.

—Está muy desconsolada. Yo le digo que la mejor manera de soportarlo es manteniéndose ocupada.

—Oh, estoy seguro de que ya lo hace. —Era indudable que lo hacía. Dirigir bandas criminales requiere mucho tiempo y energía—. Tú eres un gran consuelo para ella, Milvia.

Milvia pareció complacida de sí misma y luego, al ver que mis palabras y mi tono de voz no encajaban del todo, se puso un tanto ansiosa.

Hice caso omiso de las delicias que me ofrecía. Cuando Milvia hizo una seña airada a las esclavas para que se retirasen, fingí nerviosismo y asombro.

—¿Cómo está Florio? —En su rostro había una expresión indefinida—. ¿Todavía va a las carreras siempre que puede? ¿Y es cierto que tu entregado esposo está extendiendo el alcance de sus negocios? —A Florio, cuya entrega era mínima, también le gustaba meter su asquerosa mano ecuestre en el sucio estanque de la extorsión y el crimen organizado. De hecho, Milvia estaba rodeada de familiares con recursos financieros creativos.

—No sé de qué me está hablando, Marco Didio.

—Me llamo Falco. Y creo que me entiendes muy bien.

Aquello provocó una pequeña interpretación dramática. Primero hizo pucheros con los labios, frunció las cejas y bajó los ojos con aire petulante. Se alisó la falda, se ajustó los brazaletes y luego volvió a ordenar las ornamentadísimas tazas de plata de tisana encima de la reluciente bandeja con asas de delfín. Observé toda la escena con interés.

—Me gustan las chicas que se entregan por completo.

—¿Perdón?

—La actuación ha sido muy buena; sabes increpar a un bobo hasta que se siente como un bruto.

—No sé de qué me habla, Falco.

Hice una pausa, me eché hacia atrás y la observé desde más lejos. Luego, con toda frialdad, dije:

—Me han dicho que te has hecho muy amiga de un amigo mío, Lucio Petronio.

—Oh —exclamó, de repente animada, pensando que yo era un intermediario—. ¿Lo ha mandado a verme?

—No y, si sabes lo que te conviene, será mejor que no le digas que he venido.

Balbina Milvia se echó la estola brillante sobre los hombros en un gesto de autoprotección. Parecía un cervatillo asustado.

—Todo el mundo me grita y estoy convencida de que no me lo merezco.

—Claro que sí, mi dama. Mereces que te tumben en ese sofá de marfil y que te azoten en el culo hasta que revientes. Hay una mujer engañada en el Aventino a la que deberían permitirle arrancarte los ojos mientras tres niñas pequeñas la animan a hacerlo con sus gritos.

—¡Qué cosas tan horribles dice!

—No te preocupes por eso. Tú disfruta las atenciones, y fornica con un hombre que sabe hacerlo, en vez de con el rábano cojo de tu marido, y no te preocupes por las consecuencias. Puedes permitirte mantener a Petronio en el lujo del que a él le gustaría disfrutar, después de perder el trabajo, la esposa, las hijas y a muchos amigos, enfadados y decepcionados. Recuerda, sin embargo —concluí—, que si eres la causa de que pierda todo lo que estima, tal vez acabe maldiciéndote.

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