—¿Fecha de nacimiento?
—Siete días después de las calendas de junio.
El empleado dejó la pluma sobre la mesa. Sabía que lo había sacado de quicio.
—Sólo aceptamos registros en el plazo señalado por la ley.
Yo tenía que registrar a una hija en los ocho días siguientes a su nacimiento. Para los chicos eran nueve días pero, como Helena decía, los hombres necesitaban más tiempo para todo. La costumbre decretaba que al mismo tiempo se hacía una visita familiar al Foro para obtener la partida de nacimiento. Julia Junila había nacido en mayo y estábamos en agosto. El funcionario tenía sus reglas y no permitiría que nadie las desobedeciera de manera tan flagrante.
Tardé una hora en explicarle por qué mi hija había nacido en Tarraco. Yo no había hecho nada malo, y aquello era habitual. El comercio, el ejército y los negocios imperiales hacían viajar a muchos padres al extranjero, y con ellos iban mujeres decididas, sobre todo las que creían que las muchachas extranjeras eran una tentación irresistible. En verano, la mayor parte de los nacimientos de las familias dignas se producían en lujosas villas fuera de Roma. Hasta nacer fuera de Italia era aceptable, lo único que importaba era el rango de los padres. Yo no deseaba que mi hija perdiera sus derechos civiles debido a que los retrasos surgidos en una investigación realizada para el palacio imperial nos obligaron a traerla al mundo en un lejano puerto llamado Barcino.
Hice todo lo posible. Varias mujeres, ciudadanas libres, presenciaron el nacimiento y podían actuar como testigos. Yo lo notifiqué de inmediato al consejo municipal de Barcino, donde no me hicieron ningún caso porque era extranjero, e hice una declaración formal dentro del plazo de tiempo de rigor en la residencia del gobernador provincial de Tarraco. Para demostrarlo, tenía el sello de ese hijo de puta en un documento emborronado.
Nuestro problema de aquel día tenía una causa obvia. Los esclavos públicos no recibían un sueldo oficial por su trabajo. Como era de suponer, yo me había provisto del habitual obsequio
ex gratia,
pero el empleado debió pensar que si me ponía las cosas difíciles, la propina sería más sustanciosa. Sin embargo, con aquel extenso relato de una hora quería convencerlo de que yo no tenía más dinero. Mis argumentos empezaban a debilitarse. Julia recordó que quería comer, por lo que torció los ojos y lloró como si practicara lo que haría de mayor cuando quisiera ir a fiestas que yo desaprobase. Le dieron la partida de nacimiento sin más dilación.
Roma es una ciudad masculina, los lugares en los que una mujer respetable puede amamantar discretamente a su hijo son escasos. Eso se debe a que las madres respetables que crían a sus hijos suelen quedarse en casa. A Helena no le gustaba quedarse en casa. Tal vez era culpa mía, porque no podía darle un hogar más confortable. Tampoco quería darle el pecho a la niña en las letrinas para mujeres, y parecía no estar de humor para pagar un as y entrar en los baños públicos. Así, terminamos por alquilar un palanquín, asegurándonos primero de que las ventanas tuviesen cortinas. Si había algo que me doliese más que pagar un palanquín era pagar por no ir a ningún sitio.
—Está bien —me tranquilizó Helena—. Podemos dar una vuelta. No es necesario que te quedes fuera, de guardia, con cara de avergonzado.
La niña tenía que comer. Además, me enorgullecía el hecho de que Helena quisiera criarla. Muchas mujeres de su rango elogiaban esa idea pero luego tenían ama de cría.
—Esperaré —le dije.
—No, dile al hombre que nos lleve al Atrio de la Libertad —ordenó Helena decidida.
—¿Qué pasa en el Atrio?
—Está el archivo sobrante de los registros de departamento del censor. Entre ellos hay noticias de personas muertas. —Yo ya lo sabía.
—¿Y quién ha muerto? —Adivinaba lo que pretendía, pero no me gustaba que me presionasen.
—Eso es lo que debemos averiguar, Marco.
—¿Perdón?
—La mano que tú y Petro encontrasteis. No quiero decir que podáis localizar a su dueño, pero al menos tiene que haber un funcionario que sepa qué debe hacerse cuando alguien desaparece.
Dije que aquel día ya tenía mi cupo de burócratas cubierto, pero ya estábamos de camino al Atrio de la Libertad.
* * *
Como directores de funeral, los funcionarios del departamento de partidas de defunción eran alegres, en acusado contraste con sus ariscos colegas de las partidas de nacimiento. Conocía a un par de ellos, Silvio y Brixio. A menudo, los herederos o los albaceas mandaban a los informadores a los archivos del Atrio. Era, sin embargo, la primera vez que entraba en aquellas oficinas con mi augusta novia, una niña dormida y una perra curiosa. Se lo tomaron muy bien, creyendo que Helena era mi cliente, una exigente que insistía en supervisar todos mis pasos. Aparte del hecho de que no iba a pasarle factura, lo demás se parecía mucho.
Trabajaban en el mismo cubículo, intercambiando chistes malos y pergaminos como si no tuviesen ni idea de lo que estaban haciendo. En general, se los veía eficientes.
Silvio tendría unos cuarenta años, era delgado y pulcro. Brixio era más joven, pero llevaba el mismo pelo corto y un elaborado cinturón. Era obvio que mantenían relaciones sexuales. Brixio era el empalagoso que quería mecer a Julia, y Silvio me atendió fingiendo una seria preocupación.
—Busco información general, Silvio. —Le conté el hallazgo de la mano y que Petronio y yo sentíamos curiosidad por ella—. Parece un callejón sin salida. Si una persona desaparece y se denuncia a los vigiles, éstos toman nota, pero no podría asegurarte cuánto tiempo sigue abierto el caso. Si investigan o no depende de muchos factores, pero ése no es el único problema. El miembro no está en condiciones de ser identificado; puede tener muchos años.
—Entonces, ¿cómo podemos ayudar? —preguntó Silvio con suspicacia. Era un esclavo público. Se pasaba la vida intentando idear nuevas maneras de pasar solicitudes de información a otros departamentos—. Nuestros registros son de personas enteras, no de desagradables trozos de su anatomía.
—Supón entonces que hemos encontrado un cuerpo entero. Si nadie lo hubiera reconocido, ¿constaría en estos archivos?
—No, sería un extranjero o un esclavo. ¿Quién pediría razón de él? Aquí sólo registramos a ciudadanos romanos conocidos.
—Muy bien, entonces míralo desde el otro extremo. ¿Y si desaparece alguien? Un ciudadano, uno de cualquiera de las tres clases. Cuando sus angustiados familiares llegan al punto de tener que dar por muerta a la persona, ¿no vienen a decírtelo?
—A veces sí y a veces no. Depende.
—¿De qué?
—Si quieren un registro formal de la desaparición, pueden pedir un certificado.
—Pero ¿se necesita tenerlo para alguna gestión oficial?
Silvio consultó a Brixio con una mirada.
—Si la persona desaparecida fuera un cabeza de familia, el certificado confirmaría al Tesoro que esa persona está exenta del pago de impuestos, en virtud de estar pagando sus deudas en el Hades. La muerte es la única exención.
—Muy divertido.
—¿Y para el testamento? ¿No se necesita ese certificado? —intervino Helena.
—Los albaceas deciden abrir el testamento cuando ellos creen oportuno —respondí.
—Marco, ¿y si cometen un error?
—Si los censores expiden deliberadamente una partida de defunción falsa —respondí— o se abre un testamento a sabiendas antes de tiempo, ambas cosas constituyen delitos graves: robo y probablemente conspiración, en el caso de un testamento. Supongo que un verdadero error se consideraría delito menor. ¿Qué haríais, chicos, si de repente apareciera de nuevo una persona dada por muerta?
Silvio y Brixio se encogieron de hombros, y dijeron que sería asunto de sus superiores. Naturalmente, pensaban que sus superiores eran unos idiotas.
A mí no me interesaban los errores.
—Cuando alguien viene a por una partida de defunción, ¿tiene que demostrar que la persona ha fallecido?
—Nadie tiene que probar nada, Falco. Firman una declaración solemne, su deber es decir la verdad.
—¿La sinceridad es un deber?
Silvio y Brixio callaron ante mi ironía.
—Pero ¿no tiene que haber un cuerpo? —Helena sentía especial curiosidad ya que al hermano pequeño de su padre, que había muerto, no se le había hecho funeral porque el cuerpo había desaparecido.
Intenté olvidar que yo mismo tiré a una alcantarilla el cuerpo del traidor tío de Helena para evitar complicaciones por parte del emperador y dije:
—Que no haya cuerpo puede atribuirse a muchas razones. Una guerra, que se haya perdido en el mar… —Eso era lo que había dicho la familia de Publio, el tío de Helena.
—Que desaparezca a manos de los bárbaros —canturreó Silvio.
—Que se fugue con el panadero —añadió Brixio, que era más cínico.
—Bien, estoy hablando de un caso de ese tipo —dije—. Alguien que desaparece sin razón conocida. Puede ser una adúltera fugada o puede ser que la hayan secuestrado y asesinado.
—A veces, hay personas que deciden desaparecer a propósito —dijo Brixio—. La presión de su vida se les hace insoportable y se van. Quizás un día vuelvan a casa, quizá nunca lo hagan.
—Y entonces, si un familiar admite ante ti que la persona no está muerta sino sólo desaparecida, ¿tú qué haces?
—Si alguien cree que la persona realmente ha desaparecido, debe denunciarlo.
—¿Y si no lo hace? ¿Qué le hacéis?
—Tenemos maneras muy efectivas de dificultar la vida a cualquiera —respondió con una sonrisa—. Pero si las circunstancias parecen razonables, expedimos el certificado siguiendo los procedimientos normales.
—¿Normales? —pregunté—. ¿Sin asteriscos al margen? ¿Sin tinta de colores? ¿Sin registrarlo en algún pergamino especial?
—¡Oh! —gritó Silvio—. Falco quiere echar un vistazo a nuestro pergamino especial.
—¿Qué pergamino especial debe ser ése, Falco? —quiso saber Brixio, al tiempo que se apoyaba en un codo y me miraba divertido.
—El que contiene las denuncias dudosas que más tarde pueden daros alguna sorpresa desagradable.
—Eso es muy buena idea. La presentaré como sugerencia del personal y conseguiré que los censores adopten ese sistema mediante un edicto.
—Ya tenemos bastantes sistemas —gimió Silvio.
—Exactamente. Escucha, Falco —intervino Silvio, animado—, si algo huele mal, cualquier funcionario que esté en su sano juicio lo pasa por alto como si no lo hubiera notado. De ese modo, si hay repercusiones desagradables, siempre puede decir que la primera vez todo le pareció correcto.
—Lo que intento averiguar —insistí, advirtiendo que era inútil— es si tenéis información útil acerca de las personas desaparecidas en Roma.
—No —respondió Brixio.
—No —coincidió Silvio.
—El registro de defunciones es una tradición venerada —prosiguió Brixio—. Nunca se ha pensado siquiera que pudiese tener una utilidad.
—Muy justo. —Vi que no llegaría a ningún sitio. La verdad es que ya estaba acostumbrado a ello.
Helena le pidió a Brixio que le devolviera la niña y nos fuimos a casa.
Sabía que Helena se acordaba de su tío muerto. Recordando lo que yo le había hecho, quise evitar preguntas molestas y me inventé la excusa de que tenía que ver a Petronio Longo. Como era al otro lado de la calle, le pareció inofensivo y accedió.
Mi viejo apartamento, el que le prestaba a Petro, estaba en el sexto piso de una desagradable vivienda. Aquel bloque de deprimentes inquilinos se alzaba sobre la plaza de la Fuente como un diente mal colocado, tapando la luz de una manera tan efectiva que era como si apagase cualquier esperanza de felicidad de sus ocupantes. El espacio de la planta baja lo tenía Lenia, que había puesto una lavandería. Se había casado con Esmaracto, el propietario. Todos le aconsejamos que no lo hiciera, y al cabo de una semana empezó a preguntarme si yo pensaba que debía divorciarse de él.
Había dormido sola casi toda la semana. Su desaprensivo esposo había sido acusado de incendio premeditado y los vigiles lo habían encarcelado por el accidente con las antorchas de la boda, con las que había prendido fuego al lecho nupcial. A todo el mundo le pareció muy divertido, a excepción de Esmaracto, que salió bien chamuscado.
Cuando los vigiles lo soltaron, empezó a actuar de un modo desagradable, una faceta de su carácter que había sorprendido por completo a Lenia. Los que llevábamos años pagándole el alquiler sabíamos quién era.
De momento seguían casados. Lenia había tardado años en decidir que quería compartir su fortuna con él, y era probable que tardase lo mismo en darle puerta. Hasta entonces, sus viejos amigos tendrían que presenciar numerosas discusiones sobre el tema.
De la puerta colgaban cuerdas de lino mojado, lo que me permitió entrar a hurtadillas y subir la escalera antes de que Lenia advirtiera mi llegada. Pero
Nux,
esa perra desaliñada, se abalanzó dentro ladrando enloquecida. Se oyeron gritos de enfado de los barrileros y de las chicas que cardaban la lana, entonces
Nux
volvió a salir corriendo, arrastrando la toga de alguien mientras la propia Lenia la perseguía.
Era una arpía de ojos enloquecidos y cabello alborotado que arrastraba mucho peso aunque, además, era muy musculosa para ser lavandera. Tenía las manos y los pies rojos e hinchados por tenerlos en agua caliente todo el día y llevaba un extravagante tinte en los cabellos que también los hacía parecer rojos. Resollando un poco, gritó obscenidades a la perra, que corría por la acera de enfrente.
Lenia recogió la toga. La sacudió con aire ausente, como si no viera la nueva suciedad que acababa de adquirir.
—Oh, Falco. ¿Has vuelto?
—Hola, saco de malicia. ¿Cómo va el negocio de la ropa sucia?
—Apestoso, como siempre. —Tenía una voz que se escuchaba a mitad de camino del Palatino, con toda la dulzura de una trompeta de una sola nota que diera órdenes en un desfile de la legión—. ¿Le has dicho al cabrón de Petronio que puede instalarse arriba?
—Claro. Trabajamos juntos de nuevo.
—Tu madre ha estado aquí, con esa serpiente que tiene como mascota. Según ella, vas a trabajar con Anácrites.
—Lenia, hace al menos veinte años que no hago lo que dice mi madre.
—¡Bien dicho, Falco!
—Trabajo para mí mismo y con personas a las que selecciono por su talento, su dedicación y sus costumbres afables.