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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (43 page)

Fuera lo que fuese lo que me impedía el avance, tendría que apartarlo del todo antes de poder entrar; parecía el peso muerto de un saco de trigo o de un cuerpo, pero pesaba más que el cuerpo de una chica. Miré a mi alrededor para ver si podía entrar en la choza de otra manera cuando oí el crujido de una rama.

Me volví al instante. A cincuenta pasos había un hombre.

Pude verlo sólo un momento antes de que se metiera en el soto del que probablemente acababa de salir, sin saber, obviamente, que yo estaba allí. Si no era otro que Turio, no necesitaba huir. Grité y obligué a mis cansadas piernas a correr tras él.

Debía de estar más descansado que yo, pero su forma física tal vez no fuera tan buena. Esperaba que los esclavos de la casa me ayudaran a cortarle la retirada pero me decepcioné. Se habían marchado todos a casa a desayunar, desoyendo mis órdenes de quedarse allí; nadie respondió a mis gritos y, cuando nos precipitamos al bosque, ninguno de ellos nos salió al paso para interceptarnos.

Se hizo de nuevo el silencio. Se me había escapado.

—¡El juego ha terminado, Turio! ¡Sal y acabemos con esto!

No hubo respuesta. Normal. Yo era un extraño y él conocía el terreno palmo a palmo. Debía de estar seguro de poder escapar.

Había corrido hacia el sendero que salía de la finca. Me pareció oír pezuñas de caballo y me asaltaron visiones de Turio escapando a caballo en dirección a Sublaqueum.

No podría refugiarse en la casa. Sus compañeros esclavos querrían probar su inocencia y se vengarían de él por haberlos engañado. Los que habían pasado por alto su conducta extraña a lo largo de todos aquellos años se apresurarían a denunciarlo y si recurrían a la violencia, no sería la primera vez que un asesino recién desenmascarado moría a manos de las personas con las que había convivido.

Me arrastré entre la maleza en busca del sendero. Vi un montón de troncos cortados detrás de los cuales podía esconderse un hombre. Cuando me acerqué, Turio saltó de entre las matas y se abalanzó contra mí. Yo también salté y le di un fuerte puñetazo.

Había hecho un alto en su camino hacia la libertad sin advertir que yo le había seguido tan de cerca. Cuando me dispuse a atacarlo de nuevo, vi el gran peligro que corría: Turio blandía una enorme hacha.

Me miró unos instantes como si estuviera sorprendido, pero se recuperó al instante y volvió a saltarme encima.

—Ríndete, Turio.

El hacha me pasó muy cerca, poniendo en peligro mis rodillas. Caminé hacia un árbol con la esperanza de engañarlo y de que clavara el arma en el tronco. Soltó un gruñido y movió el hacha de nuevo, esta vez a la altura de la cabeza. El cuchillito que yo llevaba en la bota no me serviría de nada. Ni siquiera intenté sacarlo.

Era tal como yo lo recordaba, un tipo corriente. Descuidado, mal vestido, sin dientes, el típico esclavo rural. No más enajenado que la mayor parte de los transeúntes de cualquier calle romana. Un tipo con el que evitarías chocar por accidente pero al que no mirarías dos veces. Si me lo encontrase tarde por la noche y se ofreciera a llevarme en su carro, podría incluso aceptar.

—No estoy solo. Las Cohortes Urbanas están a punto de llegar. Será mejor que te rindas.

Por toda respuesta, volvió a atacarme agresivamente con el hacha, cortando unas ramas sobre mi cabeza para concluir con otro hachazo bajo y en dirección contraria. En el ejército me habían enseñado a hacer frente a los golpes de espada de los celtas pero, como era un soldado, llevaba coraza y armas, por no mencionar a las filas de irritados compañeros que formaban bloques impenetrables en cada flanco.

Caminé hacia él. La luz destelló y él revolvió de nuevo el hacha en el aire. Salté como un bailarían cretense, golpeándome las nalgas con los talones para poner a salvo las piernas. Me agarré a una rama y salté al otro lado de un árbol. Conseguí romperla parcialmente pero una larga hebra verde de corteza la mantuvo unida al tronco. Era inútil.

Por todos los dioses, aquello era la pesadilla de cualquier chico de ciudad. Deseaba caminar por calles pavimentadas en las que los criminales seguían pautas de mala conducta conocidas y donde podía entrar en una cantina a refrescarme cuando el ritmo de la persecución se hacía más frenético. En esos momentos me hallaba ante un criminal desesperado que blandía un hacha en medio de un bosque lleno de bruma, muerto de hambre, de cansancio, abandonado por mis únicos ayudantes y corriendo el riesgo de que me amputaran las piernas. Como manera de ganarse la vida, era una mierda.

Tiré de la rama y por fin se rompió. El tallo era lo bastante grueso para que el hacha se clavase en él si lo golpeaba. Lo mejor de todo era que el extremo se dividía en varios ramales que aún tenían hojas. Turio me atacó de nuevo y yo esquivé el brillante hacha.

Luego me abalancé hacia él y le clavé la rama en la cara. El retrocedió, se tambaleó y perdió terreno. Yo seguí clavándole la rama en los ojos. Se volvió y echó a correr. Yo lo seguí pero la rama se quedó prendida en la maleza. Tuve que dejarla y salir corriendo.

Turio avanzaba deprisa en dirección al sendero. Me eché a un lado y me interpuse entre él y el camino que se alejaba de la casa. Luchamos cuerpo a cuerpo entre los matorrales, que quedaron aplastados. Una zorra salió de su escondrijo y se alejó corriendo. Un grajo alzó su pesado y cansino vuelo con un bronco grito. De nuevo imaginé oír pezuñas de caballo, en esta ocasión más cercanas. Respirar me costaba un esfuerzo, estaba bañado en sudor, las piernas me dolían tanto que apenas podía seguir adelante. Aun así, mientras Turio llegaba al sendero yo iba recuperando terreno.

Entonces resbalé con un montón de setas y, con un gritó de angustia, caí en un agujero.

Conseguí incorporarme pero tenía un pie inmovilizado por los hongos venenosos. Tiré de él para liberarlo, resbalé de nuevo y, dando un respingo, me dispuse de nuevo a darle caza. Turio se había detenido y miraba hacia atrás antes de adentrarse en el sendero.

Me olvidé del dolor que sentía en el pie y el tobillo y empecé a recorrer a saltos lo que tendría que ser el esfuerzo final. Un tobillo torcido se cura solo pero prefiere no moverse durante un tiempo. Yo no lo tenía. Mis fuerzas me abandonarían de un momento a otro, pero primero, intentaría detenerlo.

Oí el relincho de un caballo. Mi corazón se hundió al imaginar que tenía un caballo preparado. Entonces Turio abrió los brazos y el caballo y el jinete salieron del extremo más alejado del bosque y galoparon hacia él.

No podía detenerse. Tropezó y perdió el hacha. El caballo retrocedió ante él pero fue porque el jinete había tirado de las riendas. Turio se tambaleó, y consiguió no caerse, aún decidido a escapar. Hizo una finta ante el caballo, esquivó sus pezuñas y siguió corriendo camino abajo. Tuve que precipitarme tras el. Pasé junto al caballo, cuyo jinete, que se echó a un lado para dejarme pasar, me pareció familiar. Luego, haciendo acopio de fuerzas, alcancé a Turio y me abalancé sobre él.

Lo derribé al suelo lleno de hojas. Yo estaba tan furioso que una vez caído, ya no le di ninguna opción. Salté sobre su espalda, le doble los brazos detrás de ésta y le ordené que se rindiera. Se revolvió hacia los lados, sin dejar de agitarse. Tiré de él con todas mis fuerzas y luego le aplasté de nuevo la cabeza en el suelo. En esos momentos, el jinete ya había desmontado y venía corriendo hacia nosotros. Al cabo de un minuto, aquel hombre, enfurecido, pateaba a Turio en las costillas como si quisiera acabar con él.

—¡Basta! —grite, apartándome del recorrido de aquellas botas, que por fin se detuvieron. Turio volvió la cabeza, y la apoyó en los surcos del camino.

Con el prisionero aún caído en medio del camino, empecé a recuperar el aliento.

—Una buena acción —dije, jadeante, mirando al otro.

—Preparación básica —replicó éste.

—Sí, es algo que nunca se pierde —conseguí decir con una sonrisa, aunque aquel ejercicio había sido muy duro—. Supongo que no dejará el puesto de gobernador de Bretaña para formar una sociedad conmigo, ¿verdad?

Julio Frontino, soldado, magistrado, administrador, autor y futuro experto en el abastecimiento de agua, sonrió con modestia. Ésta podría ser una de las preguntas: «¿Y qué hubiera pasado si…?» más importantes de la historia, Falco.

Entonces acepté su mano para levantarme mientras el ex cónsul plantaba el pie en la nuca del detenido.

Qué bien… Nos sentíamos como héroes, pero todavía teníamos que encontrar a Claudia.

LXIII

Turio se negaba a hablar. Yo tenía el presentimiento de que no lo haría. A algunos les gusta alardear, otros van hacia su destino negándolo todo. Turio era de los silenciosos.

Como no queríamos perderlo de vista, le até las manos a la espalda con mi cinturón antes de tumbarlo en el caballo del cónsul, le conté que había encontrado una cabaña junto al río. Volvíamos a ella llevándonos a Turio, pero en esta ocasión ya sabía lo que nos íbamos a encontrar.

Para mi sorpresa, mientras nos acercábamos a la choza, vi que la puerta estaba abierta. Fuera, agachado en el suelo, estaba Bolano, con golpes en todo el cuerpo, sacudiendo la cabeza. Al vernos intentó incorporarse y yo corrí en su ayuda.

—Ahí dentro. —Estaba tembloroso y aturdido—. Lo seguí y vi que la metía ahí dentro. Yo grité, él salió corriendo a perseguirme y entonces les oímos en el bosque. Yo estaba a punto de desmayarme y él se marchó. Entré en la cabaña y me desplomé contra la puerta. Sabía que no tenía que dejarlo entrar de nuevo.

—¿Has pasado toda la noche ahí dentro? Siéntate, por todos los dioses.

Bolano se limitaba a señalar la choza con gestos desesperados. Frontino y yo intercambiamos una mirada y luego observamos la cabaña.

Los tres nos acercamos a la cabaña cuya puerta estaba descoyuntada. El aire fresco no había dispersado el olor a rancio. Con la luz del día vimos el horrible interior. En su oscuro suelo había manchas de sangre vieja y coagulada. El cuchillo de carnicero colgaba de un clavo: afilado, limpio, con el mango oscurecido por el uso y el paso de los años; la hilera de los cuchillos de cocina; el cubo descolorido; los sacos apilados cuidadosamente, listos para la siguiente aventura horripilante; las cuerdas enrolladas, y la última víctima.

Cuando vi el banco donde la había dejado tirada, ahogué un grito. Allí había una figura de forma y tamaño humano, atada, cubierta con una manta e inmóvil. Por fin la habíamos encontrado. Yo tuve que alejarme.

Frontino me hizo a un lado y entró.

—La conozco —dije. Mis pies estaban clavados en el suelo. Bolano me miró horrorizado, luego me dio una palmada en el brazo y siguió al cónsul.

Sacaron el cuerpo. Con suavidad, dejaron a la mujer en el suelo, y luego la voltearon para poder acceder a sus brazos, que estaban atados a la espalda. Frontino pidió un cuchillo y yo le di el mío. Con cuidado y meticulosidad, pasó la punta por debajo de las cuerdas y las cortó hasta que se soltaron. Le liberó los brazos, las piernas y el cuerpo.

Yo me revolví nervioso y lo ayudé a ponerla boca arriba para quitarle la mordaza de la cara.

Alzamos parte del asqueroso trapo que le tapaba la boca y cuando la tuvimos bajo la fresca brisa de las montañas Sabinas, me obligué a mirar.

Se me hizo un nudo en el estómago. Unos mechones rubios y ásperos, la cara manchada de maquillaje y una piel ajada, una costosa gargantilla con gruesas cadenas de oro y monstruosos fragmentos de hematites. Mi cerebro apenas entendía nada, y entonces advertí que no se trataba de Claudia.

—¡Está viva! —exclamó Frontino, tras encontrarle el pulso en su demacrado cuello.

Entonces, la mujer abrió los ojos y gruñó. Mientras parpadeaba ante los rayos de luz, acepté aquella sorprendente verdad: habíamos rescatado a Cornelia Fláccida.

Nos costó un buen rato que reaccionara, pero en cuanto lo hizo y nos vio, nos soltó una arenga y dijo que quería ir a por Turio para darle su merecido. Éste tuvo suerte de que la mujer llevara dos días de ordalías encerrada en el cisio y no pudiera moverse, gritando de dolor cuando le masajeamos en las piernas para que se le activara la circulación. El cisio era lo bastante ancho y su cuerpo no había estado encogido. Las cuerdas tampoco impidieron del todo la circulación de la sangre porque, de otro modo, no hubiese sobrevivido. Al recobrar el sentido, sintió que todo el cuerpo le dolía, y tardaría un par de días en poder ponerse en pie y caminar. Parecía que no la había atacado sexualmente, pero ella lo había esperado. Eso debió ser lo más terrible para ella.

Antes de saber quién era, ya gruñía airada. Si tenía en cuenta lo que yo esperaba encontrar, cualquier ruido que hiciese era bienvenido. Y después de pasarse dos días atada, golpeándose durante ochenta kilómetros en el interior de una caja oscura, deshidratada y famélica, mareada y obligada a hacer sus necesidades allí dentro, mientras esperaba que le ocurriese lo mismo que a las otras mujeres a las que Turio había descuartizado, hasta Fláccida tenía derecho a enfadarse. Tenía que haber pensado que nadie la echaría en falta y que, si eso ocurriera, nadie la localizaría. Era lo bastante lista para saber que Rubella había retirado la vigilancia y que su familia no sabía adónde se había mudado. Era mucho esperar que sus maltratados esclavos denunciaran su desaparición ya que se estarían contentos de que por fin los hubiera dejado en paz, como muchos otros ciudadanos de Roma que se alegrarían de que hubiese desaparecido sin dejar rastro.

El descubrimiento de Fláccida no resolvía el misterio de lo que le había ocurrido a la prometida de Eliano, pero aún quedaba la esperanza de que el destino que corrió Claudia aquella noche no fuera tan horroroso.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Frontino. Me contó brevemente que Eliano había ido a buscarlo, que se había vestido y montado en un magnífico caballo que ya tenía ensillado en su casa. Había mandado a Eliano a solucionar la cuestión de la orden de arresto con el juez Marponio, mientras que él, siempre pragmático, había corrido detrás de mí por la carretera de Tíbur—. Mis hombres y las Cohortes Urbanas llegarán enseguida. Se preparará un vehículo para la mujer una vez se haya recobrado un poco, pero a mí me gustaría llevar a este tipo ante el juez ahora mismo.

Aquello me pareció bien. Yo quería volver a casa.

En cuanto a Turio, se me había ocurrido una manera de llevarlo de vuelta. Era una manera segura para nosotros, desagradable para él, pero muy apropiada. Fui con mucho cuidado para no matarlo, lo envolví en el trapo viejo más asqueroso que encontré, cabeza incluida. Lo até lo justo para que sufriera pero que no se le cortase la circulación sanguínea y se muriera. Luego lo encerré en la caja del cisio de su amo. Frontino y yo volvimos a Roma, tardamos dos días en llegar y Turio se pasó todo ese tiempo aprisionado en la caja.

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