Un anillo alrededor del Sol (10 page)

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Authors: Clifford D. Simak

Tuvo intenciones de regresar, pero no pudo hacerlo. En cambio bajó al valle. Allí vio los manzanos silvestres, que ya habían perdido las flores; una alondra alzó vuelo de entre la hierba.

Al fin se volvió; todo estaba tal como lo había visto en la segunda oportunidad. Esa tercera visita, después de todo, era una repetición de la anterior. Sólo la presencia de ella había podido convertir ese valle prosaico en un sitio encantado. Se trataba, al fin y al cabo, de un hechizo del espíritu.

Por dos veces había recorrido sitios encantados; por dos veces en su vida había escapado de la vieja tierra familiar.

Dos veces. Una, por la virtud de una mujer y el amor que se tenían. La otra, a causa de un trompo en movimiento.

No, el trompo había sido el primero.

Sí, el trompo...

¡Un momento! ¡Más despacio!

Te equivocas, Vickers. No pudo ser así.

¡Oh, pedazo de tonto! ¿Por qué corres?

Capítulo 21

Vickers pidió hablar con el gerente de la juguetería. El hombre pareció lleno de comprensión.

—Verá, señor —dijo—, comprendo lo que usted siente. Tuve uno de esos trompos cuando era niño, pero ya no los fabrican más. No sé por qué, pero no lo hacen. Ahora hay demasiados juguetes complicados y artificiosos. Nada que se parezca a un trompo.

—Esos grandes, sobre todo —dijo Vickers—. Los que venían con una manivela. Uno los impulsaba en el suelo y silbaban al girar, ¿recuerda?

—Los recuerdo. Tuve uno cuando era niño. Solía jugar horas enteras con él, me sentaba a mirarlo.

—¿Para ver adónde iban las bandas?

—No recuerdo que me preocupara mucho saber adónde iban las bandas. Me gustaba mirarlo girar y escuchar el silbido.

—A mi me preocupaba saber adónde iban. Usted las ha visto: giran y desaparecen en algún punto cercano al extremo.

—Dígame —preguntó el gerente— ¿adónde van?

—No lo sé —admitió Vickers.

—A una o dos calles de distancia hay otra juguetería —dijo el hombre—. Tienen muchas baratijas, pero tal vez les quede algún trompo de ésos.

—Gracias.

—También podría preguntar en la ferretería de enfrente. Suelen tener un buen stock de juguetes, pero supongo que los guardan en el sótano. Sólo los sacan para Navidad.

El hombre de la ferretería comprendió en seguida lo que Vickers necesitaba, pero dijo que no había visto nada parecido en muchos años. Tampoco la otra juguetería pudo vendérselo. La vendedora, sin dejar de mascar chicle y de rascarse la mata de pelo con un lápiz, respondió que no sabía dónde se podía conseguir algo así. Nunca los había visto. Pero si quería un regalo para algún varoncito tenía muchas cosas bonitas para ofrecerle. Esos cohetes de juguete o aquellos...

Vickers salió a la calle. La pequeña ciudad del medio oeste estaba atestada de compradores tardíos. Había mujeres de vestidos estampados, otras con ropas de oficina, estudiantes secundarios que recién salían de la escuela, hombres de negocios que salían a tomar un café antes de cerrar el local para volver a la casa. Una multitud de gandules se agolpaba calle arriba frente al coche, que Vickers había dejado frente a la primera juguetería. Era hora de agregar diez centavos en el parquímetro.

En el bolsillo tenía sólo una moneda de diez una de veinticinco y otra de cinco centavos. Al verlas en la palma de su mano se le ocurrió echar un vistazo a la billetera. Al abrirla vio que sólo le quedaban dos billetes de a dólar.

Puesto que no podía regresar a Cliffwood, al menos por el momento, no tenía en el mundo un sitio que pudiera considerar suyo. Necesitaba dinero para alojarse durante la noche, para comer y para el combustible del coche. Pero por sobre eso, más que ninguna otra cosa, necesitaba un trompo cantarín que tuviera bandas de color pintadas sobre el vientre.

Se detuvo en medio de la acera, pensando en el trompo y discutiendo consigo mismo. Toda su lógica le indicaba que debía estar equivocado, pero un factor ilógico de su ser respondía: "No estoy equivocado. Funcionará. Lo hizo una vez cuando yo era niño, antes de que papá me quitara el trompo."

¿Y qué habría pasado si no le hubiesen quitado el trompo? Hubiera regresado una y otra vez al país de las hadas, una vez hallado el camino. Se preguntó entonces qué le hubiera ocurrido allí, a quién hubiera conocido, qué cosas hubiera encontrado en la casa del bosquecillo. Porque indudablemente habría llegado hasta allí, una vez acostumbrado a la idea; tras haber observado de lejos por bastante tiempo habría seguido el sendero hasta la puerta para llamar a ella.

Tal vez otras personas habían entrado al país de las hadas mientras contemplaban el girar de un trompo. Cabía preguntarse, en ese caso, qué había sido de ellas. El gerente de la juguetería no estaba entre ellos, era evidente, pues no le interesaba el destino de las bandas; se limitaba a contemplarlas y a escuchar el silbido.

¿Por qué él, entre todos, había encontrado el camino? Acaso el valle encantado fuera también una parte de aquel país de hadas; tal vez la muchacha y él habían pasado por algún portal invisible. Porque el valle de sus recuerdos no era el mismo que había visto esa mañana.

No tenía sino un modo de descubrirlo: para eso necesitaba un trompo.

¡Pero si lo tenía ya! Estaba buscando desesperadamente algo que ya tenía. Habría que enderezar un poco la manivela y agregarle un poco de aceite para limpiar la herrumbre; además era necesario pintarlo.

Con toda seguridad sería mejor ése que ningún otro trompo, pues era el original, el mismo que lo había hecho pasar en una oportunidad..., y a Vickers le resultó grato pensar que quizá tuviera ciertas cualidades especiales, alguna función mística exclusiva. Era una suerte haber pensado en él tras haberlo olvidado por segunda vez, allí en la guantera donde lo había arrojado después de encontrarlo.

Vickers subió por la calle hasta la ferretería.

—Quiero un poco de pintura. La pintura más brillante y lustrosa que tengan. Rojo, verde y amarillo. Y algunos pinceles pequeños para aplicarla.

Por el modo en que el hombre lo miró era evidente que lo creía loco.

Capítulo 22

Llamó a Ann desde su cuarto de hotel, indicando que cargaran la llamada en su cuenta, puesto que después de pagar la cena sólo le quedaban noventa centavos.

—Jay, ¿dónde estás? —preguntó ella, preocupada—. En el nombre de Dios, ¿dónde te has metido?

Él le explicó dónde estaba.

—Pero ¿qué haces ahí? ¿qué te pasa?

—A mí, nada. Es decir, por el momento nada. Soy un fugitivo, eso es todo. Tuve que huir de Cliffwood.

—¿Qué?

—Estaban preparándose para lincharme. No sé cómo se les metió en la cabeza que yo había matado a un hombre.

—Oye, estás loco. No eres capaz de matar a una mosca.

—Por supuesto. Pero no podía explicar eso a la gente. Ni siquiera tuve la oportunidad.

—¡Pero si hablé con Eb...!

—¿Con quién hablaste? —preguntó Vickers.

—Con ese hombre, el dueño del taller. Te había oído hablar de él, y ya no sabía dónde buscarte. Llevaba dos días revolviendo cielo y tierra. Entonces recordé que a veces hablabas de Eb, el tallerista, y pedí al operador que me comunicara con él.

—¿Qué te dijo?

—Nada —respondió Ann—. Dijo que no te había visto por allí y que no sabía dónde estabas. Me aconsejó que no me preocupara.

—Eb es precisamente el que me ayudó a escapar —dijo Vickers—. Me avisó que estaban por lincharme y me facilitó un coche y dinero para salir de la ciudad.

—Es lo más tonto que he oído en mi vida. ¿Y a quién creen que asesinaste?

—A Horton Flanders, el anciano que se perdió.

—Pero tú no serías capaz de matarlo. Dijiste que era un anciano agradable. Tú mismo me lo dijiste.

—Oye, Ann, yo no maté a nadie. Alguien soliviantó a los muchachos, eso es todo.

—Y no puedes volver a Cliffwood.

—No —dijo Vickers—, no puedo volver a Cliffwood.

—¿Qué vas a hacer, Jay?

—No lo sé. Seguir escondiéndome, supongo.

—¿Por qué no me llamaste en seguida? ¿Qué haces tan lejos de Nueva York? Debiste venir directamente aquí. No hay mejor lugar que Nueva York para esconderse. Al menos pudiste haberme llamado.

—¡Eh, un momento! —dijo Vickers—. Te he llamado ¿no?

—Claro, me has llamado porque no tienes un centavo y quieres que te gire dinero y...

—Todavía no te he pedido nada.

—Pero lo harás.

—Sí —dijo él—. Temo que sí.

—¿No te interesa saber por qué traté de ponerme en contacto contigo?

—Más o menos; no quieres perderme de vista, ¿no es eso? Ningún agente quiere perder de vista a su mejor escritor.

—Jay Vickers, uno de estos días voy a crucificarte y te dejaré colgado a la vera de la carretera como advertencia.

—Pues yo quedaría muy patético en el papel de Cristo. No podrías elegir mejor.

Ann cambió de tema.

—Te llamaba porque Crawford está prácticamente enloquecido. No tiene límites. Le sugerí una cifra impresionante y ni siquiera parpadeó.

—Creía que ya nos habíamos liberado del señor Crawford.

—Nadie puede liberarse de él —dijo Ann.

Hizo una pausa; el silencio zumbó en los cables.

—Ann —exclamó Vickers—, Ann, ¿qué pasa?

La voz de ella respondió calma, pero tensa:

—Crawford está muy asustado. Nunca vi a nadie tan asustado. Vino a verme. ¿Te das cuenta? No fue yo quien hizo el contacto: él en persona vino a mi oficina. Bufaba y jadeaba; yo no sabía de dónde sacar una silla lo bastante fuerte como para sostenerlo. ¿Recuerdas aquella antigua silla de roble que tengo en el rincón? Fue el primer mueble que compré para mi oficina y la conservo como recuerdo. Bueno, ésa sirvió.

—¿Para qué?

—Para aguantarlo —respondió Ann, triunfante—. Cualquiera de las otras se habría hecho pedazos. Ya sabes lo grandote que es.

—Gordísimo, eso es lo que quieres decir.

—Me preguntó: "¿Dónde está Vickers?" y yo respondí: "¿Por qué me lo pregunta a mi? ¿Cree que lo tengo atado con traílla?". Y él dijo: "Usted es su agente, ¿verdad?", Y yo: "Así era la última vez que hablamos, pero Vickers es un hombre muy inconstante; nadie sabe qué va a hacer dentro de un momento". Y él me dice: "Tengo que hablar con Vickers", "Bueno", le digo, "vaya a buscarlo". Y entonces él me dijo: "No hay limites: ponga el precio que quiera y las condiciones que se le ocurran".

—Ese hombre es un chiflado —comentó Vickers.

—Pero su dinero es muy cuerdo.

—¿Cómo sabes que lo tiene?

—Bueno, no lo sé de seguro, pero debe tener.

—Hablando de dinero —dijo Vickers—, ¿tienes algún billete de cien que te sobre? ¿o siquiera de cincuenta?

—Puedo conseguirlo.

—Envíamelo directamente aquí. Te lo devolveré.

—De acuerdo; lo haré en seguida —respondió ella—. No es la primera vez que te saco del aprieto, y no será tampoco la última. ¿Al menos me dirás algo?

—¿Qué?

—¿Qué estás por hacer?

—Voy a realizar un experimento —fue la respuesta.

—¿Un experimento?

—Un ejercicio de ocultismo.

—¿De qué estás hablando? Tú no sabes una palabra de ocultismo. Eres tan místico como un ladrillo.

—Lo sé.

—Por favor —insistió Ann—, dime que estás por hacer.

—En cuanto termine de hablar contigo voy a dar una mano de pintura.

—¿A alguna casa?

—No, a un trompo.

—¿Un qué?

—Un trompo. Ese juguete que usan los niños, el que se hace girar en el suelo.

—Oye, Jay, deja de jugar por allí y ven a casa con mamita.

—Después del experimento —dijo Vickers.

—Explícame, Jay.

—Trataré de entrar al país de las hadas.

—Deja de decir tonterías.

—Una vez lo hice. Es decir, dos veces.

—Escucha, Jay, esto es muy serio. Crawford está asustado y yo también. Además está ese asunto del linchamiento.

—Envíame el dinero —dijo Vickers.

—En seguida.

—Te veré dentro de un día o dos.

—Llámame —dijo ella—. Llámame mañana.

—Lo haré.

—Y por favor, Jay... cuídate. No sé en qué andas, pero cuídate.

—También lo haré.

Capítulo 23

Enderezó la manivela que hacia girar el trompo y lustró el metal antes de marcar las espirales con un lápiz. Pidió prestada una lata de lubricante y aceitó con él la cerrada espiral de la manivela, a fin de que funcionara con facilidad. Finalmente se dedicó a la pintura.

No tenía muchas condiciones para esa tarea, pero se dedicó a ella con tesón. Pintó cuidadosamente los colores; primero el rojo, después, el verde; por último el amarillo. No recordaba bien cuáles habían sido los colores originales, pero quizás ese detalle no importara mucho, siempre que fueran brillantes y estuvieran dispuestos en espiral.

Se ensució de pintura las manos y la ropa; ensució también la silla sobre la cual había puesto el trompo y volcó la lata de esmalte rojo sobre la alfombra; por suerte logró levantarla antes de que la pintura penetrara en el tejido.

Al fin el trabajo estuvo terminado y bastante presentable. Vickers consideró, algo preocupado, la posibilidad de que la pintura no estuviera seca por la mañana. Pero las etiquetas de las latas decían que el producto secaba con mucha celeridad, y eso lo tranquilizó un poco.

Ya estaba listo para enfrentarse a lo que ocurriría en cuanto hiciera girar el trompo. Tal vez fuera el país encantado; tal vez, la nada. Pues haría falta mucho más que el simple girar del trompo: haría falta el alma, la fe, la pura simplicidad de una criatura. Y él había perdido todo eso.

Al salir del cuarto cerró la puerta con llave antes de bajar las escaleras. Tanto el hotel como la ciudad eran demasiado pequeños para permitirse la instalación de ascensores. Sin embargo, más pequeña aún era la aldea de su niñez, donde los hombres aún se sentaban frente a la tienda, para observarlo a uno de soslayo, para interrogarlo con preguntas impúdicas y punzantes con las cuales tejer después la interminable trama del chismorreo.

Vickers rió entre dientes: con la lentitud característica de la noticia que llega a una pequeña población, llegaría a la aldea la novedad de que él había huido de Cliffwood para escapar al linchamiento. Casi le era posible oír dos comentarios:

—Taimado —dirían—, siempre fue taimado y no andaba en nada bueno. La mamá y el papá eran muy buena gente, en cambio. No entiendo cómo a veces se tuercen los hijos cuando los padres son gente derecha.

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