Read Un anillo alrededor del Sol Online
Authors: Clifford D. Simak
Vickers se liberó de él, diciendo:
—Está bien, me iré.
—¿Tienes dinero?
—Algo tengo.
—Aquí tienes más.
Eb metió la mano en el bolsillo y sacó un delgado fajo de billetes. Vickers los tomó y los guardó en su propio bolsillo.
—El auto tiene el tanque lleno —aclaró Eb—. La caja de cambios es automática. Se conduce como todos los demás. Dejé el motor en marcha.
—No me gusta hacer esto, Eb.
—Te comprendo, pero si no quieres que haya aquí un asesinato no tienes otro remedio.
Y lo empujó hacia la puerta.
—Vamos, muévete.
Vickers bajó al trote por el sendero, mientras Eb lo seguía a grandes pasos. El coche estaba ante el portón. Eb había dejado las puertas abiertas.
—Adentro. Sal directamente a la carretera principal.
—Gracias, Eb.
—Vete.
Vickers puso el cambio en marcha directa y aceleró. El coche arrancó suavemente, cobrando velocidad en poco tiempo. Alcanzó la carretera principal y giró hacia el oeste.
Recorrió muchos kilómetros, huyendo tras el cono de luz arrojado por los faros delanteros. Sentía un vago aturdimiento por lo que ocurría: él, Jay Vickers debía escapar de un linchamiento preparado por sus vecinos.
Alguien los había soliviantado, según dijera Eb. ¿Y quién podía ser el responsable? Alguien que lo odiaba, tal vez.
Supo la respuesta aun mientras lo pensaba. Volvió a sentir la amenaza y el terror que había experimentado al enfrentarse a Crawford, la misma amenaza, el mismo temor no reconocidos entonces, que le habían hecho rechazar el ofrecimiento de escribir ese libro.
"Se está preparando algo", había dicho Horton Flanders, de pie a su lado ante el escaparate del negocio de chismes.
Y algo se preparaba ya.
Había adminículos eternos fabricados por firmas inexistentes. Una organización de comerciantes de todo el mundo, arrinconados por un enemigo a quien no podían devolver los golpes. Y Horton Flanders hablaba de factores nuevos y extraños que mantenían al mundo fuera de la guerra. Había también fingidores que preferían ocultarse a la realidad del día jugando a las visitas al pasado.
Y por último estaba él, Jay Vickers, huyendo hacia el oeste.
Hacia medianoche supo qué hacia y qué dirección llevaba. Iba hacia donde Horton Flanders le había indicado; hacía lo que nunca había pensado hacer.
Volvía hacia su propia niñez.
Todos estaban exactamente como él esperaba encontrarlos, sentados frente a la tienda, ya fuera sobre el banco o sobre cajones invertidos. Volvieron hacia él sus miradas recelosas, diciendo:
—Sentimos lo de su papá, Jay. Era muy buen hombre.
—Así que escribe libros, ¿no? Tendré que leer alguno un día de éstos. Nunca los oí nombrar.
—¿Irá a visitar la casa?
Vickers respondió:
—Sí, esta tarde.
—Está cambiada —le advirtieron—. Todo está cambiado. Ya no vive nadie allí.
Le dijeron:
—Las granjas se han ido al demonio. No se gana un centavo con ellas. Por los carbohidratos. Hay muchos que no pueden seguir adelante y el banco se las quita o tienen que vender por nada. Muchas han sido compradas para pastoreo. Ponen un alambrado y listo: se puede soltar el ganado. Ni siquiera tratan de sembrar. En el invierno compran alimentos en el oeste y en el verano lo dejan suelto para engordarlo hasta el otoño.
—¿Y en la vieja casa ha ocurrido eso?
Asintieron llenos de solemnidad:
—Eso es lo que ocurrió, hijo. El tipo que la compró a su papá no pudo aguantar. Y la casa de su papá no es la única. Hubo muchas otras, también. ¿Recuerda usted la vieja casa de los Preston?
Vickers asintió.
—Bueno, pasó lo mismo. Y era un lindo lugar. Uno de los mejores de por aquí.
—¿Está deshabitada?
—Por completo. Alguien cerró con tablas las puertas y las ventanas. ¿Quién se habrá tomado ese trabajo?
—No se me ocurre —dijo Vickers.
El dueño del negocio salió a sentarse en los escalones.
—¿Dónde vive ahora, Jay? —preguntó.
—En el este.
—Le va bien, supongo.
—Más o menos.
—Bueno, entonces no le va tan mal. Al menos come todos los días.
Otro de los hombres preguntó:
—¿Qué auto es ése que ha traído?
—Es una marca nueva —respondió Vickers—. Lo compré el otro día. Se llama Eterno.
—Vaya nombre para ponerle a un auto.
—Debe haber costado un montón de dinero.
—¿Cuánto consume por kilómetro?
Vickers subió al automóvil y se alejó, cruzando aquella aldea polvorienta y rezagada, entre los coches viejos y cansados, inmóviles junto al arcén, y vio la iglesia metodista desmañadamente erguida en la colina, y la gente vieja caminando por la calle con bastones, y los perros dormidos en el polvo bajo los arbustos de lilas.
El portón de la entrada estaba sujeto con una cadena y un grueso candado. Vickers tuvo que dejar el coche estacionado junto a la ruta y caminar unos cuatrocientos metros hasta la vivienda.
El camino, de trecho en trecho, estaba casi cubierto por el pasto; en algunos lugares la hierba le llegaba a la rodilla; sólo ocasionalmente se veían en él señales de ruedas. Los campos no habían sido arados; la maleza brotaba a lo largo de los cercos y en los lotes más pobres se veían parches de hierbas, allí donde muchos años de cultivos habían privado a la tierra de toda fuerza.
Si desde la carretera los edificios parecían tener el mismo aspecto que en sus recuerdos, cómodamente agrupados y con un fuerte sabor a hogar, desde cerca eran visibles las señales del descuido. Vickers las percibió como una bofetada en el rostro. El patio que rodeaba la casa estaba cubierto de pasto; los canteros habían desaparecido y el rosal del porche estaba en agonía; era apenas una pobre cosa retorcida con una o dos rosas en las mismas ramas que años atrás se cargaban de pimpollos. El ciruelo del rincón se había tornado salvaje. El cerco mismo raleaba en algunos sectores; en otros había desaparecido por completo. Algunas de las ventanas estaban rotas, quizá por obra de los niños que solían arrojarles piedras a modo de entretenimiento, y la puerta del porche trasero se balanceaba a impulsos del viento.
Vickers vadeó aquel mar de hierba y recorrió la casa, atónito al notar la tenacidad con que las señales de la vida seguían aferradas a ella. Allí, en la chimenea, por la pared exterior, trepaban las huellas de sus manos, impresas a los diez años sobre el cemento fresco; y todavía estaba allí la astilladura que había hecho sobre la ventana del sótano, al arrojar con poca puntería varios trozos de leña para alimentar la vieja caldera. En una esquina encontró la vieja batea en la que su madre solía plantar flores todas las primaveras, pero la bañera en sí había desaparecido casi por completo; el metal era sólo óxido y no quedaba sino un montículo de tierra. El fresno aún se erguía en el patio frontal. Vickers se cobijó bajo su sombra y levantó la mirada hacia el dosel de sus hojas; alargó la mano para acariciar la suavidad del tronco, mientras recordaba el día en que lo había plantado siendo niño, orgulloso de tener un árbol distinto de todos los del vecindario.
No trató de abrir la casa. Le bastaba con ver el exterior. Dentro de la vivienda habría demasiadas cosas para ver: los agujeros dejados en las paredes por los clavos de donde colgaban antes los cuadros, y las marcas en el suelo, allí donde había estado la cocina, y la escalera de peldaños gastados por pasos queridos. Si llegaba a entrar, la casa lo llamaría a gritos desde el silencio de sus armarios y el vacío de sus habitaciones.
Bajó hacia las otras dependencias. Allí, a pesar del silencio y del vacío, los recuerdos no tenían el mismo hechizo que en la casa. El gallinero se estaba viniendo abajo; la pocilga servía de nido a los vientos invernales, y en la parte trasera del galpón encontró una vieja y arruinada agavilladora.
El granero estaba fresco y sombreado; entre todos era el que mejor conservaba el aire hogareño. Los pesebres estaban vacíos, pero aún colgaban briznas de heno, como si fueran telarañas adheridas a las grietas entre las tablas. Todavía perduraba el olor de otros tiempos, el olor entre húmedo y ácido de las bestias amigas.
Trepó la cuesta hasta el granero; descorrió el cerrojo de madera y entró. Hubo carreras y chillidos de ratones por el suelo, las paredes y las vigas. Algunos sacos de grano colgaban del tabique instalado para que el cereal no cayera al pasillo. Allí, hacia el extremo del corredor, había algo que detuvo sus pasos.
Era una peonza ya arruinada por el tiempo y descolorida. Pero que en otra época había sido brillante y vistosa, giraba sibilante por el suelo cuando uno la impulsaba con la manivela. Se la habían regalado para Navidad, y lo recordaba como su juguete favorito.
La recogió en sus manos con súbita ternura, preguntándose cómo había llegado hasta allí. Era una parte de su pasado y acababa de alcanzarla en el camino, un objeto muerto e inútil para todo el mundo, con excepción del niño a quien en otros tiempos había pertenecido.
Cuando había sido nueva había tenido rayas de color que corrían en espiral mientras la peonza giraba. Vickers recordó que, en cierto punto, cada una de las bandas desaparecía para dar lugar a otra, que desaparecía a su vez, y siempre tomaba el lugar de la anterior.
Uno podía observar durante horas el ir y venir de las bandas, tratando de averiguar adónde iban. Pues para una mente infantil era forzoso que fueran a alguna parte. No era posible que estuvieran allí en un momento dado y se marcharan al siguiente. Tenían que ir a alguna parte.
¡Y había un sitio al que podían ir!
Lo recordó de pronto, con la peonza aferrada entre las manos, mientras los años caían uno a uno para llevarlo a cierto día de su infancia.
Uno podía ir allá donde las bandas iban, seguirlas hacia el país adonde huían, si se era muy joven y el misterio cobraba la suficiente intensidad. Era algo así como un país encantado, aunque tenía un aspecto demasiado real como para serlo. Había allí un camino que parecía de vidrio, pájaros, árboles y flores, algunas mariposas. Él cortó una flor y la llevó en la mano mientras recorría el sendero. Se asustó un poco al divisar una pequeña casa oculta en un bosquecillo. Retrocedió entonces por el camino. Y de pronto se encontró en su casa, con el trompo inmóvil en el suelo frente a él, y la flor sujeta en la mano.
Fue entonces a contarle a la madre lo que había ocurrido. Ella le arrebató la flor como si le despertara miedo. Y bien podía ser así, puesto que estaban en invierno. Esa noche papá lo interrogó y descubrió lo del trompo. Al día siguiente, según Vickers recordaba, ya no había podido encontrar su juguete; lloró secretamente por él durante muchos días.
Y allí estaba nuevamente, viejo y arruinado, sin rastros del color original; sin embargo Vickers no tenía dudas: era el mismo.
Salió del granero con la peonza desteñida entre las manos, con la sensación de rescatarla de la triste inseguridad que padeciera durante tanto tiempo.
"El olvido", pensó. Pero era más que un simple olvido: era un bloqueo mental que había borrado de su memoria el trompo y el viaje al país encantado. Llevaba años sin pensar en eso, sin sospechar siquiera que hubiese un incidente semejante escondido en su mente. Pero acababa de recuperar el trompo y la memoria de ese día, el día en que había seguido tras las bandas en movimiento para pasar al país encantado.
No se detendría ante la casa de los Preston. Pasaría con el automóvil a poca velocidad para echarle un vistazo, pero no se detendría. Porque, tal como lo había previsto, ya comenzaba a huir. Había observado la concha vacía de su niñez, encontrando un juguete de ese entonces; no tenía intenciones de contemplar ahora los huesos desnudos de su juventud.
No se detendría ante la casa de los Preston. No haría más que aminorar la marcha y mirarla desde la ruta, para acelerar de inmediato y poner muchos kilómetros de por medio.
No se detendría, no.
Pero lo hizo, por supuesto.
La miró desde el asiento del coche, recordando su aspecto altivo de otros tiempos, cuando cobijaba a una familia igualmente altiva..., demasiado orgullosa para permitir que un miembro de la casa se uniera en matrimonio a un muchacho campesino, proveniente de una granja donde todo era arcilla amarillenta y trigo enfermizo.
Pero la casa había perdido su altivez. Las persianas estaban cerradas; alguien había claveteado largos tablones sobre ellas, como si le hubiera cerrado los ojos. La pintura estaba descascarada y se desprendía de las imponentes columnas erguidas en el frente. Alguien había arrojado una piedra contra uno de los abanicos que cobijaban la puerta de madera tallada. El cerco estaba marchito; el patio, invadido por la hierba. El camino de ladrillos que unía el portón con el porche había desaparecido bajo el césped rastrero.
Vickers se apeó del coche y cruzó el desvencijado portón para dirigirse al porche. Al subir los peldaños pudo ver que las maderas del suelo se habían podrido. Se detuvo en el sitio donde en otros tiempos había estado con ella, allí donde habían comprendido por primera vez que su amor sería eterno. Trató de capturar aquel momento pasado, pero no estaba allí, aunque el recuerdo aún dolían como entonces. Trató de recordar el aspecto de las praderas y los cultivos vistos desde el porche, cuando la luz de la luna se quebraba contra la blancura de las columnas, cuando las rosas llenaban el aire con el sol destilado de su fragancia. Sabía todo aquello, pero no podía verlo ni sentirlo.
Detrás de la casa, sobre una cuesta, estaban los graneros. Aún eran blancos, pero no tanto como entonces. Más allá de los cobertizos el suelo volvía a descender. Y allí se extendía el valle por donde habían caminado juntos aquella última vez. Un valle encantado, con manzanos en flor y cantares de alondra. La segunda vez no había sido lo mismo. ¿Qué pasaría con la tercera?
Vickers pensó: "Estoy loco, estoy buscando imposibles." Pero no pudo dejar de descender aquella cuesta, hacia el valle.
Se detuvo a mirarlo en el punto más alto. Ya no era el valle encantado, pero lo recordaba, tal como recordaba la luz de la luna contra las columnas. Las columnas seguían presentes; también el valle; los árboles eran los mismos y el arroyo recorría aún las praderas que lo flanqueaban.